martes, 2 de noviembre de 2010

T O T E M (c u a r t a p a r t e)

Ahora, en su velorio, poco a poco se desgranaba, como una mazorca grande de lechosos dientes, grano a grano, la presencia de esos y los demás hijos que hacían suya la concepción tribal del hombre recostado boca arriba, con un sonroso en la piel que desdecía de su edad y de su muerte.

José Carmen había muerto, según dijeron los médicos que llegaron sólo a dar constancia del hecho, a consecuencia de un enfisema pulmonar y una complicación cardíaca. No obstante, en los corrillos de las mujeres del pueblo, se decía con insistencia que falleció a causa del excesivo uso del sexo. La voracidad lujúrica del personaje había llegado a extremos míticos. Comentaban que, aún viudo -o mejor dicho, por eso mismo- se daba sus mañas el centenario sujeto para arropar, todas las noches, entre sus brazos, a algunas jovencitas que le hacían llegar sus fieles sirvientas de toda la vida, Imelda a la cabeza, para que no pasara fríos y seniles insomnios.

El mismo José Carmen ayudó a inflar el mito cuando, dicharachero, hacía constantes referencias copulares para hablar de cualquier tema. Además, difícil era, encontrar a alguien en la región que no lo hubiera visto dando una palmadita o una franca nalgada a las adolescentes del poblado. Nunca, pese a ello, tuvo reclamos por parte de novios, hermanos o padres de las protagonistas. Sabían muy bien que el hijo de José Trinidad había heredado la costumbre paterna de traer la pistola consigo las veinticuatro horas del día. Por las noches, uno y otro lo hicieron toda la vida: colocaban el arma bajo la almohada.

-Las armas son pendejas en manos de peligrosos, decía José Trinidad.

Y José Carmen repetía en voz alta, para que lo escucharán todos, sin excepción:

-Nunca hay que desenfundar la pistola si no se tiene la certeza de usarla, y de hacerlo, no se debe fallar, ¡no!, es más caro pagarle a la justicia un herido que un muerto.

Paradójicamente, nunca se supo que hubiera sido precisado a lanzar un balazo en contra de alguien. Las balas que padre e hijo quemaron, que fueron muchas, se gastaron en el tiro al blanco, en la huerta de Clotilde, prima de José Trinidad. Ese escenario fue lugar de pendencias deportivas por más de un siglo. Para Clotilde resultaba un agasajo recibir a los parientes que afinaban puntería. Para tales efectos mandaba matar un borrego, o un puerquito, o cuando menos, una media docena de guajolotes. Su vastedad en la comida y su prodigalidad para ofrecer buenas bebidas eran pendón que paseaba con orgullo al interior de las consejas familiares.

Clotilde tenía un niño. Era madre soltera. Pero había llevado con una dignidad impresionante lo que, a ojos del vecindario, era pecado. Llegó un momento, dedicada toda su vida a Manuel -el bastardo, hijo de un aventurero español que llegó a San José del Rincón a poner un tendajón, la enamoró, le hizo el hijo a Clotilde y se fue huyendo de la responsabilidad, a quién sabe dónde-, que propositivamente no hablaba a los demás de otra cosa que no fuera su orgullo -como decía ella- de ser padre y madre al mismo tiempo, sin fallar en ambos papeles. La prueba inefable -subrayaba- es la inteligencia y salud física y mental de Manuel que, por otra parte, años después se haría torero, en contra de la voluntad de la madre que conoció, sin jamás haberlo comentado a Manuel, que Nicandro, el tendero gachupas, fue torero en Andalucía por más de una década.

-Es la sangre que llama con tanta fuerza, capaz de vencer distancias y épocas, como para traspasar voluntades y marcar destinos -decía Rita, la comadrona del pueblo, al platicar del asunto con Clotilde.

Rita, partera que trajo al mundo a cuando menos dos generaciones de rinconenses, también era madre soltera. Ese elemento en común las había hecho muy amigas. Además, como si fuera poco, eran vecinas. Rita tenía gemelas. Rosa y Ana, enanas, hijas de un trapecista que tuvo suficiente con dos semanas de estadía del circo en el poblado para enamorarla, preñarla y seguir su indefinido periplo infinito. Por eso con Clotilde hubo una suerte de asociación para crear un halo defensivo en torno de ambas y cada una. La mutua comprensión de sus destinos de mujeres abandonadas, y del indefectible llamado de la sangre a que se refería La Cigueña -como le decían los jóvenes de la comunidad-, se hizo indisoble lazo cuando, al inicio de la década de los sesenta, las mellizas huyeron con el circo que pasaba por San José. Ellas, al igual que Manuel, no habían sido informadas de la actividad de su padre, ni de su nombre siquiera. Pero estaba escrito que culminaran su vocación ancestral trabajando en una carpa, así no fuera en el mismo circo del padre que, por otra parte, nunca supo ni siquiera que Rita hubiera incubado en su vientre fruto alguno del único encuentro carnal, en el coro del templo, mientras se sucedía la misa dominical de las doce del día que solía congregar a prácticamente todo el pueblo.

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