El cantar de los pájaros, al alba, cuando el tiempo es más tibio, alegres de vivir, ya se desliza entre el sueño, y de gozo contagia a quien despierta al nuevo día.
Alegre sonriendo a su juguete pobre y roto, en la puerta de la casa juega solo el niñito consigo, y en dichosa ignorancia, goza de hallarse vivo.
El poeta, sobre el papel soñando su poema inconcluso, hermoso le parece, goza y piensa con razón y locura que nada importa: existe su poema.
PAULINA VINDERMAN [mediaisla] El 13 de noviembre de 2012 se cumplieron ocho años del envío del primero de los boletines que dieron origen a mediaisla, con tal motivo solicitamos la colaboración de entrañables amigos. La Paulina Vinderman abre esta ventana «bajo un toldo de cielo» que compartimos con nuestra gran familia de lectores.
5)
Ahora, tarde en la tarde, marzo sonará en la palabra púrpura, al borde de la métrica, inclinada en su terraplén. Escribo dentro de un grabado mientras la palmera izquierda (la pequeña) espera su perdida y el encanto del cielo sobre sus nuevas hojas: un mosquitero de encaje.
Mi mente está calma como un escuchando la voz del que anoche en mi sueño me preguntaba por las constelaciones.
¿Era ésa la voz del lenguaje? ¿Por qué rompí mi poema del tiburón?
Si viene la lluvia será un exilio, un intervalo en el teatro de mi pobre, pálida memoria. azules, pueblos silenciosos, cardos al sol, palomos que arrullan las siestas y un humo (¿la voz?) en la carretera.
3)
¿Qué terror es éste, enraizado en la escritura como ofìcio y deber, como espinas en la niebla de marzo que ella no puede quitar y sin embargo canta?
La dulzura de la fe en las palabras que escapan de su cárcel es a nuestra supervivencia en esta ciudad sin ángeles.
Vendrá el sol como siempre, a romperse frente a mi asombro y vendrá la noche como una hilera infatigable de hormigas.
Y cerraré este cuaderno, y soñaré con árboles rugosos pero sin heridas.
Y con la clemencia de la luz.
9)
Invento el jardín que no tuve y me fotografío bajo un toldo de cielo. Cuando menos lo espere, la palabra jardín me abandonará, y volveré a mis pueblos con calles de tierra y corazón dorado.
Me dedico a barrer sombras alargadas como cangrejos raros, sombras de siglos en ciudades inquisidoras, dulcemente hostiles a mi curiosidad y a mis robos. ¿Robar para el poema, no para la corona, tendrá perdón?
Hasta que la luna salga en mi búsqueda le quito a los daneses y escribo en esta página una carta al viejo Erik el Rojo. En borrador, sobre mi río y mis piedras, mi canción y mi Sur. Y las tribus diezmadas, y una oscura mancha de petróleo sobre la palabra .
10)
El hombre de maíz diría que el espíritu de la palmera enferma se adueñó de mí. Y que debo dedicarle la nube del próximo poema en que aparezca la palabra nube.
Le pregunto por la tristeza.
Dice que debo acomodarme al viento de la vida.
Y que le cante en rima a mi raíz.
Porque a la suya —la de la palmera— le cantará la tierra, la cobijará como me cobija el día que se va, página a página, cobalto sobre blanco, como el recuerdo de esa foto mojada por la lluvia que cerró el incendio.
12)
El pasado es un país extranjero, donde no sé nombrar mi desajuste con el ni los árboles frondosos de las riberas de los ríos secretos (secretos-ríos), que corren hacia la eternidad llamada mar.
No, no hablaré del porvenir: es un cuarto oscuro donde sólo puedo votar por la muerte. Sus afiches son bellos, pero irritantes de tan verosímiles.
“¿Y el presente?”
Ah, María, el presente es una piedra azul, opaca, libre, cubierta de polvo, que me recuerda al poema balbuceado anoche en mi libreta, que deshilaché después, sin fiebre y sin compasión.
13)
Puedo oír los perros a la distancia, antes de dormir. Y ellos me consuelan, consuelan a mi corazón cojo y me hablan de lo único que tiene valor.
Testimonios austeros de la vida, un sacudir de ramas en los días obedientes. Como el sonido de una flauta en la noche débil, como un humo herido por la ausencia de luz.
Viajaré por la página de la noche sin mentir, viajaré otra vez por mi río barroso que se cree mar
Y mañana, en mi taza de niebla en la cocina, como todos los días oscurecidos por la lentitud, veré la simetría.
-Bote negro (2010)
Esa mujer (tierna, inestable)
va detrás de la sombra de un perro más viejo que el mundo y escribe la del de escobas como si fuera un ensayo sobre la noche.
Esa mujer tiene a veces un brillo de tornasol sobre su nuca. Sólo a veces, porque los días lo esfuman durante el destierro, durante la derrota, la derrota que se enciende puntualmente entre las columnas jónicas —imaginadas— a la hora en que el sol se , en que el sol parece caerse para siempre.
(“La última vez que nos vimos ibas a contarme una historia, dice.”)
……………………………………………………………………..
Es un árbol extraño y no conozco su nombre
(ni su fruto). Tiene algunas espinas en su copa y hojas de un verde casi azul. Miro hacia el camino como reflejo pero estoy sola, nadie a quien preguntar.
Puedo inventarle un canto: un pájaro lírico posado en la neblina. También puedo abrazarlo: árbol anónimo de consuelo anónimo, esta ternura hacia lo desconocido parece ser hoy la única ternura para conmigo. La inscribo en el Libro del Abandono (esta ternura que es todo lo que tengo) y vivo a través de su sueño de inmortalidad.
-La epigrafista (2012)
Cónsul honoraria
Te escribo desde la nada, pequeña, oscura funcionaria que ni siquiera ve el río. La cúpula rota se refleja en los charcos cuando llueve y es el único sitio en que brilla el destierro, la única moneda que parece de oro.
A la hora del café todos hablan de nada, se espera una tormenta (que pueda desprender el esmalte del aire) o la notifìcación de otro destino. Me siento como un cónsul en mi propia ciudad: un poema reseco debajo del informe, la mitad de una carta, una invitación para la fìesta en el muelle.
Esa mujer con los ojos muy pintados debo ser yo, la que saluda bajo la luz naranja de los faroles de papel e imagina una goleta amarrada a unos pasos y a su escritorio flotando en alta mar. El viento es débil y la humedad de las plantas el punto de impresión.
Una ciudad, otra ciudad, se inclinan sobre mi vida con su historia (y no lloran la mía). Nombres tan fuertes como árboles, tienen razones para llegar al cielo e intentar resistir al huracán (que también gime un nombre).
La vieja furia por no saber donde piso está presente (como un clásico) Una niebla que se levanta del agua y oculta el horizonte. Veo mis pies, veo el repliegue, la noche que termina sin haber empezado, un cuaderno de notas en los hospitales del mundo. Una locura de cristal, acuartelada.
(Bulgaria ,1998.)
“Isla Tortuga”
Me despierto feroz esta mañana, con ganas de amor y desayuno de campo. Me apodero de la ciudad abandonada a los pájaros como un pueblo costero después de una tormenta, y pienso en lo que queda: un promontorio, un refugio áspero al que visita un cartero con la bolsa vacía y juega a los dados en la penumbra de la cocina. No espero nada del verano. No espero nada del poema. Hay que pintar esa puerta herrumbrada y contarme algún cuento de cuando los piratas eran serios, señores de palabra seca y corazón ablandado como una ciruela dentro del jarro de ron.
(Rojo junio, 1988)
PAULINA VINDERMAN, BÁSICA
Poeta y traductora. Nació en 1944 en Buenos Aires, ciudad donde reside.
Publicó los siguientes libros de poesía: Los espejos y los puentes(Buenos Aires Sur, 1978), La otra ciudad (Botella al Mar, 1980), La mirada de los héroes(Botella al Mar, 1982), La balada de Cordelia(Fundación Argentina para la poesía, 1984), Rojo junio (Literatura Americana Reunida, 1988) , Escalera de incendio (Último Reino, 1994),Bulgaria (Libros de Alejandría, 1998), El muelle (Alción Editora, 2003),Cónsul honoraria, antología personal (Summa poética, Vinciguerra, 2003), Hospital de veteranos(Alción Editora, 2006), Bote Negro(Alción Editora 2010; Vaso Roto, México-España 2010) y La epigrafista(Hilos Editora, 2012).
Arquitrave ediciones, Bogotá, Colombia, publicó una antología de su obra con el título de Transparencias (2005), El suri porfiado, otra selección: El vino del atardecer (2008); PD Ediciones, conjuntamente con la Universidad de Nuevo León, la antología Los gansos salvajes(Monterrey, México, 2010) y Ruinas Circulares otra selección: Rojo junio y otros poemas (2011). Ha obtenido, entre otros, el Primer Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (bienio 2002-2003), el Premio Nacional Regional de la Secretaría de Cultura de la Nación (cuatrienio 93-96), los Premios Fondo Nacional de las Artes 2002 y 2005, Premio Citta di Cremona, Italia, 2006, al conjunto de su obra y Premio de la Academia Argentina de Letras, 2004-2006, a su trayectoria y a su libro Hospital de veteranos, Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía (2011) y Premio Esteban Echeverría a trayectoria ,Gente de Letras, 2012.
Ha sido incluida en numerosas antologías y traducida parcialmente al inglés, al italiano, al alemán, al francés, portugués y catalán. Sus poemas fueron, además, objeto de estudios y ensayos. Ha colaborado (con poemas, artículos, traducciones y reseñas literarias) en publicaciones del país y del exterior. Ha traducido entre otros poetas, a Emily Dickinson, Michael Ondaatje, Sylvia Plath (Tulipanes, Univ de Nuevo León, México), James Merrill.
por Guillermo Samperio para cualquier aniversario de E. A. Poe
Aquella tarde de nubes grisáceas y manchones bermejos, mientras caía una lluvia ligera, como si el cielo empezara a bostezar, varios figuras vestidas de ropajes color siena y capuchas negras, exhumaban el cadáver del teólogo Witold Satori. Tenían frente a sí un catafalco de maderas cobrizas y ribetes platinados. Cuando levantaron al fin la tapa, el grupo expresó un rumor de palabras entrecortadas a las que ninguno puso atención. De pronto, se escuchó un llanto de mujer, que hizo volar a un murciélago azulenco que salió de la capilla marmórea. Una de las efigies encapuchadas se adelantó hacia el cuerpo del teólogo, se descubrió la caperuza y apareció una cabellera tan rubia que, entre la bruma ligera que serpenteaba entre arbustos y tumbas, parecía estar hecha de transparencias prodigiosas. Un rostro pálido de mujer afligida derramó agua, más abundante que la de la lluvia, sobre el rostro barbado del difunto. Al mirar con desconsuelo femenil la cara de Witold Satori, la mujer confirmó que el cuerpo había permanecido idéntico a como lo habían enterrado, un mes atrás, en presencia del doncel Federico el Orate, quien asistió a las exequias protegido por un grupo de hombres armados de ballestas. El teólogo mantenía esa nariz recta con una ligera fisura en la punta y la sutil sonrisa ladeada en sus labios carnosos. Don Witold, como ella le decía, había osado, displicente y luego de haber libado medio galón de vino siciliano, afirmar que la comarca se había trocado en un circo bajo la conducción de Orate, pues nunca había habido tantas putas, tanto desaseo ni tanto atolondramiento de los funcionarios de la región; que el puente entre el doncelato y la gente de la campiña y los artesanos había perdido toda apoyatura, que la displicencia se notaba desde que los caballos bajaban el Monte Reverón. Esa noche de la embriaguez y la lengua suelta como culebra pícara, antes de amanecer, los esbirros de Orate prendieron al teólogo Satori, lo llevaron a las cloacas de tortura y lo sometieron dos días al martirio: lo pincharon con agujas oxidadas, le tronaron trompetas a los oídos durante toda la noche y, finalmente, le introdujeron una rata viva en el ano, hasta que el hombre perdió el conocimiento. Al segundo día, ella, doña Eleonora D’Sanctis, y el alquimista Teodoro Batusta, por medio de una larga discusión en el palacete de San Teotulio, consiguieron que el doncel Federico de Orate transigiera la suspensión de la tortura y se les entregara a don Witold. Al atardecer, la cofradía del Diamante Cobrizo, encabezada por el alquimista Batusta, recibieron el cuerpo del teólogo, quien se encontraba a punto de expirar. Lo llevaron a casa de doña Eleonora, donde la cofradía a veces realizaba sus reuniones pasmosas; ella le pidió a Batusta que le otorgara al teólogo, al menos, la no corrupción de la carne. El alquimista, ataviado de azul turquesa y ribetes púrpuras, subió a la tapia, meditó, expresó palabras de viejos tiempos, acariciando el símbolo de lo imborrable; en una botellita combinó varios líquidos de flores corales y negras. Bajó levitando lentamente del tapanco, se acercó al teólogo y le dio siete gotas, quien sucumbió hacia el anochecer, despidiéndose con devoción de Eleonora. Aquella tarde de nubes grisáceas y manchones bermejos, ante el edificio marmóreo y bajo la lluvia que arreció, doña Eleonora D’Sanctis se hincó ante el cadáver desenterrado, le rozó la mejilla con sus dedos clarísimos. Batusta puso una mano en el hombro de la mujer; ella se inclinó aún más sobre don Witold y lo besó en el centro de la frente. Al posar los labios, la dama percibió un ligero pulsar de la vena que surcaba la frente y se distanció conmovida. El teólogo abrió los ojos de súbito y el aguacero se llenó de torrenciales risotadas desconcertantes de la secta del Diamante Cobrizo. Don Witold Satori se incorporó y, levantando un puño, exclamó que lo que más había extrañado era el vino siciliano. Luego, miró las transparencias del pelo de Eleonora y, con voz suave como de hálito noctámbulo, agregó: “…y tu cabellera mágica, señora de mi resurrección”.
Pienso inmenso tu valor para que hoy un moño oscuro del tocayo esté en su muro, y al mirar en derredor yo sienta el mismo dolor; Carlos Olvera Avelar, tu historia es tan ejemplar que mucho ansío conocerla y a la vez que enaltecerla, con mi tocayo, llorar.
Decir que fui amigo de Carlos Pellicer no es una pedantería sino una inexactitud.
Lo traté un poco entre mis 18 y 22 años. Visité su casa de Las Lomas para admirar sus nacimientos y escucharlo hablar de poesía, música y de la admiración que le producían Simón Bolívar y José Clemente Orozco (“Si me ponen un cuchillo en el pecho y me preguntan quién es mejor pintor, Orozco o Diego, a pesar de mi cariño y amistad por el segundo, yo diría Orozco”). Asimismo hablaba con vehemencia de la pasión de José Vasconcelos por México y la educación. Imposible olvidar que Pellicer fue su secretario privado. Lo conocí en reuniones poéticas donde era la figura central. Amigo de mi abuelo paterno, el educador Gildardo F. Avilés, y maestro de literatura de mi tío Sergio Avilés en la Secundaria 4, tenía algún afecto por mí, supongo, porque alguna vez formé parte de una pequeña caravana de incipientes escritores, que pasó unos días en su casa de Tepoztlán. Fue donde deslumbrado lo escuché improvisar poesía. Al día siguiente, lo acompañé a caminar por el bosque. Alabó la belleza de varios árboles añosos que a mí sólo me parecían enormes vegetales, torcidos por añadidura. Al atardecer, narró cómo escribió su soberbio poema Discurso por las flores. Hay un recuerdo que me quedó más fielmente grabado que otros. En su casa, platicaba del paisajista Velasco, decía que él había investigado algunas de las zonas que el pintor plasmara en diversas telas. No existen, es más la imaginación que copia de la realidad. Vio un México maravilloso, ideal, el suyo, con sus ojos de artista, concluyó. Una mujer afectuosa sirvió café y galletas, y Pellicer siguió hablando ahora de poesía. Yo observaba una pequeña cazuela de barro con pequeñas piezas prehispánicas, imagino que descubrimientos propios en sus andanzas. Pellicer lo notó y sin dejar de conversar, tomó la vasija y me dijo, téngalas, René, ahora son suyas. No supe qué decir, di las gracias y yo, que jamás mostré interés alguno en los restos de la grandeza prehispánica, las conservé toda la vida, ahora están en una sala junto a obras que prueban la creatividad del mundo anterior a la llegada europea a estas tierras. Quizá por ello, nunca he olvidado una frase lapidaria que Pellicer escribió: “Los españoles no trajeron la cultura, trajeron su cultura”.
Dionicio Morales sí lo trató, en una época fue su secretario. Entre sus papeles tuvo varios poemas manuscritos, los donó al Museo del Escritor. Allí está también una fotografía que le pedí a Pellicer me la firmara. Alguna mañana de 1974, en el Paseo de la Reforma, caminaba con Arturo Azuela. De pronto mi amigo me señaló a un hombre de avanzada edad, vigoroso aún, que hacía la seña de parada a un autobús. Como siempre, el conductor se detuvo donde le dio la gana, muchos metros más adelante. La persona que hizo la indicación, corrió y lo alcanzó abordándolo con ligereza. Era Carlos Pellicer. Alguna de las últimas veces que lo vi, le señalé el hecho. Me dijo: Ya sabe usted, estimado joven Avilés, la pobreza y el trabajo lo mantienen a uno saludable.
En 1961, José Agustín y yo conocimos a Juan José Arreola, lo visitamos para mostrarle nuestros trabajos iniciales y él decidió formar un taller literario con nosotros y el resto de nuestra generación mal llamada de la “Onda”. Durante largo tiempo, solíamos reunirnos en su casa los miércoles. Sin temor a exageraciones, puedo afirmar que no pasaba una semana sin que Arreola citara un poema de Pellicer. Lo repetía con facilidad, sin equivocar una línea. De tal manera, de una u otra forma, seguí vinculado al color y la exuberancia de la poesía magnífica de Pellicer. La amistad con Arreola se extendió. El día aciago de la muerte del poeta tabasqueño, en 1977, Arreola, abrumado, habló largamente de la muy hermosa poesía de aquel hombre asombroso que tanto bien le hizo a México al llenarlo de poesía.