lunes, 30 de septiembre de 2013

ENTREVISTA CON LUIS EDUARDO AUTE, Jochy Herrera


Con Luis Eduardo Aute
Entre
cleptocracias
y cenicidios
Jochy Herrera
Asir la pintura, la música y la poesía durante toda una vida es lo más cercano a la consagración de un artista, y en el caso de Aute significa arribar a la casi desaparecida caracterización del ejercicio humano contemporáneo que los helénicos fundaron: el estatus de pensador. Hablamos aquí de Aute con Aute; el hombre que crea, interrogándose, y se pregunta, creando: ¿qué sentido tiene esa broma llamada existencia?
El niño que miraba el mar es su más reciente trabajo: doce canciones y un cortometraje (El niño y el basilisco) de trescientos dibujos que recrean veinte minutos de memorias en su Filipinas natal (y circunstancial) devastada por la guerra en 1945. Una foto tomada por su hija en La Habana, en 2010, provoca el flashback al niño sorprendido frente al mar de Manila, seis décadas atrás. Así, el Aute-hombre se reencuentra queriendo ver en ese niño lo que hoy miran sus ojos. Porque el niño es él, y no la invención de un personaje de sí mismo.
En Las pequeñas memorias, Saramago confesó “rememorar el niño que fue y que quiso ser”, a fin de entenderse a sí mismo; Kafka escribió la Carta al padre como instrumento literario o catarsis de una relación filial atormentada. Aute, por su parte, daría lo vivido por sentarse al costado de ese niño que fue él para verse en su futuro desde todo su pasado, mirando al mar. Iniciamos este diálogo cuestionándole sobre la niñez hoy día.
“Por un lado es cada vez más breve porque enseguida son abducidos por la tecnología, convirtiéndose en tempranos adictos a un mundo artificial (que no irreal) y por otro lado prolongan su ‘niñez’ de más porque la adultez les aterra. Esto referido a la bien alimentada; la otra niñez que subsiste en la marginalidad desconoce esa fase llamada niñez, son adultos apenas se ponen en pie. Es la ley de la jungla.”
Aute fue el niño sostenido por Gumersindo, ese padre suyo sobre quien me he atrevido a indagar en este conversatorio virtual: “La relación con él fue muy intensa en todos los sentidos y sentimientos. Ya era mayor cuando nací y eso le marcó en el trato que tenía conmigo. Yo era hijo único y un poco nieto único a la vez, y con la perspectiva del tiempo soy consciente de que me quiso ‘vivir’ en todas las fases de mi crecimiento, todo el tiempo que le quedaba libre me lo dedicaba. Fue el padre más tolerante, cariñoso, sensible, humilde, generoso y bueno (bueno como diría Antonio Machado) que jamás haya existido. Fui plenamente consciente de que yo le justificaba la vida.”
El cortometraje incluido en este disco revela las pupilas del niño-Aute perdidas en el horizonte que posteriormente reflejará el monstruo con el que cierta maladultez le ha envenenado: “el animal que llevamos dentro”. El mitológico Basilisco reyezuelo que, según Plinio el Viejo, dejaba una estela de veneno en cada huella y una muerte en cada mirada. ¡Vaya metáfora en este tiempo monstruoso en el que, en opinión de Aute, “nos estamos acabando nosotros mismos y, a la vez, somos nuestro peor enemigo” Como sostiene que el pasado siglo ha sido el más salvaje, le pregunto cómo pinta el XXI.
“El siglo anterior ha sido de una crueldad sin límites, pero el XXI me temo que será terrorífico en el sentido de que el Gran hermano, de Orwell, será un chiste comparado con el Kontrol absoluto del presente y del futuro. La profundísima Klaustrofobia que padeceremos cuando seamos conscientes de la Muerte del Azar, porque el futuro ya está ‘provocado’, será insoportable. Nada me gustaría más que equivocarme en esta intuición.”
Aute observa “este feo inmundo mundo” que nos ha tocado vivir; “ya no por injusto, mercenario y criminal, que así ha sido desde que existe la Historia, sino porque es gobernado por un nuevo dictador que dicen llamarse clepto-corporatocracia”. En ese contexto, le pregunto, ¿cómo ves la crisis de España?
“La situación de mi país no la veo, me siento incapaz de ‘ver’ su devenir, se deshace por momentos ¿gobernado? por una casta política sublimemente mediocre, inculta (y lo peor: orgullosa de serlo) e incondicionalmente entregada a los designios de las mafias financieras más corruptas, sin identidad alguna salvo la identificación plena con la más apoteósica estupidez. De todos las naciones del sur de Europa, desde Chipre a Portugal, desahuciadas por el norte, concretamente la Alemania (Deutschebank) de Merkel en coalición con la U. S. A. (JP Morgan, Goldman Sachs) delT. E. A. (Totalitarian Enterprise of America) Party camuflada por la cara amable del imperio que es Obama, de todo ese sur mediterráneo de Europa (excuna cultural del llamado Occidente), España es el país más paria. Está absolutamente ‘vendido’ a las clepto-corporatocracias del terrorismo financiero global y la Korrupción está en fase de metástasis generalizada.”
Entre escalofríos y andanzas de la muerte, Aute aún recurre al corazón más encendido pidiéndole a una ella el soplo capaz de revivirle, latido a latido. Porque tras amar hasta las cenizas, al punto de la derrota, de pronto galopa el corazón dando señales de vida; al parecer, aún no muere el amor: ¿Nos sigue salvando de la muerte o se trata sólo de suspiros?
“Son suspiros cenicidas… Pero sigo creyendo que mientras quede una persona que sea feliz encontrando el sentido de su vida solamente por el hecho de que el amado existe (y viceversa) en el planeta, esta pequeña bola giratoria estará justificada.”
Hablar con Aute de proyectos es siempre una caja de sorpresas: “Estoy terminando la última entrega de la serie AnimalHada, poemitas y dibujos a titularse El sexto animaly terminando de musicalizar El último poema, una selección de los poemas (escritos por poetas universales) antes de morir. A pesar de tan febril y prolija creatividad, el artista admite –“después de todo lo sufrido”– desconocer lo que impulsa “ese primer latido que me demanda darles sangre de canción”; desconocer “de qué musa nace el alma que toma cuerpo en su vestido de canción”.
Mas ¿qué importa? Al parecer aún queda mucho Aute por-venir.

domingo, 29 de septiembre de 2013

KAWABATA Y GARCÍA MÁRQUEZ, Juan Manuel Roca

Kawabata y García Márquez:
dos novelas habitadas por muchachas
Juan Manuel Roca
La casa de las bellas durmientes
He vuelto a leer La casa de las bellas durmientesjalonado por la novela de Gabriel García Márquez, por los guiños que el escritor colombiano hace a la obra de Yasunari Kawabata.
Y he vuelto a recibir una mirada terrible, lacerante y ominosa sobre la vejez. Ni por asomo se siente la caída en algo que prevenía Aristóteles, aquello de que hablar con frases hechas es lo propio de la senectud. Porque no hay ninguna reflexión que resulte tópica en esta inquietante novela.
Una casa a la que van los ancianos a pasar algunas de sus noches, acostados junto a muchachas dolorosamente bellas y dormidas, narcotizadas, le sirve a Yasunari Kawabata como epicentro para crear una novela pérfida, bella y enrarecida, encabalgada entre el erotismo y la muerte.
A través de la desnudez de la muchacha, cada vez una distinta, Eguchi, un hombre de sesenta y siete años, establece un diálogo fantasmal con otros ancianos a los que nunca ha visto, pero que sabe integrantes de una oscura membresía a un club secreto que asiste a la casa, cuyo único nexo es la posadera, una celestina oriental tan enigmática como sus estancias.
Estar viejo junto a una muchacha desnuda y dormida es como vivir a orillas de un recuerdo. De ahí que la novela sea un prontuario de evocaciones, una suerte de suplicio de Tántalo carnal, pues no otra cosa es reposar o dormir al lado de la belleza en los linderos del deseo. Y que sea el extraño pero creíble retrato de un hombre que quiere pactar la paz consigo mismo, en un viaje con escalas hacia la muerte.
Eguchi es un hombre reflexivo, un hombre racional y ordenado que no duda en acatar las leyes de la casa en el marco de algo que el propio Kawabata llama una “frivolidad senil”.
Difícilmente pueden llamarse putas a las muchachas desnudas, pues aunque comercian con su desnudez no lo hacen más allá de un ámbito visual. Y es allí, en un pulso entre la realidad y el deseo, entre el anhelo senil y los leves roces contenidos al borde de una piel fresca de mujer, en donde la muerte tiene su señorío.
Como el rey bíblico que en su vejez dejaba que alguna doncella le calentara su lecho antes de él acostarse a dormir, Eguchi y los otros viejos de la casa ejercen una dictadura visual, un derecho usurpado al calor del cuerpo femenino.
Es una novela sensorial, en la que el olfato, que según el novelista japonés es el sentido más ligado al recuerdo, tiene su claro protagonismo.
Podría afirmarse que el tacto, el oído y la vista son como tres reyes magos que visitan al viejo trocado en niño, en una atmósfera de perversión y de inocencia a un mismo tiempo. Siempre se oye, muy cerca, roncando al mar y hay un paisaje de nieblas y aguanieve que acentúan el deseo de calor, de un “otro” que de forma inconsciente lo prodigue.
Todo muy a la japonesa, con una fuerte carga de descripciones impresionistas, con matices muy sutiles, con esa manera tan oriental de mezclar olores de sangre y de magnolias, como quien dice, de entreverar en un mismo ámbito la sordidez y lo sublime, la bajeza y lo celeste. Sutilezas como aquella de saber que en noches de niebla se descomponen los relojes, como si a sus minuteros se les velara el tiempo, están entrelazadas a una evidente idea de temor e hipocresía frente a la muerte, a las aguas de la senectud que a veces simulan de manera fraudulenta el color de la sabiduría.
La atmósfera enrarecida y densa, el silencio de las mujeres, pues sólo la vieja celestina tiene una voz que escinde un mundo de sombras –la sombra puede repetir como un amaestrado mono la gestualidad del cuerpo pero nunca su voz–, logra un clima de zozobra que nos hace sentir como si asistiéramos por una fisura a un mundo cerrado y un tanto mefítico, a una cruenta revelación.
Con mucha certeza, Yukio Mishima, que fuera sin duda un discípulo y admirador de Yasunari Kawabata, advierte que “las técnicas de diálogo y descripción de personajes son inútiles en La casa de las bellas durmientes, sencillamente “porque están dormidas”.
Lo portentoso del recurso de Kawabata radica en que, estando siempre hundidas en el foso del sueño, las muchachas parecen transmitir una actitud vivificante. De tal manera logra crear un estado de hibernación, pero la idea de una vida anterior y otra futura, de un antes y un después tras las orillas del narcotizado sueño.
No puede hacerse una lectura serena de esta novela. Agobia y cuestiona en lo moral y en lo sensitivo, a cada tramo. No hay artilugios sino confrontaciones, como ocurre con toda gran obra.
Cuando empezamos a acostumbrarnos a su rareza, a un mundo en que la soledad jala de un extremo de la vida y el deseo de compañía lo hace desde otro lado del deseo, empieza la saga de los ancianos muertos, idos de sí sin que lo perciban las muchachas.
A lo mejor, como en el célebre episodio narrado por Lewis Carroll donde un personaje de un sueño camina en puntillas pues si hace ruido puede despertar a quien lo sueña y desaparecer, los ancianos sólo son la pesadilla de las muchachas desnudas. Además, despertar a la muchacha pudiera ser como despertar, aún más, a los demonios del mediodía.
Eguchi, un hombre al borde de sus últimos días –¿y quién puede tener la garantía de que cada día no es el último?–, pasa revista a su pasado, a sus mujeres, a sus pequeñas y grandes conquistas, que son flores secas de un tiempo perdido que poco a poco se asfixia entre sucesivos otoños.
De toda esa vastedad de vírgenes irredentas y lascivias recordadas y muchachas “acariciadas únicamente con palabras”, como diría Mishima, nos queda en la memoria y en los sentidos una obra de amor y de terror, de lirismo y de crueldad, mientras la belleza sigue siendo una ambición más lejana que dormida.
Memoria de mis putas tristes
La más reciente novela de Gabriel García Márquez,Memoria de mis putas tristes, despega con un epígrafe de la novela de Kawabata, precisamente con el fragmento con el que inicia la novela del japonés: “No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido.”
La anterior es una divisa o el anuncio de que, como el mismo García Márquez lo reveló, estamos frente a un homenaje al formidable Yasunari Kawabata, en una suerte de remake o, si se quiere mejor, de palimpsesto.
Nada más legítimo y más bello que hacer literatura sobre la literatura, en un sistema de muñecas rusas o de cuáquero que porta un tarro de avena en donde hay otro cuáquero que porta otro tarro de avena, de manera reproductiva.
Lo primero que encontramos no tiene por qué sorprendernos: el ejercicio de estilo y la prosa nerviosa y vibrante de García Márquez no han entrado en barrena. Tampoco ocurre algo sobre lo que previene el tantas veces anglocentrista Harold Bloom, su afirmación de que al autor de El coronel no tiene quien le escriba –que, dicho al paso, es mi libro de cabecera dentro de su obra‒ se le reconoce por la repetición de un restringido recetario. Si bien es cierto que García Márquez, como casi todos los escritores, se guaquea a sí mismo, es decir, escarba en sus propios tesoros, acá sigue fiel a algunas de sus obsesiones pero no se reitera en lo formal ni en sus recursos mágicos.
Sucede que toda magia repetida aburre. La primera vez que en una piñata el mago saca una liebre de su chistera hay asombro, la siguiente merma la perplejidad y en la última ya hay una desembozada y casi agresiva manifestación de tedio.
Así como hay mujeres que pasados los años parecen las abuelas de sí mismas, en algunos libros de Gabriel García Márquez se nota demasiado la influencia de sí mismo. Pero en este pequeño volumen no hay ese contubernio con un yo creativo, privativamente garciamarquiano, ni se muestra como si fuera el devorador Saturno y su hijo devorado, al mismo tiempo.
La novela se lee con fluidez, nos permite asistir una vez más a las bondades narrativas de un gran escritor. Pero la historia, la verdad sea dicha, pues no acaba de cuajar. El profesor Mustio Collado y su conflicto no parecen lograr en el lector una carga dramática, sobre todo si cometemos la torpeza de leer el libro en conjunción con la novela del homenajeado Kawabata.
No es ésta de las putas tristes una novela mimética aunque haya reflejos de ese espejo tratados con amoroso respeto: la celestina de uno y de otro libro viven en una tranquila amoralidad como epicentro, las muchachas en uno y otro volumen duermen siempre sobre su costado izquierdo, los dos personajes son descritos como présbitas, existe la tentación y el freno como pulso de los días, etcétera.
Una diferencia que introduce García Márquez entre muchas, pero quizá la más poderosa, es que si Eguchi cambia de vírgenes dormidas y en un rasgo de pérfida inocencia se pregunta si eso se puede llamar promiscuidad, no obstante no las posea nunca, Mustio Collado siempre lo hace con la misma muchacha, en un rasgo de matiz romántico y, si cabe el término, monogámico.
En ambos casos cabe la afirmación moral de un anarquista, Eliseo Reclus, cuando afirma que “repugna por igual que la mujer sea declarada mueble conyugal y que el hombre sea reputado como el propietario de semejante mueble”. Por supuesto que tiene toda la razón Reclus en la condena de las sociedades machistas y patriarcales. Pero otra cosa ocurre en la literatura, valdría la pena agregar, donde la moral no tiene necesariamente por qué asistir a sus personajes, ni siquiera al lector que quiere palpar seres de verdadera carnadura humana que se mueven entre la luz y la sombra, entre las dos orillas de un mismo río.
Como en un paraje de la vida de Rimbaud, Mustio Collado encuentra a la belleza amarga. Pero no la injuria, aunque le teme. Delgadina, la muchacha seductora y silente, es costurera, lo que le significaría tener la vida pendiente de un hilo.
Mustio es un viejo envilecido quizá por la literatura o, mejor, atrapado en una campana neumática de letras que pasea su andadura por la ciudad de Barranquilla, descrita de manera elusiva por la cordialidad de las gentes y por esos aguaceros que se convierten en arroyos que entran a las casas para llevarse los muebles, las sillas mecedoras y hasta algunas mujeres sentadas en ellas que pasan tejiendo un saco con rumbo hacia el mar. No es que García Márquez lo exprese de esta misma manera, pero sí nos hace sentir esa ciudad del trópico que en invierno tiene aspiraciones venecianas, en un rasgo de belleza oculta y de ciertos guiños locales que espigan en algunas de sus páginas.
La novela es fundamentalmente una historia del tráfico turbio que anida en los diálogos del profesor Mustio y su celestina, Rosa Cabarcas, cuyo leitmotiv son los amores sin logros, las pasiones imposibles, en un tema que ronda a personajes de otras obras suyas, como Florentino Ariza o Cayetano Delaura y algunos otros seres de su amplio y celebrado fantasmario.
Es una requisitoria sobre la vejez, una reflexión de fruta amarga, de esos días que con el nombre de madurez recubren un sentimiento de patetismo. Pero el conflicto, la trama y los personajes de la novela prometen más de lo que dan hasta llegar a un final débil, no falto de resolución ni abierto, sino débil, que deja una sensación de cosa inacabada.
No son las suyas las putas convincentes en pocas pinceladas de “Es que somos muy pobres”, insertas en El Llano en llamas, de Juan Rulfo, o en “Las mellizas”, de Juan Carlos Onetti, o en “Josefina, atiende a los señores”, capítulo de Así en la paz como en la guerra, de Guillermo Cabrera Infante, ni aún en la propia Eréndira, la cándida muchacha que fuera víctima de su abuela desalmada, del mismo Gabriel García Márquez.
Ocurre, eso sí, que la menos buena de las novelas suyas es mejor que las mejores de muchos de quienes lo critican de manera estentórea y parricida. Por su ejercicio estilístico, por su sabiduría en el lenguaje, pero sobre todo por su avisada y larga malicia literaria.
Sin duda que vale la pena leer esta novela, porque a pesar de lo que he señalado y a pesar de que para algunos podría ser una esquirla salida de otro de sus libros, como lo señala Koetzee, puede leerse como una prueba de rigor estilístico.
Lo digo, así la historia no logre, y hablo privativamente de mi lectura, una seducción o una fascinación que como en alguna de sus crónicas, antes de salir al público, ya viene anunciada. A lo mejor si no cumple con la expectativa es por tratarse de un escritor de su rango.

MUTIS EN LA ERA DE LOS SETENTA, Javier Winer


Foto tomada de la exposición Las imágenes recuperadas de Álvaro Mutis, en la FIL de Guadalajara, 2007
Foto: Héctor Jesús Hernández/ La Jornada Jalisco
Mutis en la era de los setenta*
Javier Wimer
I
Álvaro Mutis llega a sus edades como si tuviera cita con ellas o, más bien, como si pudiera imponerles el rumbo que exigen: empresas.
Mutis, el hombre de carne y hueso, es un personaje inventado sucesivamente por Mutis, el soñador, el poeta, el argumentista, e interpretado sucesivamente por Mutis, el actor, con la fuerza, la convicción y el brillo de los grandes comediantes.
El azar parece adaptarse a sus designios, proporcionándole la materia prima que requiere para seguir un itinerario urdido obscuramente en las trastiendas de la conciencia. Por eso Maqroll es Maqroll pero también es Mutis, no en el sentido elemental de una transposición autobiográfica sino como resultado de la comunidad de estilos entre un hombre y un personaje de ficción, del trasiego e intercambio de elementos entre la realidad y la imaginación.
En un lejano intento por definir la esencia de la literatura, Sartre encontraba dos arquetipos de escritores: los que viven su vida y además escriben, y los que escriben como si ejercieran una profesión burguesa. Mutis pertenece al primer género aunque reniegue a veces, de la sangre que comparte con Maqroll y aunque ahora tenga domicilio fijo, orden familiar y agentes literarios.
Tal vez la clave para entender el sentido de su vida y de su obra se encuentre, precisamente, en la capacidad que tiene para mantener su identidad mientras cambia de edades y de papeles. Así transita por el círculo de las sucesiones y de las decantaciones: a la aventura sigue el reposo, al derroche la mesura y a la avidez por el mundo la reflexión sobre el mundo.
El Mutis de los últimos tiempos vive amenazado por la fama. Una amenaza de tal magnitud que, además de transfigurar sus tareas cotidianas, de dotarlas de un cierto aire épico, lo obliga a un interminable andar de aquí para allá como una especie de argonauta: homenajes, premios y seminarios sobre sí mismo. Manera final, por cierto, de completar la trinidad especular del autor, del actor y del crítico.
En su descargo podemos decir que, como hombre elegante e irónico que es, nunca buscó la fama y que ahora no la toma en serio. De todas maneras, se instala en ella con la displicencia del joven poeta que, según Goethe, considera perfectamente natural que lo coronen de laureles. No se trata, pues, de falsos pudores sino de simple acuerdo con el reconocimiento ajeno.
Mi amistad con Álvaro viene de lejos. Lo conocí a pedazos. Primero, en la anónima, densa y sentenciosa voz del cronista de Los intocables, luego en dos libros de lectura obligada: Reseña de los hospitales de ultramar y el Diario de Lecumberri. Al fin y de cuerpo presente, lo comencé a encontrar con amigos comunes: Pablo González Casanova, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Carlos Payán, Víctor Flores Olea, José Luis Cuevas y Jorge Ruiz Dueñas.
Tiene Álvaro un verdadero rosario de virtudes personales. No las menciono en lista para evitar que este intento de apología se convierta en un principio de inventario. Diría, sin embargo, que dos de ellas sobresalen entre las otras: su intensidad humana y su poder de seducción intelectual. Ambas constituyen ingredientes esenciales de su simpatía.
Una parte de este atractivo le viene del aspecto físico: alto, corpulento y con andares de condotiero renacentista o de actor shakesperiano. La nariz borbónica, las cejas espesas y levantadas en los extremos, los párpados entornados y la mirada maliciosa le confieren, ocasionalmente, un aire de Mefistófeles en los jardines de Bomarzo. Completa estos rasgos una voz preparada desde siempre para el diálogo, el discurso y el poema: para contar antiguos mitos sobre el origen del tiempo: sagas sobre estirpes, dinastías e imperios olvidados o historias de prodigios y fantasmas.

Los jóvenes colombianos Mutis, Botero y García Márquez Foto: eltiempo.com
Mención especial merecen las risas de Álvaro, desde una que suena a murmullo de agua hirviente hasta la carcajada rotunda, delirante y prolongada. Carcajada enorme y rabelesiana; carcajada que arrasa el silencio: carcajada que avanza incontenible como tempestad de arena: carcajada que sacude los cristales, atraviesa los muros y los impregna; carcajada que se va riendo sola y que se aleja, tambaleante, hacia el valle feliz donde los ecos viven eternamente.
Su risa se queda largo tiempo por donde ha pasado, como fragancia de marfil o de porcelana, y es tan intensa que si fuera necesario devolver al lugar su neutralidad sensorial, habría que voltearlo de cabeza, lavarlo con algún jabón silenciático, sacarlo a orear con tapetes, muebles y cortinas. También se queda su voz.
Álvaro sabe escuchar y sabe tomar la palabra, hilar extensos relatos que guían y modulan el ánimo cambiante del interlocutor. No al modo  de esos insoportables tribunos de salón cuyo autismo les impide registrar el aburrimiento ajeno, sino al modo antiguo de los hades, de los maestros de cosas o de los narradores de pueblo.
El temperamento, el modo de ser y el discurso de Álvaro llevan la marca de la sensualidad y de la ironía. Su conversación está llena de materia sensible y vacía de solemnidades. Le merecen el mismo respeto y la misma falta de respeto todos los temas, desde la  metafísica hasta el erotismo y la gastronomía. Se acerca a cualquiera de ellos con semejante erudición, entusiasmo y desenfado, y siempre encuentra en el deslumbrante bazar de su memoria los recuerdos necesarios para que el relato siga su infatigable camino.
No es la política, al menos desde hace algunos años, la principal de sus preocupaciones. Se confiesa conservador y le gusta presentarse como anarquista y monárquico sin esforzarse en ser tomado en serio. Acaso porque cree en la libertad y en la justicia pero no en la capacidad del poder para convertirlas en un bien público o acaso por simple cortesía para quienes atribuyen a la política una importancia mayor de la que, a su juicio, merece.
Pero las burbujas de superficie, el encanto del personaje no deben ocultar su verdadera naturaleza. Si en una edad pasada, antes de que lo conociera, se detuvo más tiempo del debido en alguna de sus advocaciones mundanas, fue un incidente menor. Su destino de escritor era definitivo y se impuso siempre a sus otros destinos transitorios.
Los ciclos de la vida de Álvaro tienen una clara relación con su actividad literaria. A los veinticuatro años publicó su primera colección de poemas en un libro que, con el título de La balanza, fue distribuido unas horas antes del bogotazo de 1948. A esta edición que desapareció en la revuelta, siguieron Los elementos del desastre y luego, en 1959 y 1960, la Reseña de los hospitales de ultramar y Diario de Lecumberri, su primer libro en prosa.
Ambos textos se escriben y se publican en torno de los meses que Álvaro pasó en una cárcel mexicana. Probablemente descubrió entonces, como el Lugones de Borges, que la entraña de la realidad no es verbal, y también, que el sufrimiento es fuente de legitimidad y de hondura del lenguaje. Este privilegio trágico constituye un parteaguas en la vida y en las tareas del poeta. Atrás queda la niñez vivida en dos paraísos, la juventud despreocupada y el placer por abandonarse al deslumbramiento del mundo. Adelante, el compromiso con la tarea creadora.
II
Desde 1959 escribe y publica a un ritmo regular otra decena de títulos de poesía hasta la aparición de la Summa de Maqroll el Gaviero, en 1992, que recoge toda su obra poética.
Otro itinerario y ritmo tiene su producción en prosa. Entre el Diario de Lecumberri yLa mansión de Araucaíma transcurren trece años y habrán de pasar quince más para que aparezca La muerte del estratega, en 1988, que es la brillante obertura de un ciclo de narraciones y novelas que se detienen, por ahora, en el Tríptico de mar y tierra.
En total ha publicado una veintena de libros. Es una obra escueta, concentrada, que nos depara los placeres de la buena escritura y nos ahorra los materiales sobrantes de otras obras más extensas y menos rigurosas.
Mutis, que como Julio Cortázar pasó en Bruselas los primeros años de su vida, asumió tempranamente la diversidad del mundo y las bibliotecas. La vida misma, el dominio de varias lenguas y la cultura adquirida en una insaciable pasión por la lectura, le proporcionará los elementos para encontrar un modo personal de decir las cosas.

Con Gabo Foto: eltiempo.com
Se le conoció primero como poeta, en el significado estrecho e insuficiente que esta palabra tiene en el castellano de uso corriente. Es decir, como autor de poemas en verso, cuya excelencia le valió el inmediato reconocimiento de los entendidos.
Su poesía es culterana y muy elaborada. Extiende sus raíces por las mejores regiones literarias pero no se deja arrebatar por seducción de sus extremos estilísticos: la prolongada vehemencia iberoamericana: la lenta y laboriosa respiración de Saint-John Perse o la contención iniciática de T. S. Eliot.
En esta poesía, la libertad tiene un lugar privilegiado. Como programa implícito y como mecanismo creativo en la elección de temas y de formas. Sin embargo, el empeño por alcanzar el orden y claridad domina los puntos de fuga hacia el barroco y domina la amenazante opulencia del lenguaje. El poema adquiere entonces grado y ligereza, se sostiene entre una natural exuberancia y un deliberado ascetismo.
Toda la obra poética de Mutis tiene un carácter sustantivo. Se construye fundamentalmente con substantivos y con epítetos exactos y deslumbrantes. Sobresale en el tono épico, en el elogio y en la diatriba, en los rituales de la fiesta, de la guerra y de la muerte.
No existe un verdadero punto de ruptura entre su poesía y su prosa. Más bien una continuidad orgánica, un proceso de metamorfosis que cambia a las palabras de lugar y de sentido. Los textos en prosa aparecen, primero, como extensiones y reflejos de su poesía y, poco a poco, adquieren la masa crítica del relato, del cuento y de la novela.
La destreza adquirida en el manejo de un género sirve, sin duda, para ingresar a otro pero también para deformarlo si no se respetan las características propias de cada uno. Mutis pudo separar sus dos oficios y se abstuvo de recargar la nueva casa con muebles ajenos. Supo que una narración eficaz no admite rodeos ni digresiones sino que ha de centrarse en una acción dramática que se desarrolla en el cumplimiento de sus propios fines.
En la suma de unas páginas con otras ha crecido un personaje que ocupa el centro de una saga, de un interminable ciclo de aventuras. El personaje es Maqroll el Gaviero, memorioso aventuró que conoce todas las aguas del planeta y que podría decir, como Gilberto Owen, combatí contra el mar toda la noche, desde Homero hasta Joseph Conrad.
Cumple Maqroll funciones adicionales en tanto que alter ego y narrador substituto de Mutis. Tiene la misma versión del mundo, mezcla de melancólica esperanza y de risueño escepticismo, la misma certidumbre en ciertos valores irreductibles y el mismo lenguaje literario que sorprende en un áspero marino.
La novela de aventuras recrea un género que conoció sus mejores momentos durante el siglo XIX y que mantuvo un alto grado de popularidad hasta el triunfo del cine y de los cómics. Sólo que, en este caso, el relato no se agota en la pura descripción de los acontecimientos sino que esconde una reflexión continua sobre el destino del hombre.
Se apoya la narración en dos seguras vertientes simbólicas: el viaje como imagen del tránsito temporal y como imagen de la evolución interna del ser. Ambas son metáforas de legitimidad y de eficacia inobjetables, como lo prueba ese “Ulises salmón de los regresos” que puede ser indistintamente el héroe griego o el héroe de Joyce, quien hizo de su Dublín nuestro universo.
El mérito mayor de Mutis es haber encontrado la forma estilística apropiada para hacer funcionar un argumento que encubre otro argumento y para construir personajes que tienen el peso, la densidad y la textura de verdaderos seres humanos. Así ha creado un ciclo novelístico que evoluciona por cuenta propia y cuya siguiente entrega esperan con avidez sus lectores.
Este homenaje para Álvaro Mutis coincide con la plenitud de su oficio de hombre y de escritor. A sus espaldas deja, con provecho la infancia de un príncipe, las tentaciones bucólicas y las tentaciones urbanas, la inevitable travesía por el desierto, los titubeos y las encrucijadas vocacionales. Enfrente tiene años de trashumancia y de reposo, de imaginación creadora, de páginas y libros que exigen ser escritos, y que un día serán frutos redondos, perfectos y deslumbrantes sobre su mesa de trabajo.
* Texto leído el 26 de agosto de 1993 en el Homenaje Nacional organizado por el Instituto Colombiano de Cultura con motivo de los setenta años de Álvaro Mutis.

sábado, 28 de septiembre de 2013

LOS LABIOS Y EL PARAÍSO, Ana Clavel


LOS LABIOS Y EL PARAÍSO

De hecho, un beso puede implicar todo el paraíso y el éxtasis sin necesidad de otro tipo de intercambio...
ANA CLAVEL. La autora es narradora. Las ninfas a veces sonríen, publicado por Alfaguara, es su libro más reciente (FOTO: )

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REDACCIÓN
| DOMINGO, 22 DE SEPTIEMBRE DE 2013 | 00:10
"El labio de arriba el cielo / y la tierra el otro labio”, escribió el poeta español Miguel Hernández para enmarcar los vastos horizontes de una boca amorosa. De todas las funciones de la boca, sólo besar es quizá la que más caracteriza al ser humano porque si bien los periquitos australianos, otras aves y algunos mamíferos se prodigan picoretes, ninguna otra especie lo hace con tal delectación y entusiasmo. Vaya que, si de labios acolchonados y mullidos se trata, ideales para esa labor, hay seductoras bocas que hacen ensoñar la imaginación. Y no hablo de los récords de besos como en el caso de la pareja tailandesa que en 2012 abatió todos los registros con 50 horas de duración, o el de los artistasMarina Abramovic y Ulay en el performance "Death self" (1977), en el que unían sus labios e inspiraban el aire expelido por el otro, sin respirar por la nariz, hasta caer inconscientes 17 minutos después. De ser un acto ritual, social y hasta contestatario, besar se ha vuelto además de una afición y un placer, un arte. Le he escuchado decir a varias mujeres: “No será muy guapo pero besa como los dioses”. Es que el contacto labial involucra una acción nerviosa y química relacionada con la estimulación erógena.
En sus orígenes evolutivos el beso se asocia a una modalidad de alimentación en varios primates en que la madre masticaba el alimento para depositarlo luego en la boca de la cría. Un primer registro literario data del siglo III a.C., donde se menciona su práctica como un gesto amoroso entre los héroes delMahabharata. Entre los primeros cristianos se acostumbraba el conspiratio: compartir el aliento a través de un beso en la boca, una co-respiración que crea un sentido de entrega y comunidad. Este carácter se fue haciendo tan intrínseco al acto de besar que, por ejemplo, en el homenatge a un rey o señor feudal, los caballeros ofrendaban su fidelidad a través de un ósculo, y en las ceremonias de aquelarre de la Edad Media las brujas rendían sumisión al diablo mediante el osculum infame, que consistía en besar la otra boca del maligno: su ano. También es costumbre besar las reliquias como signo de reverencia (la Piedra Negra entre los musulmanes), o para atraer la buena suerte (la piedra de Blarney, también llamada la roca de la elocuencia, en Irlanda).
Heredero del neoplatonismo y del amor cortés, el beso también fue considerado un instrumento de exaltación del alma hacia el empíreo. De hecho, un beso puede implicar todo el paraíso y el éxtasis sin necesidad de otro tipo de intercambio, como cuando Julieta reconoce una vez que Romeo la ha besado: “En mis labios queda la huella de su pecado…” No es gratuito su simbolismo en los cuentos de hadas en los que un beso es capaz de vencer las fuerzas oscuras de la muerte y el caos para abrir paso a la luz y a una vida verdadera, como en los casos de La bella durmiente y Blanca Nieves.
¿Hubiera sido diferente el mundo si Jesús nos hubiera conminado con un específico “Besaos los unos a los otros”? Probablemente no, pero algo de magia y misterio debe haber en el beso cuando un poeta como Octavio Paz reconoce: "el mundo nace cuando dos se besan". Por si fuera poco, el beso comparte su placer a quienes lo atestiguan: lo mismo en un andén del metro que en la famosa fotografía de Robert Doisneau, titulada El beso (1950), donde una pareja parisina se besa ajena al mundo, en medio de la multitud pero a solas con su intimidad y sus deseos. Es que los besos son contagiosos y como bien sabe Joaquín Sabina, su único mal “es que crean adicción”. Aún más cuando están poblados de sugerencias como en este grafiti de un poeta callejero o una amante imaginativa que escribió en una barda: “Bésame sin labios”.

jueves, 26 de septiembre de 2013

GABO EN MI MEMORIA, José Luis Díaz Granados

Gabo en mi memoria


Gabo
Ediciones B ha publicado en Colombia recientemente el volumen de crónica-ensayo “Gabo en mi memoria” del poeta y narrador José Luis Díaz Granados. El libro es el testimonio de toda una vida de encuentros, diálogos y de un entrañable afecto con Gabriel García Márquez, que se muestra cálido, fraternal y en cierta forma íntimo. Presentamos como invitación al libro el ensayo “La poesía de García Márquez”.





LA POESÍA DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ



Entre nostalgias de la casa grande de Aracataca, alegrías y timideces multicolores, vividas o soñadas en las nacientes aventuras preadolescentes en Barranquilla y las conventuales y monótonas vigilias en Zipaquirá y Bogotá, nacen y crecen los primeros poemas de amor, reflexión y soledad, salidos de la pluma febril de Gabriel García Márquez.

Recordemos que Leopoldo Mozart, el padre de Amadeus, era un músico que estaba muy lejos de poseer la gracia de los dioses y que don José Ruiz Blasco, el progenitor de Picasso, era un profesor de dibujo que en su vejez, escaso de la vista, encargaba a su precoz hijo que terminara de perfeccionar los ojos de las palomas y otros pequeños detalles de sus pinturas. No cabe duda, sin embargo, que de estos oscuros artistas sin ambiciones brotaron las maravillosas vocaciones de sus geniales hijos.

Por eso cuando nos enteramos que don Gabriel Eligio García, además de ser telegrafista en Aracataca, partero, dentista y farmacéutico en Sucre y violinista inspirado en sentidas y románticas serenatas en Santa Marta y Riohacha, era un poeta de entusiasmos dominicales —que pergueñaba en forma especial las décimas, los romances y los sonetos endecasílabos en celebraciones familiares y aniversarios cívicos—, corroboramos la anterior convicción.

De manera que esta circunstancia, sumada a un especial temperamento de niño observador e imaginativo y a la influyente personalidad de su abuelo el coronel Nicolás Ricardo Márquez y a la prodigiosa agudeza mental, supersticiosa y mística, de Tranquilina Iguarán Cotes, su abuela, determinaron sin lugar a dudas la adhesión espiritual y vitalicia hacia lo que Gabriel García Márquez denominaría más adelante como “los espíritus esquivos de la poesía”.


* * *
En 1940, cuando el futuro autor de Cien años de soledad acababa de cumplir sus 13 años y cursaba el primer año de secundaria en el Colegio San José de Barranquilla, regentado por los padres jesuitas, dio a conocer unas tímidas muestras de su enorme capacidad para versificar, cuando le improvisaba a cada uno de sus condiscípulos lo mismo que a sus profesores, cuartetas festivas y versos satíricos, sin que hubiera en alguno de ellos ningún asomo de gracia lírica.

“El padre Luis Posada —recuerda Gabo en sus memorias—, capturó uno, lo leyó con ceño adusto y me soltó la reprimenda de rigor, pero se lo guardó en el bolsillo. El padre Arturo Mejía me citó entonces en su oficina para proponerme que las sátiras decomisadas se publicaran en la revista Juventud, órgano oficial de los alumnos del colegio. Mi reacción inmediata fue un retortijón de sorpresa, vergüenza y felicidad, que resolví con un rechazo nada convincente: —Son bobadas mías. El padre Mejía tomó nota de la respuesta y publicó los versos con ese título —“Bobadas mías”— y con la firma de Gabito, en el número siguiente de la revista y con la autorización de las víctimas”…

Por ese tiempo, Gabo tenía el vicio de leer todo lo que cayera en sus manos y se aprendió de memoria decenas de romances del repertorio popular y los más hermosos poemas del Siglo de Oro español. También, el súbito aliento embrujador de los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda sedujo al joven Gabo hasta el punto de aprenderse de memoria y recitar no pocas veces al día el famoso “Poema veinte”, lo cual ocasionaba la cólera de algún jesuita.

En los años iniciales de la década conoció en Barranquilla a un muchacho algo mayor que él llamado Cesar Augusto del Valle, alto, bohemio y melenudo, quien comandaba un grupo denominado Arena y cielo, en homenaje e imitación al de Piedra y cielo que desde Bogotá integraban Eduardo Carranza, Jorge Rojas, Arturo Camacho Ramírez, Gerardo Valencia, Tomás Vargas Osorio, Darío Samper y Carlos Martín, quienes a su vez estaban asimilando las influencias de César Vallejo, Pablo Neruda y de los poetas españoles contemporáneos. Fueron los años, como lo dice el mismo Gabo, que le dieron la base retórica para soltar sus duendes, ciclo que culminó meses después con la muerte prematura del joven César Augusto.

Una breve muestra de lo que escribía Gabito en esa época es el poema titulado “La muerte de la rosa”:

Murió de mal de aroma
Rosa idéntica, exacta.
Subsistió a su belleza,
Sucumbió a su fragancia.
No tuvo nombre: acaso
La llamarían Rosaura,
O Rosa-fina, o Rosa
Del amor o Rosalía,
O simplemente: Rosa,
Como la nombra el agua.
Más le hubiera valido
Ser siempreviva, Dalia,
Pensamiento con luna
Como un ramo de acacia.
Pero ella será eterna:
Fue rosa y eso basta.
Dios le guarde en su reino
A la diestra del alba.


* * *
Durante su adolescencia, Gabriel García Márquez no mostró interés literario distinto de la poesía. Recitaba de memoria en veladas familiares, sesiones solemnes y eventos escolares el poema “El circo” del maestro Guillermo Valencia, poemas de la barranquillera Meira Delmar —de quien sería después cercano amigo— y el famoso disparate lírico de don José Manuel Marroquín, el cual comenzaba:

Ahora que los ladros perran, ahora que los cantos gallan,
Ahora que albando la toca las altas suenas campanan;
Y que los rebuznos burran y que los gorjeos pájaran
Y que los silbos serenan y que los gruños marranan
Y que aurorada rosa los extensos doran campan,
Perlando líquidas viertas cual yo lágrimo derramas
Y friando de tirito si bien el abraza almada,
Vengo a suspirar mis lanzos ventano de tus debajas.

Un buen día, don Gabriel Eligio decidió que su primogénito se fuera a estudiar al interior del país. Luego de un viaje de 8 días por el Río Magdalena hasta Puerto Salgar y luego en tren hasta la remota y glacial Bogotá, el joven Gabo se enteró que la beca diligenciada por su padre lo conducía hasta un municipio situado a pocas horas de la capital dela República, donde la única catedral de sal del mundo es su símbolo perpetuo. Allí, en el Liceo Nacional de Zipaquirá, padeció largas horas, días y semanas de silencio, frío y llovizna, lo más opuesto a la camaradería, el bullicio y la parranda musical de su tierra costeña.

“Mal educado en los espacios sin ley del Caribe —escribe Gabo sesenta años después— me asaltó el terror de vivir los 4 años decisivos de mi adolescencia en aquel tiempo varado”. Sin embargo, en la natural adaptación al nuevo ambiente, se familiarizó pronto con el ropaje moderno y progresista de la mayoría de sus profesores, casi todos formados en la Escuela Normal Superior, bajo la dirección del psiquiatra y cuentista vallenato José Francisco Socarrás. Y así, entre lecciones nada disimuladas de marxismo, lecturas de Vargas Vila y de José Eustasio Rivera y poemas de Residencia en la Tierra de Neruda, Gabito comenzó a escribir poesía de manera voraz, influido también por los textos de los Piedracielistas que aparecieran en las Lecturas dominicales de El Tiempo que dirigía Eduardo Carranza.

En septiembre de 1943 le llegaron a Zipaquirá los ecos de la controversial visita a Colombia de Pablo Neruda y de la violenta polémica que lo enfrentó el líder conservador Laureano Gómez. Tres décadas más tarde el poeta chileno declararía que la novela estelar de García Márquez era el Quijote de América y pediría para él el Premio Nobel de Literatura. Cuando este deseo se hizo realidad Gabo en su discurso de recepción le rendiría homenaje, llamándolo “Pablo Neruda el grande, el más grande, en cuyos versos destilan su tristeza milenaria, nuestros mejores sueños sin salida”.

De pronto y a manera de recompensa precoz al solitario poeta, fue nombrado rector del Liceo el más joven de los integrantes de Piedra y Cielo, Carlos Martín, quien desde el primer momento descubrió los destellos poéticos del alumno de Aracataca y le tomó una gran simpatía, al punto que un día le prestó La experiencia literaria de Alfonso Reyes, libro que lo deslumbró de principio a fin y le reveló sorpresivas afinidades del corazón, como fueron las letras de los boleros de Agustín Lara.

Ya por entonces Gabito imitaba a Eduardo Carranza en las prosas líricas que, a la manera de Juan Ramón Jiménez en Platero y yo, publicaba Carranza en la revista Sábado. Animado por Martín en la lectura de los famosos cuadernillos dirigidos por Jorge Rojas, Gabo ensayó escribir un texto en cuartetos eneasílabos, titulado “Poema desde un caracol”:

Yo he visto el mar. Pero no era
El mar retórico con mástiles
Y marineros amarrados
A una leyenda de cantares.

Ni el verde mar cosmopolita
—mar de Babel— de las ciudades,
que nunca tuvo unas ventanas
para el lucero de la tarde.

Ni el mar de Ulises que tenía
Siete sirenas musicales
Cual siete islas rodeadas
De música por todas partes.

Ni el mar inútil que regresa
Con una carga de paisajes
Para que siempre sea octubre
En el sueño de los alcatraces.

Ni el mar bohemio con un puerto
Y un marinero delirante
Que perdiera su corazón
En una partida de naipes.

Ni el mar que rompe contra el muelle
Una canción irremediable
Que llega al pecho de los días
Sin emoción, como un tatuaje.

Ni el mar puntual que siempre tiene
Un puerto para cada viaje
Donde el amor se vuelve vida
Como en el vientre de una madre.

Que era mi mar el  mar eterno,
Mar de la infancia, inolvidable,
Suspendido de nuestro sueño
Como una paloma en el aire.

Era el mar de la geografía
De los pequeños estudiantes,
Que aprendimos a navegar
En los mapas elementales.

Era el mar de los caracoles,
Mar prisionero, mar distante,
Que llevábamos en el bolsillo
Como un juguete a todas partes.

El mar azul que nos miraba,
Cuando era nuestra edad tan frágil
Que se doblaba bajo el peso
De los castillos en el aire.

Y era el mar del primer amor
En unos ojos otoñales.
Un día quise ver el mar
—mar de la infancia— y ya era tarde.

Gabo no cabía de la dicha a sus 17 años pensando en que sería un poeta y nada más que un poeta. Luego de graduarse de bachiller con honores, pues además de haber sido quien pronunció el discurso de rigor en la sesión solemne, fue uno de los escogidos por Carlos Martín para asistir a la audiencia concedida por el presidente de la república, un escritor de 38 años, Alberto Lleras Camargo, de quien más tarde sería uno de sus más cercanos amigos, para discutir sobre diferentes temas relacionados con la educación nacional.

Al ingresar a la Universidad Nacional meses más tarde, conoció a Pedro Gómez Valderrama, entonces un joven de 23 años, cuyos libros de poemas Norma para lo efímero y Biografía de la campana, habían despertado la admiración del poeta de Aracataca. “Mi sorpresa más grata —recuerda Gabo en Vivir para contarla—, fue encontrar como secretario general de la Facultad de Derecho al escritor Pedro Gómez Valderrama, del cual tenía noticia por sus colaboraciones tempranas en las páginas literarias, y que fue uno de mis amigos grandes hasta su muerte prematura”.  No olvidemos que muchos años después, García Márquez sería  uno de los más entusiastas lectores y admiradores de La otra raya del tigre, la magistral novela de Gómez Valderrama.

En la Nacional, Gabo continuó escribiendo secreta y públicamente poesía. Dos condiscípulos suyos, egresados del Liceo de Cervantes, Luis Villar-Borda y Camilo Torres Restrepo, eran los redactores en aquel entonces del suplemento literario del diario La Razón, fundado y dirigido por el poeta —cuyos sonetos admiraba y decía Gabo de memoria—, Juan Lozano y Lozano. Con ellos, al igual que con Plinio Apuleyo Mendoza, Gonzalo Mallarino, Álvaro Mutis y Álvaro Castaño Castillo, el joven escritor costeño se reunía en el Café Asturias, —lo mismo que con De Greiff, Jorge y Eduardo Zalamea en los cafés Windsor y El Molino—, y no tardó en colaborarles poéticamente en La Razón y posteriormente en Sábado, revista que dirigía el padre de Plinio, un legendario y aguerrido periodista y político liberal.

En La Razón, en una columna bautizada “Poetas Universitarios” apareció firmado por Gabriel García Márquez un poema titulado “Geografía celeste” con el antetítulo de “Elegía a la Marisela”, que dice así:

No ha muerto. Ha iniciado
Un viaje atardecido.
De azul en azul claro
—de cielo en cielo— ha ido
por la senda del sueño
con su arcángel de lino.
A las tres de la tarde
Hallará a San Isidro
Con sus dos bueyes mansos
Arando en cielo límpido
Para sembrar luceros
Y estrellas en racimos.
—Señor, ¿cuál es la senda
para ir al Paraíso?
—Sube por la Vía Láctea,
ruta de leche y lirio,
la menor de las Osas
te enseñará el camino.
Cuando sean las cuatro
La Virgen con el Niño
Saldrán a ver los astros
Que en su infancia de siglos
Juegan la Rueda-Rueda
En un bosque de trinos.
Y a las seis de la tarde
El ángel de servicio
Saldrá a colgar la luna
De un clavo vespertino.
Será tarde. Si acaso
No te han guardado sitio
Dile a Gabriel Arcángel
Que te preste su nido
Que está en el más frondoso
Árbol del Paraíso.
Murió la Marisela.
Pero aún queda un lirio

Era evidente que además de la influencia pegajosa de la poesía de los Piedracielistas, Gabo parecía querer contarnos un cuento en cada poema o versificación. Reiteraba, sin saberlo, que cada buen poema no era otra cosa que el teatro de una acción. Y así, hasta que por propia confesión, se sintió cegado por el rayo de sol de La metamorfosis de Kafka, en un insólito camino hacia el Damasco narrativo, Gabo se convenció a sí mismo que la avenida ancha de su destino literario no estaba en la poesía propiamente dicha como género a cultivar sino en la novela y el cuento (el cuento, por lo pronto), en tanto que aquella era tan sólo un preludio prodigioso y fosforescente, un ejercicio de disciplina impostergable, un riguroso sistema de elaboración de estructuras literarias para obras superiores aún no soñadas.

Sin embargo, con esa sorda y peligrosa terquedad de quien no es nadie pero quiere serlo todo, Gabo continuó escribiendo poemas y sonetos de medidas perfectas y publicándolos en las páginas de sus buenos amigos, unas veces con el seudónimo de “Javier Garcés” y otras con su nombre verdadero.

A medidados de 1945 publicó con seudónimo el soneto “Tercera ausencia del amor”:

Este amor que ha venido de repente
Y sabe la razón de la hermosura.
Este amor, amorosa vestidura
Ceñida al corazón exactamente.

Este amor que es harina en la ternura,
Que es infancia de sueños en la frente,
Que es líquido de música en la fuente
Y es lucero nostálgico en la altura.

Este amor que es el verso y es la rosa,
Y es saber que la vida en cada cosa
Se nos repite cada vez más fuerte.

Tan eterno, este amor tan resistible,
Que comparado al tiempo es imposible
Saber dónde limita con la muerte.

“Es difícil imaginar, escribe Gabo en sus memorias, hasta qué punto se vivía entonces a la sombra de la poesía. Era una pasión frenética, otro modo de ser, una bola de candela que andaba de su cuenta por todas partes. Abríamos el periódico, aún en la sección económica o en la página judicial, o leíamos el asiento del café en el fondo de la taza, y allí estaba esperándonos la poesía para hacerse cargo de nuestros sueños”.

Y como Bogotá no era solamente la capital dela Repúblicay la sede del gobierno, sino sobre todo la ciudad donde vivían los poetas, no sólo creía Gabo en la poesía y se moría por ella, sino que sabía con certeza que, como lo escribió Luis Cardoza y Aragón, “era la única prueba concreta de la existencia del hombre”.

Un soneto bautizado “Sin título” —junto con el “Soneto matinal a una colegiala ingrávida”—, son los últimos poemas que Gabriel García Márquez publicó en los diarios capitalinos y en cualquier otro periódico de la Tierra, antes de que apareciera “La tercera resignación”, su primer texto narrativo, hace exactamente 60 años en el suplemento Fin de semana de El Espectador.

“Sin título” dice así:

Si alguien llama a tu puerta, amiga mía,
Y algo en tu sangre late y no reposa
Y en su tallo de agua temblorosa
El surtidor florece su alegría.

Si alguien llama a tu puerta y todavía
Te queda tiempo para ser hermosa,
Si aún existe la arteria de la rosa
Para tomarle el pulso a la poesía.

Si alguien llama a tu puerta una mañana,
Sonora de palomas y campanas
Y aún crees en el dolor de la alegría;

Si aún la vida es verdad y el beso existe,
Si alguien llama a tu puerta y estás triste
Abre que es el amor, amiga mía.

Hoy, cuando el orbe entero está celebrando los 80 años del nacimiento del genial fabulista de Macondo, el único inmortal vivo de nuestro tiempo, queremos reconocer en su narrativa magistral, el duende inequívoco de la lírica, las deslumbrantes y arrobadoras gotas de luz con que suele constelar su prosa prodigiosa, y corroborar así que la presencia de la poesía en la novela, el cuento y el periodismo de Gabriel García Márquez no es solamente la prueba concreta de la magnificencia de su parábola vital, sino que es la única artífice de una obra que desde siempre nos ha pertenecido a todos y que se cristaliza en la memoria de los tiempos “más allá del aire donde se terminan las cuatro de la tarde hasta donde no pueden alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”.