lunes, 17 de marzo de 2014

ALATORRE, MI TUTOR, Huberto Batis


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Durante varias décadas, un filólogo de El Colegio de México fungió como mentor de vida y literatura de un joven ensayista que, con el tiempo, se convertiría en el mítico editor del suplemento “Sábado”. Huberto Batis, quien a su vez formó a numerosos estudiantes en la Facultad de Filosofía y Letras de nuestra Universidad, recuerda con humor y gratitud al “incuantificable” Antonio Alatorre.
1955. Don Alfonso Reyes me recibió amablemente en la puerta de la Capilla Alfonsina, pagó el taxi que me dijo que tomara para llegar a Benjamín Hill, “por el Cine Bella Época”, pues le pregunté cómo venir en camión a falta de pesos. Le entregué la carta de presentación que me había dado Agustín Yáñez en Guadalajara (Palacio de Gobierno) y una copia de mi artículo sobre la Ilíada “Aquiles trágico”, a él dedicado pues utilicé su traducción del Fondo de Cultura Económica, ilustrada bellamente por la tinta sensual de Elvira Gascón. Reyes empezó a preguntarme sobre lo que yo llamaba mi “vocación literaria”, después de haber estado cinco años (de 1950 a 1955) en las casas de formación de la Compañía de Jesús por mi “vocación religiosa”. Con sus ojitos pícaros traspasándome me preguntó: “¿Te enseñaron latín y griego los jesuitas?”. Y añadió que quizá debería proseguir los estudios clásicos en la Universidad como Miguel León-Portilla, que había derivado al náhuatl y a la cultura indígena. Ante todo me iba a presentar en El Colegio de México a Antonio Alatorre, un défroqué como yo. ¿Un qué? Uno quecolgó los hábitos gongorinos de la “infame turba de nocturnas aves/ gimiendo tristes y volando graves” (de los Misioneros del Espíritu Santo), un exclaustrado, no precisamente un “renegado” como traducían en Cuba el galicismo en la película de Léo Joannon (1954) que tendría que ver. El suave pero penetrante interrogatorio iba quedando registrado en la carta misma de Yáñez, y años después Adolfo Caicedo, un colega colombiano de la Facultad de Filosofía y Letras, me dijo que la había visto en el archivo epistolar de don Alfonso y luego me consiguió una copia que guardé tan bien que no la he vuelto a ver.
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Antonio Alatorre
©Archivo UNAM
En resumen, me invitó a unirme a los filólogos de El Colegio de México que presidía, con una beca como las que recibían los escritores Alí Chumacero, Juan José Arreola, Emmanuel Carballo, Carlos Valdés procedentes de Guadalajara, José Pascual Buxó republicano español, Emma Susana Speratti-Piñero estudiosa del esperpento en Valle Inclán venida de Argentina, Hugo Padilla y Arturo Cantú recién llegados de Monterrey, Ernesto Mejía Sánchez y Augusto Monterroso de Nicaragua y Guatemala, Eunice Odio de Costa Rica y Pita Amor y Marco Antonio Campos de la Ciudad de México… entre otros, como el mismísimo Octavio Paz entonces en el Servicio Exterior, todos cesados por Daniel Cosío Villegas a la muerte de Reyes (27 de diciembre de 1959). “Te recomiendo inscribirte en Filosofía y Letras de la UNAM para que tengas una carrera que te permita desarrollarte, pues Cosío quiere convertir a El Colegio en una escuelita de historiadores, economistas, políticos y diplomáticos… Anda con Antonio Alatorre, quien da clases de Teoría Literaria en Letras Españolas de la UNAM, y ponte en sus sabias manos. Yo hablaré con él.”
Salí de la Capilla Alfonsina feliz y con un claro rumbo que me salvaba de regresar derrotado a la provincia por no encontrar un modus vivendi digno en la capital, que me diera libertad para estudiar y escribir. Muy pronto conocí a mi tutor de vida, no sólo de estudios, Antonio Alatorre Chávez, en la sede de El Colegio de México, Durango y Orizaba, en la Plaza Río de Janeiro (enfrente de la curia jesuítica de la Sagrada Familia donde empezó y terminó mi feliz aventura por la senda mística, el apostolado y los latines que tanto me servirían en la academia). Antonio era un humanista hecho y derecho (acababa de traducir, corregir y aumentar las más de mil páginas del Erasmo en España de Marcel Bataillon, en el Fondo de Cultura Económica, en donde empezó su prolífica labor como traductor); había ingresado como becario al Centro de Estudios Linguísticos y Literarios (Filología) en 1947, casi diez años antes de mi llegada, pero me llevaba una ventaja de siglos contados en años luz. Fue alumno de Raimundo Lida, fundador de la Nueva Revista de Filología Hispánica; estudió Derecho en 1943-1944 y Letras Españolas en la UNAM y en El Colegio de México, antes de ir a Francia y España con profesores como Raymond Lebergue y Marcel Bataillon. Sería veinte años director del CELL (de 1953 a 1972); fue maestro en la UNAM desde 1943, en El Colegio de México y en Princeton; dio conferencias por varios países; fue becario Guggenheim en 1960. Le otorgarían el Premio Jalisco de Literatura en 1994 y el Nacional de Lingüística y Literatura en 1998. Sería miembro de El Colegio Nacional en 1981 y miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua en 2001…
¿Qué haría yo en El Colegio? Investigar libremente, auxiliar en la edición de la Nueva Revista de Filología Hispánica,venir a las reuniones en que se leían y discutían nuestros escritos, proponer un libro y presentar avances periódicamente…; con el tiempo, y con la llegada de nuevos becarios, asistir a cursos avanzados de lengua y literatura que nos darían nuestros filólogos y maestros visitantes (como Alonso Zamora Vicente, que sería secretario de la Real Academia y vendría en la comitiva de Juan Carlos y Doña Sofía en su visita a México en 1992). Pronto conocería a los filólogos de base, compañeros de Alatorre: su esposa Margit Frenk Freund, estudiosa de la lírica popular de España, Juan Miguel Lope Blanch nos inició en Gramática Superior y Lexicología (Vocabulario mexicano relativo a la muerte, UNAM, 1963, p.ej.) y Paciencia Ontañón su mujer, que dirigió la Escuela de Letras en la Universidad Iberoamericana, donde se especializó en psicoanálisis aplicado a la crítica literaria, y adonde me invitaría como profesor diez años. Le propuse a Antonio escribir un Prólogo a La Regenta de Leopoldo Alas “Clarín”,que se publicaríaenla colección Nuestros Clásicos de la Imprenta Universitaria, elque aprobó y puso a mi disposición su prodigioso y mítico fichero para enriquecer mi hemerobibliografía. Me dijo que Lope Blanch estaba trabajando a“Clarín”,y con el tiempo aparecería en la Colección Nuestros Clásicos “la Madame Bovaryespañola” con sendos estudios preliminares nuestros.Antonio Alatorre fue mi profesor insigne de Teoría literaria en la Ciudad Universitaria, de donde nos veníamos a El Colegio, en la Colonia Roma, en camión. Platicábamos un poco de la clase, del mundillo literario, y luego me pedía que lo dejara leer un poco, “meditar en la inmortalidad del cangrejo” o “ver el paisaje” por la ventanilla para descansar la mente. Procuraba yo dejarlo en su aislamiento y no importunarlo con mis asuntos. Pero un día me armé de valor y le di a leer una separata de mi cuento “En las ataduras”, que publiqué en la revista que hacía con Carlos Valdés Cuadernos del Viento. Lo leyó impasible y me lo dio sin decir ni oxte ni moxte. Cuando caminamos de Insurgentes a la Plaza Río de Janeiro le pregunté qué le había parecido. “¿Qué me pareció qué?”. Y cuando le dije “Mi cuento”, me fulminó: “¿Cuál cuento? No pierdas el tiempo escribiendo. Dedícate a leer y a estudiar.” En ese momento sentí que me estaba cortando la coleta y las alas defectuosas con las que no podría volar nunca, para que yo reptara como pudiera (siguiendo el consejo pedagógico de Nietzsche), en una palabra, que me cerraba la puerta de la creación. El cuento había sido bien recibido por mi maestro Sergio Fernández y por mis compañeros: Valdés, Juan García Ponce, Inés Arredondo. Incluso lo habían comentado en la prensa Rosario Castellanos y Henrique González Casanova. Pero Antonio Alatorre había “descubierto” en Guadalajara a Juan José Arreola y a Juan Rulfo, y los había impulsado aquí en el Fondo de Cultura y en El Colegio de México (inexplicablemente, Alfonso Reyes se negaba a concederle una beca a Rulfo, por quien abogaba Eunice Odio y hasta le “heredaba” la suya cuando se consiguió un amante rico). Quedé fulminado y no volví a escribir ficción, aunque me pidieran colaboraciones Sergio Galindo para La Palabra y el Hombre de la Universidad Veracruzana, donde publiqué cuentitos en la cuerda rulfiana; Jesús Arellano crítica para la revista Metáfora y para la Revista Mexicana de Cultura de Juan Rejano en El Nacional; Juan Martín para la Revista de la Universidad de México de Jaime García Terrés,donde publiqué artículos y reseñas; Luis Mario Schneider y Thelma Nava para su Pájaro Cascabel, en donde hay poemas míos… Años después Alatorre me pidió un mediodía caluroso un aventón en mi coche y lo llevé de la Universidad hasta su casa en Las Águilas. Me invitó a echarnos una cerveza en su jardín y ahí sacó unas cuartillas y me las leyó: estaba escribiendo una novela llamada La migraña. Había llegado la hora de la más gélida venganza. Cuando me dijo “¿Qué tal?” no dudé en decirle: “Antonio, no pierdas el tiempo escribiendo. Ponte a leer y a estudiar.” Y enseguida le recordé el episodio de mi cuento, veinte años atrás. “No puedo creer que yo te hiciera eso. ¿Por qué te agachaste y abandonaste la pluma? Tus Cuadernos del Viento, la Revista de Bellas Artes y el suplemento “Sábado”del unomásuno me gustan mucho. Los maestros no tenemos derecho a joder a los alumnos. Perdóname, por favor.” Y pareció conmoverse hasta las lágrimas. Leí un ensayo suyo sobre la crítica y lo encontré bondadoso, casi débil y en exceso cuidadoso de no esterilizar a los creadores. Y, sin embargo, en la Facultad de Filosofía y Letras, cuando concursé para la titularidad de la cátedra de Teoría literaria, su especialidad y mi paradigma siempre, me apoyó por sobre diecinueve aspirantes. Pero cuando concursé para Literatura Comparada, clase que impartí voluntariamente muchos años, se opuso tajante aunque eso me inhabilitara como maestro titular hasta haber realizado inacabables “Estudios especializados en por lo menos diez lenguas. Ni yo me atrevería a dar esa clase”, me contó Luis Rius que arguyó Alatorre, cabal y estricto.
Volvamos a Filología: Un día mi tutor me dijo que un hermano suyo estaba buscando un redactor y editor para la revista Banxico que hacía en el Banco de México. Enrique Alatorre y yo congeniamos de inmediato. Ya trabajaba como corrector en la Imprenta Universitaria (Bolívar 17), enviado por Henrique González Casanova ―a quien conocí y me contrató en un camión rumbo a la Ciudad Universitaria, recién inaugurada a las órdenes de Rubén Bonifaz Nuño, mi “hermano viejo” como me ha escrito en su traducción de la Ilíada (2005), y ahí seguiría diez años hasta que el rector Javier Barros Sierra me nombró subdirector encargado de la Dirección de Publicaciones de la UNAM en 1967―. Enrique Alatorre, quien pasó por la Facultad en Mascarones, me enseñó a tomar fotografías; a entrevistar a funcionarios, intelectuales, economistas y técnicos; a revisar y cuidar la edición de la revista en la imprenta del ingeniero agrónomo Manuel Marcué Pardiñas, donde se hacía la revista antidiazordacista Política, que le costó la cárcel en el 68, y también El Espectador de los intelectuales-políticos Luis Villoro, Carlos Fuentes, Jaime García Terrés, Enrique González Pedrero, que nació y murió en el 67, el mismo año en que yo dejé de imprimir en los Talleres de Marcué Cuadernos del Viento (1960-1967). La cercanía con los Alatorre me llevó a cantar con ellos piezas del Renacimiento español, y en mi boda con Estela Muñoz Reinier en la iglesia de La Coronación, el Grupo Alatorre se instaló en el coro y nos deleitó como lo hacía en las funciones de Poesía en Voz Alta, invención de Juan José Arreola y Octavio Paz, en foros universitarios como la Casa del Lago, donde aparecían vestidos de juglares.
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Antonio Alatorre
©Rogelio Cuéllar/CNL-INBA
No sé por qué se disgregó el Grupo Alatorre. Sólo sé que ni Antonio ni Enrique se volvieron a reconocer como hermanos. Aunque Enrique me contó que antes de su muerte se despidió de él por teléfono aunque ya no podía Antonio hablar. Cuando la Secretaría de la Presidencia del nefasto Gustavo Díaz Ordaz manifestó a Rodrigo Gómez, director del Banco de México, su molestia porque la revista Banxico había sacado en la portada una foto de Adolfo López Mateos cuando ya había dejado el poder, se suspendió hasta nuevo aviso la publicación. Nuestra oficina estaba en el piso 24 de la Torre Latinoamericana, y fuimos “puestos a disposición” en el Departamento de Personal. No nos asignaban nuevas tareas, así que yo planteé la posibilidad de renunciar y aceptar un cargo en la Imprenta de la UNAM. Con la liquidación que me correspondía por un decenio casi liquidé un préstamo que el Banco de México me hizo para construir la casa de Tlalpan, en un terreno que me traspasó un empleado con hipoteca de veinte años. En unos meses logré liquidar por completo la deuda y en esa casa he podido atesorar una biblioteca de literatura mexicana contemporánea, además de criar a mis hijos y nietas. Puedo decir así pues que mi tutor Antonio Alatorre ha intervenido en mi destino, y también que yo tuve que ver en su decisión de escribir su libro Los 1001 años de la lengua española. Estuvo así: Yo era asesor del Estudio (editorial) de Beatrice Trueblood en Coyoacán, quien me contrató como coordinador de las Publicaciones del Comité de la XIX Olimpiada, de 1967 a 1969. Beatrice se enteró en la prensa de que el español cumplía mil años y se propuso publicar un libro conmemorativo de lujo para el Banco de Comercio de Manuel Espinosa Yglesias. Me pidió que organizara un equipo de escritores que lo redactara y le dije que quien podría hacerlo espléndidamente por su erudición y amenidad era Antonio Alatorre, pero que yo creía que no iba a interesarle el proyecto. Beatrice se las ingenió para comunicarse con él y lo convenció. Entonces me habló Antonio, mi amigo y tutor Honoris Causa sempiterno, y me reconvino: “¿Desde cuándo tú hablas por mí y asumes que yo no haría un libro sobre nuestra lengua?”. Trabajaron a marchas forzadas y lograron salir al año siguiente, con ayuda de Jorge Aguilar Mora para escribir los pies de las numerosas y siempre “bonitas” fotos que Beatrice escogía para sus diseños. Creo que no terminaron en buenos términos, sobre todo cuando Antonio se dio cuenta de que su libro iría como obsequio del banquero Manuel Espinosa Yglesias a la clase adinerada y que no estaría a la venta. La primera edición circuló en 1979 y sólo diez años después se hizo la segunda. Los alumnos de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas lograron ver por fin la edición del texto sin ilustraciones a un precio accesible en el 2002, cuando adquirió los derechos el Fondo de Cultura Económica. Me di el gusto de leer las pruebas de imprenta y de “revisar” los textos de mi más admirado maestro, antes que nadie. He logrado comprar dos ejemplares más del que me obsequió el Estudio de Beatrice Trueblood, que nunca tuvo en sus prensas un tesoro tan rico como el texto de Los 1001 años de Antonio Alatorre, tarea que yo me apresuré a suponer imposible de aceptar por nuestro filólogo máximo. Ese libro de 1979 marcó el destape de las numerosas publicaciones que en los últimos años de su vida nos dejó como gozosa tarea: Enigmas ofrecidos a la casa del placer de sor Juana Inés de la Cruz(Edición comentada, Colmex, 1994). Ensayos sobre crítica literaria (CNCA, 1994). El apogeo del castellano (FCE, 1996). Juana de Asbaje de Amado Nervo (introducción y edición, Conaculta, 1997). Fiori di sonetti / Flores de sonetos (introducción y edición, Aldus/Colmex, 2001). El Brujo de Autlán (Aldus, 2001; 2010). El sueño erótico de la poesía española de los siglos de oro (FCE, 2003). Cuatro estudios sobre arte poética (Colmex, 2007). Sor Juana a través de los siglos. 1668-1910, (Colnal/Colmex, 2007). Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas (tomo I, segunda edición, y notas, FCE, 2009). La muerte dejó truncada la obra magna preferida de Antonio: editar como se debe la obra de sor Juana Inés de la Cruz.
¿Por qué este hombre tan sabio esperó tanto para publicar su propia obra? En la juventud fue editor en el Fondo de Cultura Económica y luego traductor incuantificable, quizás obligado por apreturas económicas primero, como la versión que hace junto con Joaquín Díez-Canedo de Guillermo El Taciturno, Guillermo de Nassau, príncipe de Orange, 1533-58 en 1947. Pero pronto encontró un filón de estudios fundamentales que le interesaban mucho y que traduce con Margit Frenk, del que nos hemos beneficiado todos: Literatura europea y Edad Media Latina del alemán Ernst Robert Curtius, 1975; de su maestro Marcel Bataillon Erasmo y España. Estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, a quien corrige y aumenta en 1964; diez años antes, en 1954, había traducido de Gilbert Highet La tradición clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental, también con Margit Frenk; de Francois Chevalier tradujo para Problemas Agrícolas e Industriales de México, de Manuel Marcué, La formación de los latifundios en México en 1956, veinte años después reeditado por el Fondo de Cultura; no se le atoran el italiano ni el portugués: Antonello Gerbi La disputa del Nuevo Mundo 1750-1900, FCE, 1983, La naturaleza de las Indias Nuevas (de Cristóbal Colón a Gonzalo Fernández de Oviedo), Ibidem, 1978; le entra al psicoanálisis de Jacques Lacan: De la psicosis paranoica en su relación con la personalidad, Siglo XXI, 1976, editorial fundada por Arnaldo Orfila Reynal, director del Fondo de Cultura Económica expulsado ignominiosamente por Díaz Ordaz; de entre sus latines de juventud florece su traducción de Las “Heroidas” de Ovidio y su huella en las letras españolas,con notas,que editó la UNAM en 1950, y reeditó la SEP “muy corregida” en 1987; de Edward Sapir hizo El lenguaje. Introducción al estudio del habla, en 1954 para el Fondo, que lo ha reeditado ocho veces; de Jean Sarrailh La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, en 1957. Recuerdo que en una ocasión escribí un artículo sobre los bajísimos salarios que el Fondo mismo pagaba a sus traductores con datos confiados anónimamente, entre ellos transterrados españoles muy ilustres como Eugenio Imaz (quien vivió apenas de 1900 a 1951) y Wenceslao Roces el longevo traductor de Hegel, Marx y Cassirer (1897-1992). Recuerdo que José Luis Martínez, entonces director del Fondo, alegó que se pagaba “lo que se podía” y “parejo”, a lo que Antonio Alatorre me escribió diciendo que lo de “parejo” estaba por verse, porque a él le pagaban un recibo con tarifas igualadas a las de todos los traductores, pero además le otorgaban en secreto una “compensación” privilegiada. “Escríbelo” ―me autorizó―. ¡Así de puntilloso y honrado era!
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De pronto, ante el asombro de todos, el atildado y austero profesor Alatorre se dejó crecer la greña (melena) como los chavos rebeldes de los años 70. Se decía que había sido psicoanalizado en grupo por el doctor Salvador Roquet con psicotrópicos traídos de la cultura mije, y que le había diagnosticado un trauma severo por represión de pulsiones homosexuales. Recuerdo que su hermano Enrique me contó que sus padres en Autlán de la Grana, Jalisco, decían que tenían tantos hijos, tantas hijas y a Antonio. “Estoy decidido a vivir lo que soy auténticamente”, dicen que dijo Antonio a Margit Frenk, su esposa, y a sus tres hijos. Ella puso el grito en el cielo, se fue incluso un tiempo a EU (a su regreso, la UNAM la contrató como maestra, le concedió el doctoradoHonoris Causa y se le concedió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura), y ellos, Silvia, Gerardo y Claudio, ya maduros, lo aceptaron y aceptaron a las parejas masculinas de su padre, sin problemas. Tanto fue así que, cuando murió, nos enteramos por carta publicada en la correspondencia de La Jornada de que no habría duelo, rituales ni “exorcismos” y lo participaban sus hijos Silvia, Gerardo y Claudio, así como su “esposo”, el artista plástico puertorriqueño Miguel Ventura (nacido en San Antonio, Texas, en 1954, quien inauguró el nuevo MUAC de la UNAM en el 2008 con una instalación que causó escándalo y controversia: Cantos cívicos, con uso de ratas vivas pintadas que corrían por vericuetos de plástico, en medio de fotografías y símbolos del nazismo, y cantos de las juventudes hitlerianas). Recuerdo haberme encontrado a Antonio en Cuernavaca nadando en una alberca feliz de la vida: salió a abrazarme todo empapado, yo vestido. También lo recuerdo dándose un toque de mota en la Facultad de Filosofía y Letras, y naturalmente me ofreció un jalón. Otra vez me invitó a celebrar en El Colegio de México, Camino al Ajusco, algún aniversario. Fui para oír su exaltado elogio de ex alumnos como Ricardo Garibay, Jorge Hernández Campos y Huberto Batis, alguna vez becarios, que nos habíamos distinguido en la “vida real” y no en la “inútil” filología.
Sólo me queda recordar cómo Tito Monterroso y yo fuimos escogidos por Antonio para “salvarnos” de la expulsión decretada por Daniel Cosío Villegas de los “parásitos” literatos, después de que acusó de “ladrón” a Alfonso Reyes en una entrevista con Elena Poniatowska porque a fin de año repartía entre los becarios los sobrantes de la dotación anual de focos, jabones, escobas..., y de abusar becando a Octavio Paz siendo como era diplomático (no tardó éste en responderle en la revista de la UNAM, época de García Terrés, llamándolo “cuentachiles”). Cosío necesitaba unos “negros” para hacer una tarea pesada e inútil: unos índices de la correspondencia del Archivo de Relaciones Exteriores. Antonio hizo una ficha del contenido de un despacho y don Daniel El Travieso le cronometró el tiempo empleadoTasaron así cuánto nos pagarían por cada documento: unos centavos. Nos dejaron a Tito y a mí solos; intentamos hacer una ficha de cómo celebraron un día del Grito en Suecia en los años 30; parecía escrita en clave de tan boba, a no ser que ocultara un importante mensaje cifrado. Nos vimos las caras aterrados al mirar las infinitas cajas de documentos que nos esperaban hasta el fin de los tiempos. Decidimos largarnos sin despedirnos siquiera, ni de don Daniel ni de don Antonio, a quien imaginamos ser devorado por el economista-historiador y diplomático, salvador de los refugiados españoles de la Guerra Civil y fundador con Alfonso Reyes de la Casa de España en México y del Fondo de Cultura Económica, autor de monumentales libros de Historia de la República Restaurada. Días después en el Banco de México me encontró don Daniel y me amenazó simbólicamente con su paraguas; intentó que el Banxico me comisionara para la labor de rescate diplomático, pero yo me negué. Todo eso se lo conté en entrevista grabada a Enrique Krauze cuando preparaba su libro sobre “el Caudillo Cultural más grande del siglo XX”, y lo transcribió todo almibarado.
Un telefonazo de Antonio me anuncia que quiere polemizar con un colaborador rijoso de sábado, nada menos que con don Evodio Escalante, que se había “mofado” de don Adolfo Sánchez Vázquez en un artículo y entró bravucón en una desollada sangrienta con Miguelángel Díaz Monges, defensor del filósofo español, “el último marxista del mundo” (Octavio Paz dixit). Creo que Antonio no estaba de acuerdo con el tono burlón de Evodio en un reproche a don Alfonso Méndez Plancarte, autor de la edición anotada de las Obras de sor Juana. Hubo varias estocadas con botón entre ambos finos espadachines, y finalmente Antonio me dijo que iba a dar por terminada la escaramuza porque Escalante era un “terco ignorante”, y de un mandoble despachó al contrincante (descalificándolo al estilo de Octavio Paz en su polémica con Carlos Monsiváis, a quien tildó de “ocurrente” y de “pepenador de la cultura” ―Cfr. Proceso). Naturalmente tanto Carlos como Evodio ganaron fama urbi et orbi (en la ciudad y en el mundo) por “haberse puesto con Sansón a las patadas”. Habría también que agradecerle a Antonio Alatorre que se haya dignado enmendarle la plana al intocable poeta Octavio Paz señalándole errores de su Sor Juana Inés de la Cruz y las trampas de la fe, y también polemizar con él cuando publicó en Vuelta dudosos inéditos de la monja jerónima. Sergio Téllez-Pon (quien me ha pedido escribir este recuerdo) ha publicado en la revista Replicante de diciembre de 2010, que dirige en Guadalajara Rogelio Villarreal, un artículo sobre las Obras completas de Sor Juana: Lírica personal, que preparó nuestro maestro Antonio Alatorre cuando el Fondo “ha tenido a bien encomendarme a mí la elaboración de esa edición conmemorativa” (sesenta años después de la edición de Alfonso Méndez Plancarte), “aunque tuve que acatar la obligación que se me impuso de respetar…” la edición de Méndez Plancarte que “seguirá teniendo su utilidad” según aclaración no pedida al FCE y que hace creer que son palabras del “radical” Alatorre, que se proponía hacer cambios “que debieron espantar a los editores, que sólo imprimieron mil ejemplares”. Finalmente, Téllez-Pon cita a Antonio que dice que su edición “habría sido más distinta de lo que es”. Así y todo, Alatorre “no teme anotar los pasos del amor de la monja por la marquesa, sin ningún tapujo” y quiere “acercarla al mundo quitándole los espesos velos hagiográficos con que la envuelven muchos sorjuanistas (empezando por Paz)”. Amén. Ite, misa est. Espero encontrarme con Antonio “en algún lugar” ―como me dijo su hermano Enrique― y seguir la charla interminable per saecula saeculorum.

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