Es una escena incómoda de la televisión de finales de los setenta. El entrevistador le dice: “cuando usted estaba empezando como escritor era un hombre negro, pobre y homosexual, y debió pensar ‘Dios mío, ¿con cuántas desventajas más puedo cargar?’”. Y el narrador neoyorquino James Baldwin, que compuso novelas y ensayos con el oído de predicador que afinó en las capillas de Harlem, y que vivió toda una vida en el exilio, pero nunca tuvo miedo a gritarle a Estados Unidos que “odiar es odiarse a sí mismo”, responde con los ojos muy abiertos: “no, yo pensé ‘Dios mío, me saqué el premio mayor’”. Y, sobre las risas del público, agrega: “era tan absurdo que lo único que me quedaba era pensar de qué manera usarlo”.
Baldwin nació el sábado 2 de agosto de 1924 en Harlem, Nueva York, en aquellas calles plagadas de sombreros y de escaleras de emergencia. Se vio obligado a cuidar a sus ocho hermanos menores desde muy niño. Sobrevivió a un padrastro inflexible que, apenas lo vio cumplir catorce años, lo forzó a seguir la carrera de predicador en la severa Iglesia pentecostal. Gracias a que leyó “todos los libros que había en la biblioteca de mi barrio”, y descubrió “que lo que pasaba en la ficción era lo mismo que pasaba a mi alrededor”, pudo sobrellevar el hambre y el miedo, y el ruido de los trenes que pasaban junto a la casa desvencijada de Park Avenue. Supo muy pronto, en sus brillantes años de colegio, que era negro, pobre y gay. Y en 1942, apenas cumplió los diecisiete, dejó la prédica pentecostal para dedicarse a escribir: escribir lo aliviaba.
Se fue lejos de su barrio: a Greenwich Village. Se fue lejos de su padre: a cualquier sitio donde Dios no pudiera condenarlo. Llevó a cabo todos los trabajos imaginables con el objeto de comprar el tiempo necesario para escribir los relatos, los ensayos y las reseñas que años después aparecerían en la compilación Notas del hijo de un nativo (1955). Y, cuando se dio cuenta de que las iracundas iglesias negras tarde o temprano caían en el lugar común de hablar de “los demonios blancos”, de que, mejor dicho, el “hombre rotulaba al hombre para fingir que odiar a otro no es odiarse a uno mismo”, tomó la decisión de “ser nada”: dejó la vida en las iglesias pentecostales convencido, de ahí a la muerte, de que lo mejor de la prédica eran las palabras: su significado, su sonido.
Y entonces, ya que en su país, en 1948, no iba a ser nunca una persona sino siempre un negro homosexual, “y ya no podía ser doblado, solo partido”, se fue a vivir a Francia. Y fue en su doloroso exilio de toda una vida, en la ribera izquierda de París, donde hizo las paces con lo que veía en el espejo: “todo lo que te pasa te pasa en este marco, en esta casa, en este sobre mortal”, dijo señalándose a sí mismo en Londres, en 1962, en una de sus conferencias, “todo lo que tienes que hacer, y si lo haces antes, mejor, es aceptarte a ti mismo”. Su vida lejos de los prejuicios de Estados Unidos le sirvió para darse cuenta de “la gran paradoja”: “entre más particular seas, más serás un ser humano”. “Cuando yo era joven, no encontraba escritores negros que me sirvieran de modelo: Jim, el negro de Huckleberry Finn, no podía ser mi modelo”, pero ahora, en París, todo comenzaba a tomar forma.
Lejos de las miserias de Harlem, de las miradas de reojo, Baldwin fue capaz por fin de captar el ritmo del lenguaje de las personas que lo habían rodeado: fue capaz “de oír la música de mis propias palabras”, de ser un hombre homosexual, de ser ni menos ni más que un escritor negro. Se sentó a escribir un clásico norteamericano, la novela autobiográfica de iniciación Ve y dilo en la montaña (1953), en clave de canción, en clave de sermón gospel (“Men spoke of how the heart broke up, but never spoke of how the soul hung speechless in the pause, the void, the terror betwen the living and the dead”: “los hombres hablaban sobre cómo se rompe el corazón, pero nunca hablaban sobre cómo el alma pende muda en la pausa, en el vacío, en el terror entre los vivos y los muertos”) con la convicción de que “lo que todo escritor debe saber es que se encuentra adentro de un idioma al que tiene que trasformar, que encarar, que remontar hasta llegar a su esencia”. Desde esa primera novela, quizás por el respeto que inspiró siempre a sus colegas, fue considerado un autor de fondo.
La fascinante Ve y dilo en la montaña fue su presentación en el mundo: su trama de novela de iniciación subvertida no acaba, como suele suceder, con el momento en el que su protagonista reconoce que es parte del mundo, sino en la caída en la que se rinde ante Dios. Sus personajes, el joven predicador John, su hermano Roy, su madre Elizabeth, su padre Gabriel, la pecadora Florence, son prójimos de las personas que tenemos alrededor. Su lenguaje, el lenguaje de las plegarias, envuelve al lector desde el principio hasta el final. Su música de sermón, “si llamas al Señor, dijo él, Él te responderá, te pondrá de pie y te entregará el deseo de tu corazón: las promesas de Dios nunca fallan”, obliga a terminar la lectura como cuando se espera el silencio. Y sucede así en cada uno de sus textos.
De 1961 a 1985, publicó una decena de libros de ensayos que, en aquellos Estados Unidos que trataban de digerir los mensajes de Martin Luther King, Malcolm X y Angela Davis, lograron encender plenamente la lucha por los derechos civiles. Trabajó en dos aclamadas obras de teatro que hoy siguen poniéndose en escena: La esquina del amén (1954) y El blues para el señor Charlie (1964). Y presentó cinco novelas más que describían sin eufemismos todos los rasgos de su mundo: La habitación de Giovanni (1956), Otro país (1962), Dime cuánto hace que el tren se fue (1968), Blues de la calle Beale (1974) y Sobre mi cabeza (1979). “El método de sus novelas es siempre el mismo”, escribe David Leeming, su secretario personal, en el libro más completo sobre su obra: “Baldwin usa eventos rastreables de su propia biografía como punto de partida para explorar una ficción que en verdad es una alegoría de su filosofía de la vida”.
You Tube está cargado de pequeños videos en donde el tímido Baldwin enseña sus experiencias de maestro. Murió el martes 1 de diciembre de 1987 en Saint-Paul de Vence, en Francia, en una clínica para el tratamiento del cáncer. Fue enterrado en un cementerio a unas millas de Nueva York. Pero está vivo, con sus ojos saltones, su voz pausada y su tos nerviosa de estar a punto de poner el dedo en la llaga, en cientos de páginas de internet. Resulta increíble pasar días enteros frente a sus palabras. Todo un viaje en el tiempo. Son los años sesenta. Baldwin vive en París, en paz, acompañado por uno de sus hermanos menores. Y de tanto en tanto viaja a Estados Unidos, su país, donde es entrevistado como un valiente escritor en el exilio. Y, frente a las cámaras en blanco y negro, lanza atrevidas sentencias como “soy un sobreviviente de la última rebelión de los esclavos”; “si uno pelea por sus derechos, es porque no es, aún, un ciudadano”; “no soy pobre ni negro ni gay ni norteamericano: esas son distracciones que no dejan a los demás verme como un ser humano”.
Es 1962. Ya es, según los críticos, “el mejor escritor negro”. Va de tour por el sur de los Estados Unidos, de Durham a Nueva Orleans, explicándoles a los atentos estudiantes de la época su posición sobre los conflictos raciales. No invita ni al pacifismo del Doctor King ni a la venganza del profeta Malcolm X. No se siente víctima ni victimario. “Fui comprado y vendido como una mula”, dice escogiendo palabra por palabra, “pero no fui nunca una mula”. “No estoy hablando de razas ni de colores”, responde a una pregunta angustiada, “estoy hablando de cómo el lenguaje puede modificar a un hombre: soy un ‘negro’ porque así me nombraron hace cuatrocientos años”. “He estado llegando a la conclusión de que sirvo mucho más muerto que vivo”, piensa en voz alta, “los exilios ajenos sirven profundamente a quienes se los toman como una alegoría”. “¿Quién soy?: un hombre que trabaja del lado de Dios”, reconoce encogiéndose de hombros, “no soy humilde ante los demás hombres pero soy humilde ante Él”.
Su activismo político y sus ensayos sobre el racismo como trampa de la humanidad le sirvieron para no convertir su narrativa en la puesta en escena de sus temas: en la puesta en escena de una agenda política. “Son los políticos, no los escritores, los que se mueven por temas”, dice hoy, en You Tube, como si hoy por fin tuvieran sentido sus palabras. Quien lee sus relatos, lee, sobretodo, personajes: David, el ambiguo rubio a punto de casarse, que se enamora perdidamente de aquel italiano llamado Giovanni; Ruffus Scott, el músico, que se va perdiendo en los callejones de su propia cabeza; Leo Proudhammer, el actor promiscuo bajo los ojos de Dios, que sufre un ataque cardíaco en el escenario.
Quien lee sus relatos, lee, sí, una alegoría, pero detrás de todos se encuentra la moraleja de las grandes obras de arte: que tarde o temprano tendremos que reconocer que lo único que tenemos en nuestras manos es no odiarnos.