domingo, 31 de octubre de 2010
sábado, 30 de octubre de 2010
T O T E M (tercera parte)
Precisamente se trataba de que Catalina dejará de fichar. Y no se crea que el cura Adelfo Zamarripa y la cuarteta masónica compuesta por Matías Mondragón, Jeremías González, Caín Contreras y Abel Salgado, luego de su pacto acudieron a la policía o cosa que se le pareciera. De ninguna manera. Un buen día: -Eso sí, sólo puedo entre semana, para dejar a cargo del changarro al vicario-, había advertido Zamarripa; ese buen día era jueves, en un vehículo que les consiguera Ponchito Sierra y que condujo Caín, se dirigieron a Zitácuaro en pos de una misión que se miraba contra la corriente.
Catalina es hoy la madre superiora de la órden de las monjas de Lourdes. Muchos en el pueblo no tocan el tema de sus orígenes; es tabú. Otros, los más jóvenes, desconocen la historia. Aunque, como en todas partes, no falta la maledicencia que recuerda de dónde fue sacada por esa coalisión de jacobinos y el líder religioso de San José.
Ponchito, desde aquél remoto entonces, es fiel del Bar Tolo. Predica además un respeto a la pluralidad política, religiosa e ideológica que ralla en doctrinal. Y locuaz y dicharachero en su charla, se ha encargado de tejer en torno al sitio de reunión un halo de salud y dicha, de ecumenismo, que no descubren quienes, atraídos por las promociones de Sierra, llegan a tomarse ahí, muy al estilo de la región, cuando es verano y el estío arrecia, una cerveza helada, diciendo:
-Me da una tres taches, bien helodia.
++++++
*********
Cuando José Carmen casó por primeras nupcias, con Áurea, que frizaba apenas por los 14 años de edad, él ya tenía 27. Poco tiempo tenía de haber regresado de la capital, a donde había estudiado el señorito, como le decían las sirvientas y los peones y caballerangos que trabajaban en la hacienda de Don José Trinidad, su padre. Él fue el único hijo y por ello, mientras paseó su adolescencia en el rancho, y su primera juventud en la ciudad de México, recreaba en su mente la posibilidad de tener una familia numerosa. María Concepción Espinoza de los Monteros y Fernández, conocida por todos como Mariquita, su madre, murió en un ataque de influenza que asoló los estados de México y Michoacán a la mitad del siglo XIX.
José Carmen estudió en la Escuela de Derecho de la insigne Universidad Nacional. Pero sólo fue de manera oficial, porque a la escuela iba muy poco, cada vez menos, conforme fue perdiendo el afecto a la jurisprudencia mientras se metía cada vez más en los ambientes bohemios de la capital del país. Conoció en esos círculos lo mismo a vates de un impresionante talante que hablaban de las corrientes y autores europeos en boga, en medio de libaciones báquicas de rompe y rasga -como se decía en aquellos años- que a connotados liberales y famosos conservadores que rumiaban sus disquisiciones políticas al interior de esos ámbitos en donde, desde luego, no faltaban nunca las mujeres de grande atractivo. Lo mismo algunas de fama resguardada y cubierta de dones familiares que hablaban de alcurnia económica y raigambre sangíneo, que aquellas de la vida galante, en veces hasta mejor provistas físicamente que las primeras, que no dudaban ni un ápice en burlarse de los pendones de aquellas y entregarse sin reparos a violentas pasiones con casi todos los asiduos a las tertulias que se desataban sin menosprecio del día que se tratara, pero con mayor vehemencia y asiduidad, como era natural, los fines de semana.
José Carmen volvió a San José del Rincón en 1865. Un año después ya era el marido de Áurea, y vivían en una prolongación de los terrenos paternos, que le cediera Don José Trinidad, ubicados muy cerca de San José, en las inmediaciones de La Rosa; terrenos altos, boscosos, de oyamel, conocidos como Las Palomas, porque ahí, precisamente en esas frondas montañosas, las mariposas Monarca, hacían año con año, su refugio temporal, huyendo del helado invierno canadiense; de manera que esas tupidas cúspides de los cerros preñados perennemente de oyameles, era el habitat de esos bellos insectos que encontraban en ellos su alimento y casa resguardo.
La gente llamaba las palomas, a esas mariposas, por creer que ellas en realidad eran una especie de la naturaleza, con dotes sobrenaturales, puesto que, creían, las mariposas, ó palomas, eran realmente las almas de los fieles difuntos que volvían del más allá, para reunirse con sus seres queridos, de ahí que no fuera casualidad, pregonaban que esa creencia desde tiempos prehispánicos simplemente se confirmara, a la conquista e invasión de los españoles, que ya impuesta su religión, hicieron notar que las Monarca llegaban a suelo mexicano, precisamente en épocas de los Fieles Difuntos, a inicios de noviembre, año con año, para irse al llegar la primavera ya desatada la mutad del mes de marzo.
En Las Palomas precisamente, Áurea y José Carmen procrearon a sus hijos: José Concepción -que iba a ser llamadodesde adolescente, por bien ganados atributos de su carácter, Chon el Diablo-, a Elodia, a Leonor, a Camerina, a Ángela, a José Trinidad del Sagrado Corazón de Jesús -que acaso por su nombre, como marca de establo, terminó como monje carmelita descalzo, aunque luego se le descubrieran, por los lindes del Valle de Bravo, sus secretos amoríos con una bella criolla, y el fruto de ese lujurioso desvarío, tres hijos; el descubrimiento acarreó la tajante órden de los superiores monacales, y del episcopado, para enviarle ipso facto a Puntarenas, en Costa Rica-, a Cándida y a José Francisco. Ocho hijos que fueron el inicio de una dinastía que había sido pensada, desde las soledades adolescentes, por José Carmen.
(continuará)
Catalina es hoy la madre superiora de la órden de las monjas de Lourdes. Muchos en el pueblo no tocan el tema de sus orígenes; es tabú. Otros, los más jóvenes, desconocen la historia. Aunque, como en todas partes, no falta la maledicencia que recuerda de dónde fue sacada por esa coalisión de jacobinos y el líder religioso de San José.
Ponchito, desde aquél remoto entonces, es fiel del Bar Tolo. Predica además un respeto a la pluralidad política, religiosa e ideológica que ralla en doctrinal. Y locuaz y dicharachero en su charla, se ha encargado de tejer en torno al sitio de reunión un halo de salud y dicha, de ecumenismo, que no descubren quienes, atraídos por las promociones de Sierra, llegan a tomarse ahí, muy al estilo de la región, cuando es verano y el estío arrecia, una cerveza helada, diciendo:
-Me da una tres taches, bien helodia.
++++++
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Cuando José Carmen casó por primeras nupcias, con Áurea, que frizaba apenas por los 14 años de edad, él ya tenía 27. Poco tiempo tenía de haber regresado de la capital, a donde había estudiado el señorito, como le decían las sirvientas y los peones y caballerangos que trabajaban en la hacienda de Don José Trinidad, su padre. Él fue el único hijo y por ello, mientras paseó su adolescencia en el rancho, y su primera juventud en la ciudad de México, recreaba en su mente la posibilidad de tener una familia numerosa. María Concepción Espinoza de los Monteros y Fernández, conocida por todos como Mariquita, su madre, murió en un ataque de influenza que asoló los estados de México y Michoacán a la mitad del siglo XIX.
José Carmen estudió en la Escuela de Derecho de la insigne Universidad Nacional. Pero sólo fue de manera oficial, porque a la escuela iba muy poco, cada vez menos, conforme fue perdiendo el afecto a la jurisprudencia mientras se metía cada vez más en los ambientes bohemios de la capital del país. Conoció en esos círculos lo mismo a vates de un impresionante talante que hablaban de las corrientes y autores europeos en boga, en medio de libaciones báquicas de rompe y rasga -como se decía en aquellos años- que a connotados liberales y famosos conservadores que rumiaban sus disquisiciones políticas al interior de esos ámbitos en donde, desde luego, no faltaban nunca las mujeres de grande atractivo. Lo mismo algunas de fama resguardada y cubierta de dones familiares que hablaban de alcurnia económica y raigambre sangíneo, que aquellas de la vida galante, en veces hasta mejor provistas físicamente que las primeras, que no dudaban ni un ápice en burlarse de los pendones de aquellas y entregarse sin reparos a violentas pasiones con casi todos los asiduos a las tertulias que se desataban sin menosprecio del día que se tratara, pero con mayor vehemencia y asiduidad, como era natural, los fines de semana.
José Carmen volvió a San José del Rincón en 1865. Un año después ya era el marido de Áurea, y vivían en una prolongación de los terrenos paternos, que le cediera Don José Trinidad, ubicados muy cerca de San José, en las inmediaciones de La Rosa; terrenos altos, boscosos, de oyamel, conocidos como Las Palomas, porque ahí, precisamente en esas frondas montañosas, las mariposas Monarca, hacían año con año, su refugio temporal, huyendo del helado invierno canadiense; de manera que esas tupidas cúspides de los cerros preñados perennemente de oyameles, era el habitat de esos bellos insectos que encontraban en ellos su alimento y casa resguardo.
La gente llamaba las palomas, a esas mariposas, por creer que ellas en realidad eran una especie de la naturaleza, con dotes sobrenaturales, puesto que, creían, las mariposas, ó palomas, eran realmente las almas de los fieles difuntos que volvían del más allá, para reunirse con sus seres queridos, de ahí que no fuera casualidad, pregonaban que esa creencia desde tiempos prehispánicos simplemente se confirmara, a la conquista e invasión de los españoles, que ya impuesta su religión, hicieron notar que las Monarca llegaban a suelo mexicano, precisamente en épocas de los Fieles Difuntos, a inicios de noviembre, año con año, para irse al llegar la primavera ya desatada la mutad del mes de marzo.
En Las Palomas precisamente, Áurea y José Carmen procrearon a sus hijos: José Concepción -que iba a ser llamadodesde adolescente, por bien ganados atributos de su carácter, Chon el Diablo-, a Elodia, a Leonor, a Camerina, a Ángela, a José Trinidad del Sagrado Corazón de Jesús -que acaso por su nombre, como marca de establo, terminó como monje carmelita descalzo, aunque luego se le descubrieran, por los lindes del Valle de Bravo, sus secretos amoríos con una bella criolla, y el fruto de ese lujurioso desvarío, tres hijos; el descubrimiento acarreó la tajante órden de los superiores monacales, y del episcopado, para enviarle ipso facto a Puntarenas, en Costa Rica-, a Cándida y a José Francisco. Ocho hijos que fueron el inicio de una dinastía que había sido pensada, desde las soledades adolescentes, por José Carmen.
(continuará)
viernes, 29 de octubre de 2010
jueves, 28 de octubre de 2010
POESÍA DE BENJAMÍN ARAUJO...(u ocho en uno...)
SALTIMBANQUI
Va por las piedras trasmontando
ocupa su soledad de vidrio
en despreocupados giros.
Vacila si observa la mirada
acuciosa de los niños
pero deja que sus brincos,
sus saltos, sus retozos,
terminen en cosquilla
irreprimible
para los chamacos.
Sabe poco de placeres
pero gira,
de desventuras
casi nada,
pero rueda;
transmite la claridad
perfecta de un lucero terreno
que vino a aterrizar
en el planeta
para rodar,
irremediable
gustosa
alegre
viciosa
obsesiva
mente.
La luna alguna vez
jugó con ella
y en otra ocasión
fue el alter ego
del sol:
un día de depresión
del astro rey
en que mirándola dormir
lo enamoró.
Rondines y rondines
cuesta abajo,
brincos,
saltos,
figuras
en terrenos
muy planos,
completan
este gasto gustoso
y ese gusto gastado
de ser canica,
nada más
y ya.
MORBIDEZ
Honda la cara de verte;
verde el mirar de advertirte;
amplias las manos
por en el gozo tenerte;
hasta buscarnos ufanos
en ese día de la muerte.
A veces creo presentirte,
otras no puedo mirarte;
busco y no estoy:
este desastre es muy fuerte
por amanecer, ya, hoy,
con la certeza de muerte.
Bronca vida, amor celeste;
nacer con estrella en frente;
todo siempre es claroscuro
porque la vida es la muerte
aunque todo sea impuro
y todo ser disolvente.
Campiñas miro yo al verte;
camposantos al perderte;
llanos y lomas si duermo,
ajeno a que he de perderte
en este existir enfermo
que amar y eternecerse.
Doblado frente a la muerte
declaro amar el perderte,
pues llego al haz relativo:
la luz por siempre sonriente,
sustantivo es adjetivo
y un pronombre suficiente.
LA NOCHE
Sobre la yema de los dedos
se sostiene la noche
aérea y enorme.
Carlos Pellicer
Pesada la tarea, cotidiana y doméstica,
llega a posarse en los hombros, la noche
simple y negra, ruda pero relajada;
no admite réplicas, es plena y nunca vana.
Tiene grises los ojos, las manos flacas,
la sonrisa tranquila, muy cansada la pose
y hay fuerza en su mirada, sutil y clara.
La noche espera todo, pero anida en nada;
clama por los finales, pide recuentos.
Asoma a hacer, cual flores, esperanzas,
promete amaneceres, carga placeres,
oculta impaciencias y nunca desespera.
Espacio palpitante, de una sed insaciable,
goza con el declive de los días y sus seres,
nunca se adelanta, puntual, fina, sencilla:
abre sus puertas para que todo quepa;
oculta crímenes, acosa a incansables;
no le teme a las predicciones y adelanta
finales indecisos o plenitudes invisibles.
Es la noche un trozo de silencios embozados,
un espacio para el ladrar de perros escondidos,
una casa en ruinas y un collar de horas, para
contar en sueños y abrazar en pesadillas.
PROSAPIA
En el momento justo de la hoguera,
tus voces me reclaman más acento.
Pienso que desbarranco, y no miento,
cuando miro trazar a ti la hoguera.
Quiero tener la prisa en la frontera
del firmamento fiel que es tu tormento.
Para anunciar que soy a quien tú quieres
y que no lo predicas falaz, como una fiera.
EMIRET
Dame la luz del alba,
para decir tu nombre
de golpe,
lentamente;
y dame la claridad
que tienen tus ojos
y la lluvia,
para ser oportuno,
claro,
fresco,
cuando te hable.
Quiero tener a puño,
en la garganta,
la sensación del alba
cuando se abre,
la de tus ojos claros
si me miran,
y la del río tranquilo de montaña
para buscar a Venus
en tu monte,
y desmontar la vida,
armarla y desarmarla,
para amarla,
en tu sexo de lluvia.
...y más sombrío que ahora
o que mañana,
correr
a refugiarme entre tus senos,
a llorar como un niño asustado,
por perder,
por perderme,
la soledad amiga,
cuando te amo.
ESCUCHAR
En la voz de los pájaros hay cosas
que tú y yo
que nosotros
jamás entenderemos
Hay rumores al viento
que sólo el viento
deja flotar en veces
para que las grandes verdades
se descubran solas…
INSENSATEZ
Autor:
Benjamín Araujo Mondragón
________________________________________
Hubo una noche, por más que no se crea,
en que mi corazón no me creía.
Imaginen ustedes, dantesco cuadro, yo,
mi persona, mi-mismo, insensato,
con profunda pérdida de credibilidad.
Sufrí esa noche, y a la mañana siguiente;
era una pesadilla atroz. Y ya en la vigilia,
no sólo era un mal sueño, sino un presagio.
Costó mucho trabajo, pero corregí el mal.
No fue sencillo, así ustedes lo imaginen;
sólo fue asunto de usar argucias
de todos los días: me engañé...y ya estuvo.
________________________________________
SEÑORA ENLUNADA
En puertas canceladas
que conducen
a terrenos de luz
algodones de sombras
En ventanas abiertas
poseídas
por el don finito
terciopelos de nada
Por paredes y techos
escurriendo
más lenta que la fiebre
la señora de las lunas
apareceres de ausencia
dando tumbos
trastabilleo y malabar
inscribe señales
y cae al piso
Se arrastra por momentos
grita sospechas de presente
y descarga serpientes de pasado
para anunciar atardeceres
¿Se arrastra la dueña de la noche
o nosotros volcamos
nuestro vaso de ausencia
a tanto inventarnos eternos?
El augur se hace dueño
y posterga
puertas ventanas techos y paredes
para darnos
el suelo
e inscribir en las frentes
nuestro sino
Generaciones
se reúnen en asamblea de sangre
Se mezclan quienes fueron
con los que son
y escuchan a los negados
que no han podido estar
ni ser
a golpe de imposibles
El corazón se agota
y sueña que es palabra
su onirismo se inventa
en papel para cartas
La señora se enluna
cohabita
con paisajes y espejos
tejidos en hilo
de soñar
y convierte
allá
en sus terrenos
a la asamblea
en cosecha
y a las cartas
en epitafios mudos
Todos
solos
a fuerza
de estar juntos
crecemos
a la muerte
Salta el sapo cantor
y dicta:
No se puede creer
la muerte de los que
aman
tampoco es verdadera
la vida
de los que
no lo hacen
La cúpula del mundo
se vuelca
y grita oscuros
se renace instrumento musical
se entrega al gran sapo
La señora se oculta
lanza una gran sonrisa
que vuelve
montañas y horizonte
Todos
asamblea de nómadas
bebemos
y amamos
Para ir a la montaña
que se vuelve sonrisa
enlunación señora
huella en la sangre
marca del sueño
cosmos en otro cosmos
y gotas de mirada sin párpado
miércoles, 27 de octubre de 2010
P A C Ï F I C A
En la penumbra del amanecer
te imploro;
te añoro con la complacencia de mis ansias,
con el dolor de no tenerte aquí;
y quiero doblegarme a mis impulsos
y te recuerdo plena,
con luz entorno tuyo
rodeada de pájaros y mariposas.
Creo en lo que veo,
considero lo que me da muestras
de existencia
y tiemblo.
Quiero tener a puño
en la garganta
la sensación de paz
si logro amarte;
estacionado estoy
en tus garras
y no deseo volar
ni predicar maldades
sólo tenerte a puños
en mis ojos.
Mujer,
mujer divina,
ven a mí:
dame paz,
desventurada;
dame la paz que no logras
para ti.
Bendíceme con tus ojos.
Ámame con tus manos dulces,
entretenme con tu cuerpo:
quiero amarte por siempre,
enamorada del amor;
loca de celos por la paz
de este mundo
y de los sepulcros
venideros.
Benjamín A. Araujo M.
(derechos reservados)
martes, 26 de octubre de 2010
lunes, 25 de octubre de 2010
T O T E M (segunda parte)
-Somos líderes del mismo pueblo, Don Bartolo, -decía sonriente el chapeteado cura cuando llegaba a la cantina del pueblo.
-Eso sí, -decían las mojigatas del pueblo-, nunca va con sotana; para ir allá se viste de civil.
A lo que replicaban los liberales, encabezados por Matías: No irá con sotana, pero un día nos va a llegar con una fulana, y entonces sí no van a saber si ir al infierno a rezar, ¡viejas mochas!
Pero tanto Matías como Jeremías, Abel ó Caín, los únicos liberales de cepa de San José del Rincón, tanto que conformaban la logia masónica del pueblo, llegaban a jugar con Don Adelfo sin conflicto de por medio. Acaso, de cuando en vez, se soltaban una que otra pulla ideológica o histórica, pero los involucrados la tomaban con tan olímpico espíritu que se decía entre los integrantes de las numerosas agrupaciones religiosas de la comunidad que la cantina era como la Torre de Babel.
Incluso hubo una ocasión, entre ahorcamiento de la mula de seises al padre Zamarripa de parte de Matías y Caín y advocaciones bíblicas del afectado que hacía pareja con Ponchito -un comerciante en textiles, cuasienano y charlista irredento- en que la masonería y la iglesia, que era lo mismo que decir casi todos los ahí reunidos, armaron un comité para rescatar de un prostíbulo de Zitácuaro a Catalina, la hija de Ponchito. El comerciante se había abierto de capa y había contado cómo, en ocasión de la feria del poblado, en julio pasado, los empresarios del palenque, un matrimonio de regordetes, se habían llevado consigo a Catalina, aparentemente para hacerla parte del equipo de trabajo que recorría extensa zona del país con gallos y cantantes, de fiesta en fiesta. Pero no había sido de tal modo. Era un engañifa de los Gómez, que así se apellidaban quienes en realidad resultarían a la postre brillantes, viles, tratantes de blancas. Unas vulgares fichas.
-Eso sí, -decían las mojigatas del pueblo-, nunca va con sotana; para ir allá se viste de civil.
A lo que replicaban los liberales, encabezados por Matías: No irá con sotana, pero un día nos va a llegar con una fulana, y entonces sí no van a saber si ir al infierno a rezar, ¡viejas mochas!
Pero tanto Matías como Jeremías, Abel ó Caín, los únicos liberales de cepa de San José del Rincón, tanto que conformaban la logia masónica del pueblo, llegaban a jugar con Don Adelfo sin conflicto de por medio. Acaso, de cuando en vez, se soltaban una que otra pulla ideológica o histórica, pero los involucrados la tomaban con tan olímpico espíritu que se decía entre los integrantes de las numerosas agrupaciones religiosas de la comunidad que la cantina era como la Torre de Babel.
Incluso hubo una ocasión, entre ahorcamiento de la mula de seises al padre Zamarripa de parte de Matías y Caín y advocaciones bíblicas del afectado que hacía pareja con Ponchito -un comerciante en textiles, cuasienano y charlista irredento- en que la masonería y la iglesia, que era lo mismo que decir casi todos los ahí reunidos, armaron un comité para rescatar de un prostíbulo de Zitácuaro a Catalina, la hija de Ponchito. El comerciante se había abierto de capa y había contado cómo, en ocasión de la feria del poblado, en julio pasado, los empresarios del palenque, un matrimonio de regordetes, se habían llevado consigo a Catalina, aparentemente para hacerla parte del equipo de trabajo que recorría extensa zona del país con gallos y cantantes, de fiesta en fiesta. Pero no había sido de tal modo. Era un engañifa de los Gómez, que así se apellidaban quienes en realidad resultarían a la postre brillantes, viles, tratantes de blancas. Unas vulgares fichas.
domingo, 24 de octubre de 2010
T O T E M (primera parte)
Los veintiocho hijos de José Carmen sabían que con su muerte comenzaba un mito que iba a traspasarlos. Todos giraban en torno de la vieja casona, para un lado y para el otro como un manojo de enloquecidos péndulos de un reloj que era como un sabino que era como el lago de la presa Brookffmann que era como los álbumes fotográficos familiares cerrados siempre con candados afrancesados cada vez más difíciles de operar por la herrumbre del tiempo.
José Carmen vivió como pudo. Pero supo vivir sus 114 años a plenitud. La pasión fue su divisa, dominó todos sus actos. Pero era, si vale decirlo de tal modo, una pasión cerebral, intensa: como un caudal que se mantiene con gran fuerza pero siempre al borde sin derramarse de sus límites.
"Sólo con pasión se puede haber tenido cinco mujeres de tiempo completo y este fajo de hijos que tanto amo", decía en sus últimos años, arriscándose el tupido bigote rubio y haciendo retumbar el eco de su voz en aquella barriga que pujaba contra sus chalecos campiranos.
Desde las primeras horas de aquel uno de noviembre, a unos cuantos minutos del deceso de José Carmen, la movilización en el rancho La Rosa había ido en aumento hasta convertir una fecha tan significativa, previa al Día de Muertos, justo para preparar el velorio casero, en lo más parecido a una romería.
En la cocina de la casa familiar se juntaban las mujeres. Había por ahí uno que otro chamaco. Ellas se trompicaban ordenando que mataran otras gallinas. "Con esas no será suficiente", -imprecaba Cristina. Mientras Leonor, más reposada por los años, personalmente supervisaba que tostaran el café y que: ... "Sea precisamente del de Ixtapan; no lo vayan a revolver con el otro, porque sería una porquería...". Concluía diciéndole a la vieja Imelda que lloraba por la muerte del señor, de Don Carmen, acaso con más fruición y sentimiento que los hijos.
Los varones no estaban en la casa. Aunque ya ninguno, desde hace varios años, vivía con José Carmen, todos se habían congregado desde el mediodía en La Rosa, provenientes de tres lugares, principalmente: El Oro, Toluca y la capital del país, excepto Serafín, que siendo el último que dejara la casa paterna, tenía una herrería de altos vuelos en Ixtlahuaca. Ahora ninguno estaba porque se habían repartido comisiones: unos, a avisar a caballo, a los parientes más cercanos de las poblaciones aledañas que no contaban con teléfono; otros, a comprar unos bidoques de aguardiente para el velorio; los demás, a ultimar detalles en el papeleo de la iglesia y del panteón; para que todo quedara listo al día siguiente.
Los parientes, en tanto, seguían llegando. Años después, a la muerte de José Concepción, el mayor de todos los hijos, la escena se iba a repetir, decantada por los años que irían convirtiendo en fantasmal el brillo familiar que, sin saberlo, enterrarían casi del todo ese dos de noviembre, en el Panteón de la Vírgen del Carmen, con el vetusto jefe familiar.
La familia Marín era como únicamente dos o tres familias de la región. De cepa aristocrática, hacendados de descendencia, con buenos niveles generales de cultura y buen gusto; distinta en cambio por sus acendradas actitudes tribales que les reconocían todos los pueblos de la zona y les llevaba a manejarse, cuando era necesario, como una maquinaria en pos de un objetivo prefijado, obsesivamente.
José Carmen, nacido en San José del Rincón en 1838, había culminado sus días, a tan elevada edad, viudo por quinta vez. Pese a que antes de sus tres últimos matrimonios, tal vez avergonzado porque solía casarse con mujeres muy jóvenes, demasiado jóvenes para la convención, explicaba a todo mundo que "reincido, únicamente para poder guardar mi vejez con decoro, sin soledades irremediables, que más llamen a la lástima y al tedio, que a la vida; la vejez, aunque rescoldo, aún es fuego, es vida y merece respeto y compañía...".
Cinco habían sido sus esposas. Tres de ellas hermanas, las Garduño: Áurea, Ensoñación y Refugio. De modo que 19 de sus hijos, fruto de esas uniones, llevaban los mismos apellidos y eran, en realidad, de una consanguineidad -como medios hermanos y primos hermanos- que alimentaba con atingencia la tribal fama del clan, decorada por el tremendo parecido que se daba entre todos ellos, incluídos los restantes 9 hijos, que José Carmen procreara con Isabel Corona y con Santa Gómez, en una fecunda tercera edad que dejaba materia de sobra para los decires en el fogón en la tertulia de las viejas, o para la incidencia ponzoñosa de sus congéneres en el Bar Tolo, la cantina del pueblo, que era, en el colmo de la chatura imaginativa de don Bartolo Íñiguez. Lugar de enorme importancia en San José del Rincón, porque no había fortuna o desgracia que no fuera decantada por ese ambiente, el más democrático del lugar, puesto que a él acudían lo mismo ricos que pobres, analfabetos que hombres de letras, ateos o el mismo cura del pueblo, Adelfo Zamarripa, que no dejaba escapar por lo menos un mes sin echarse un tequila con sangrita y jugar con los parroquianos una mano de dominó.
CONTINUARÁ
José Carmen vivió como pudo. Pero supo vivir sus 114 años a plenitud. La pasión fue su divisa, dominó todos sus actos. Pero era, si vale decirlo de tal modo, una pasión cerebral, intensa: como un caudal que se mantiene con gran fuerza pero siempre al borde sin derramarse de sus límites.
"Sólo con pasión se puede haber tenido cinco mujeres de tiempo completo y este fajo de hijos que tanto amo", decía en sus últimos años, arriscándose el tupido bigote rubio y haciendo retumbar el eco de su voz en aquella barriga que pujaba contra sus chalecos campiranos.
Desde las primeras horas de aquel uno de noviembre, a unos cuantos minutos del deceso de José Carmen, la movilización en el rancho La Rosa había ido en aumento hasta convertir una fecha tan significativa, previa al Día de Muertos, justo para preparar el velorio casero, en lo más parecido a una romería.
En la cocina de la casa familiar se juntaban las mujeres. Había por ahí uno que otro chamaco. Ellas se trompicaban ordenando que mataran otras gallinas. "Con esas no será suficiente", -imprecaba Cristina. Mientras Leonor, más reposada por los años, personalmente supervisaba que tostaran el café y que: ... "Sea precisamente del de Ixtapan; no lo vayan a revolver con el otro, porque sería una porquería...". Concluía diciéndole a la vieja Imelda que lloraba por la muerte del señor, de Don Carmen, acaso con más fruición y sentimiento que los hijos.
Los varones no estaban en la casa. Aunque ya ninguno, desde hace varios años, vivía con José Carmen, todos se habían congregado desde el mediodía en La Rosa, provenientes de tres lugares, principalmente: El Oro, Toluca y la capital del país, excepto Serafín, que siendo el último que dejara la casa paterna, tenía una herrería de altos vuelos en Ixtlahuaca. Ahora ninguno estaba porque se habían repartido comisiones: unos, a avisar a caballo, a los parientes más cercanos de las poblaciones aledañas que no contaban con teléfono; otros, a comprar unos bidoques de aguardiente para el velorio; los demás, a ultimar detalles en el papeleo de la iglesia y del panteón; para que todo quedara listo al día siguiente.
Los parientes, en tanto, seguían llegando. Años después, a la muerte de José Concepción, el mayor de todos los hijos, la escena se iba a repetir, decantada por los años que irían convirtiendo en fantasmal el brillo familiar que, sin saberlo, enterrarían casi del todo ese dos de noviembre, en el Panteón de la Vírgen del Carmen, con el vetusto jefe familiar.
La familia Marín era como únicamente dos o tres familias de la región. De cepa aristocrática, hacendados de descendencia, con buenos niveles generales de cultura y buen gusto; distinta en cambio por sus acendradas actitudes tribales que les reconocían todos los pueblos de la zona y les llevaba a manejarse, cuando era necesario, como una maquinaria en pos de un objetivo prefijado, obsesivamente.
José Carmen, nacido en San José del Rincón en 1838, había culminado sus días, a tan elevada edad, viudo por quinta vez. Pese a que antes de sus tres últimos matrimonios, tal vez avergonzado porque solía casarse con mujeres muy jóvenes, demasiado jóvenes para la convención, explicaba a todo mundo que "reincido, únicamente para poder guardar mi vejez con decoro, sin soledades irremediables, que más llamen a la lástima y al tedio, que a la vida; la vejez, aunque rescoldo, aún es fuego, es vida y merece respeto y compañía...".
Cinco habían sido sus esposas. Tres de ellas hermanas, las Garduño: Áurea, Ensoñación y Refugio. De modo que 19 de sus hijos, fruto de esas uniones, llevaban los mismos apellidos y eran, en realidad, de una consanguineidad -como medios hermanos y primos hermanos- que alimentaba con atingencia la tribal fama del clan, decorada por el tremendo parecido que se daba entre todos ellos, incluídos los restantes 9 hijos, que José Carmen procreara con Isabel Corona y con Santa Gómez, en una fecunda tercera edad que dejaba materia de sobra para los decires en el fogón en la tertulia de las viejas, o para la incidencia ponzoñosa de sus congéneres en el Bar Tolo, la cantina del pueblo, que era, en el colmo de la chatura imaginativa de don Bartolo Íñiguez. Lugar de enorme importancia en San José del Rincón, porque no había fortuna o desgracia que no fuera decantada por ese ambiente, el más democrático del lugar, puesto que a él acudían lo mismo ricos que pobres, analfabetos que hombres de letras, ateos o el mismo cura del pueblo, Adelfo Zamarripa, que no dejaba escapar por lo menos un mes sin echarse un tequila con sangrita y jugar con los parroquianos una mano de dominó.
CONTINUARÁ
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