José María Espinasa | |
Luisa Josefina Hernández en 1928. Foto: INBA
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La familia es una protección nómada y efímera, dice la novelista y dramaturga
A los ochenta y cinco años, la prolífica dramaturga y novelista Luisa Josefina Hernández (1928) entrega a sus lectores la novela Mis tiendas y mis toldos (FCE), asombrosa muestra de su intacta capacidad creativa y, como en el caso del también muy activo Jorge López Páez (1922) –con A huevo, Kuala Lumpur– otro narrador longevo, se trata de un libro lentamente destilado. La historia se desarrolla en la línea central de su obra: las entrañas de la vida familiar, sus traiciones y atmósferas cerradas, sus condiciones de organismo vivo con un comportamiento propio, con autonomía de los individuos como tales. Saga familiar que asume la imposible representación total de su acontecer –ya no estamos en el siglo XIX, pero seguimos en él, pensaría la autora– y que, como en sus orígenes literarios, en los años cincuenta, busca crear la unidad a partir de la intensidad.
No obstante, si Hernández asume que esa intensidad es lo que da sentido a sus personajes, también sabe que ello no quiere decir en todos los casos condensación, y su novela discurre casi en tono proustiano, demorando en la página las descripciones y la construcción de las psicologías de los personajes, a través de diálogos y anécdotas, con un virtuosismo que rechaza la necesidad de la aceleración y considera que la rapidez se da de otra manera, pues –como señala Paul Virilio– tiene como horizonte la inmovilidad. Es una novela que apela al gusto de la lectura desde el mismo proceso de la morosa escritura, más allá de que podamos pensar que Mis tiendas y mis toldos es la novela de su vida, en el sentido de ser la apuesta mayor de su narrativa, de aquel en que Conolly nos habla de la obligación del escritor: hacer una obra maestra.
Así, como sucede con la novela póstuma de Francisco Tario, Jardín cerrado, obra maestra que paradójicamente es la pieza olvidada en el rescate contemporáneo de este autor, las posibilidades de que su fragmentación se asimile a una arquitectura que se niega a sí misma como tal y afirma su inacabamiento como condición cualitativa y no como circunstancia, es muy alta. Y lo que se puede objetar en ella de escritura previa, de apunte, es en realidad su condición fundamental (de la misma manera que la obra maestra de Conolly fue un “cuaderno de apuntes”, en cierta manera un libro de circunstancias: (La tumba sin sosiego) y que esto tenga, en efecto, que ver con la edad de la autora, pero también, y de forma más importante, con lo que a lo largo de sus numerosas obras de teatro y narraciones ha buscado plasmar.
Ella forma parte de una generación excepcional de narradoras: Elena Garro, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, Josefina Vicens, Rosario Castellanos, hasta cerrar con Elena Poniatowska. Casi todas ellas, a su manera, sufrieron lo que aquí llamaremos la tentación escénica. En Elena Garro es evidente, sus obras teatrales son extraordinarias y una de las piedras de toque de la dramaturgia de la segunda mitad del siglo XX mexicano, caracterizadas por su angustia asfixiante que anuncian el delirio de algunas de sus obras póstumas (Andamos huyendo, Lola yTestimonios sobre Mariana). Inés Arredondo hizo crítica teatral y estudio arte dramático, Vicens y Dueñas escribieron para la pantalla, etcétera.
Su contraparte es, en cierta forma, Luisa Josefina Hernández: frente al delirio de Un hogar sólido, por ejemplo, formula la condición nebulosa, evanescente e incluso mentirosa de la familia con un tono más realista. Y lo hace desde una posición de absoluta lucidez. Baste recordar las breves piezas de su juventud reunidas en La calle de las maravillas, libro formado por diálogos escénicos, casi ejercicios teatrales, verdaderas joyas literarias que en su condición de literatura menor muestran claramente la intención de su autora: comprender los resortes internos de las relaciones amorosas y familiares.
No es que no esté poseída por la angustia, pero a diferencia de Garro, y también de Dueñas, Arredondo o Dávila, el universo familiar no se resuelve en ensoñación y pesadilla, sino en sufrimiento concreto en la circunstancia vivida de los personajes. Si para las primeras es una condición de futuro, para la segunda es una condición de pasado. Es el presente el que da sentido al pasado y en esa dirección ese pasado se encuentra delante, es un futuro. Por eso todo es racionalidad y busca que sus personajes pongan los pies en la tierra. Los personajes, sobre todo los femeninos, deMis tiendas y mis toldos, sufren de esa combinación inherente de racionalidad y realismo, que en términos sociológicos define a la novela como un género burgués, y busca comprender el funcionamiento de clase a través de los tramados sentimentales, que son también y sobre todo relaciones de poder.
Por eso, por ejemplo, frente la esencia fundamentalmente de cuentistas que tienen sus contemporáneas ella reivindica la novela. En distintas entrevistas ella ha señalado que la novela la escribe por gusto y el teatro por encargo, y en algunas agrega que el cuento como género no le gusta ni convence. Y ese disgusto se debe a que no le permite desplegar esa condición de un pasado como futuro, ella necesita tiempo y espacio para sus personajes. Eso también provoca que frente a la parquedad de la obra de muchas de sus compañeras de generación ella tenga una bibliografía considerable.
La novela narra desde distintas miradas y personajes (no son necesariamente sinónimos en su texto), el devenir de una familia de clase alta, las desventuras de un matrimonio mal avenido, los distintos matices del progreso o la caída social en una época postrevolucionaria, que podemos situar hacia los años treinta y que coincide con la infancia de la autora, con un México bronco apenas intuido aunque presente, y un retrato de idiosincrasias diversas, con gran sutileza descriptiva. Sin embargo, y aquí es donde la sensación de inacabamiento de cada fragmento se vuelve importante, parece que viviéramos al avanzar la lectura en las ruinas mismas de ese núcleo social llamado familia, aunque teñido por una inmensa nostalgia por una tal vez quimérica edad de oro de su vigencia.
Uno se preguntaría, con Proust, si se puede narrar la saga familiar después de él sin verla justamente como un tiempo perdido, que obtiene su intensidad de haber sido perdido. Por eso, cuando la nostalgia se adelgaza –y eso pasa en Mis tiendas y mis toldos– la narración se vuelve cruel y dura en su mirada. Y ella no cae en la tentación –su temperamento no se lo permite– de la fantasía o la ilusión, probablemente porque intuye que esa ensoñación acaba en pesadilla. Eso provoca que, en una mirada en cierta forma antiromántica, el amor no sea un sentimiento personal sino un hecho social. No hay flechazo, o si lo hay es condicionado, lo que provoca que incluso el amor cumplido fracase más allá de su cumplimiento y le pase el costo de su fracaso a otros, en especial a los hijos, de manera que justamente se vuelve –casi en sentido marxista– un mecanismo de sobrevivencia ideológica y en modelo de comportamiento.
El universo femenino, aunque también el masculino mirado desde las mujeres, deja ver ciertos rescoldos de un sentido idílico que, sin embargo, se considera ya rebasado. Por eso ellas, en esta narrativa, tienen ese trato inclemente, ya sea con sus parejas, ya sea con sus hijos o con los parientes, el nexo nunca se pierde, pero no está sustentado en el amor o en el cariño, sino en el papel que cumple en el engranaje cada individuo. Pero si la palabra engranaje nos remite a un símil mecánico, en realidad deberíamos utilizar términos biológicos para caracterizar el comportamiento familiar.
Es importante subrayar que Hernández no sublima lo femenino en sus personajes, sería incluso absurdo llamarlas heroínas, más bien resalta el carácter calculador de sus pasiones, y, sin embargo, desde el título mismo de la novela no deja de sugerir el carácter evanescente de ese organismo: la familia no es un hogar sólido, ni siquiera de manera paradójica, como en Garro, sino una tienda, un toldo, protecciones nómadas, efímeras. Por eso divide de forma tan tajante el amor de lo sexual, como si fueran dos roles distintos, y, a su vez, es la reproducción lo que los distingue. Muy pocas veces los tres vértices del triángulo –él, ella, ellos– se ponen en juego simultáneamente.
Lo que da un rasgo notable es que ese comportamiento familiar no está desposeído de emoción e intensidad, sino que, al contrario, ese marco le permite pasajes de enorme tensión lírica entre las parejas y los amantes, entre los familiares y los hijos, y dar una mayor riqueza de contexto. Si bien no tiene el delirio iconoclasta de Elena Garro ni el sentido poético de Arredondo, sí tiene mucho más presente ese contexto en el cual la decepción ocurre. Y eso, la decepción, sí es un rasgo común de todas ellas.
Hay que agregar algo más en su caso: la decepción sin queja. La narrativa de esta autora, y en especial esta novela, no toca ni el delirio ni el melodrama justamente para darle consistencia estética a su condición narrativa. Las descripciones del matrimonio arreglado, pero no sin amor, condenado desde el principio por la distancia misma entre los universos de los dos protagonistas, contrastan con el diverso y muy rico universo circundante: parientes, amigos, relaciones laborales que forman el nido donde se cultiva la familia, como un ente con su propia lógica, su propia manera de pensarse a sí misma, supra ideológica, dinámica propia que no tiene nada de sagrada, familia que no se juega entre lo sagrado y lo profano, ni entre lo litúrgico y lo arrebatado e incontrolable, sino en una esfera donde las relaciones amorosas son, nuevamente, relaciones de poder. Por eso el lirismo que consigue no es fruto de la emotividad, sino del rigor en la comprensión psicológica de sus personajes (herramienta fundamental, sobre todo en la dramaturgia).
Ese rigor, insisto, con una mecánica cartesiana, con una precisión de relojero, crea el misterio propio de toda narración, en la intensidad de los sentimientos, misma que naturaliza a los personajes; en La cólera secreta (1964) esto se ve claramente. Aparentemente el comportamiento de los personajes es incomprensible si no se les considera enfermos, los triángulos amorosos están dibujados con precisión, pero nunca explicados o determinados por una cólera que nada en ellos explica, y cuya fuerza viene precisamente de su condición inexplicable. Cuando esa cólera se extiende a una comunidad, como en La plaza de Puerto Santo (1961), y se tiñe de costumbrismo, la cosa no cambia, el mal sigue presente (y subrayo: el mal con minúscula, pues no hay una maldad diabólica, aunque hubo épocas en que la diferencia entre estar poseído y estar enfermo no existía). Y el mal se define en este universo narrativo por el daño que se causa a otros o a uno mismo, incluso (o sobre todo) cuando no es estrictamente deliberado.
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Cuando Luisa Josefina Hernández recurre al humor como elemento que hace evidente ese mal minúsculo, cercano a la parodia, no alcanza los registros tan hirientes y ácidos del humor de Jorge Ibarguengoitia o, en otra dirección, Sergio Pitol, precisamente porque tiene mucho más apego a sus protagonistas. Y también por eso, cuando su temperatura lírica aumenta, se debe a que esos personajes se hacen cargo del universo narrativo y no son consecuencia de él, y por eso también la construcción de sus libros tiene que ver más con un oficio que con un rapto de inspiración.
luisa josefina hernández pertenece, pues, a una generación en donde al interés por el teatro se suma una convicción de que el texto dramático tiene una enorme importancia como literatura. En autores como ella y Jorge Ibarguengoitia, entre otros, se establece una continuidad con la práctica teatral de los Contemporáneos, y con la esencial bisagra de Emilio Carballido, un poco mayor que ellos. Y en el teatro, Luisa Josefina Hernández encontró una de sus mejores facultades: la capacidad de escribir diálogos. Una recopilación de sus obras de teatro, Los grandes muertos (2007) muestra cómo para ella el teatro es también parte de la saga familiar que la novela escribe a lo largo de su acontecer como género moderno, es el gran género moral de nuestra era. Pero si escribe para la escena es para sentir su realidad física como respaldo de su realidad psicológica. No obstante, no cambia su sentido entre narrar y teatralizar, pues si bien la inmediatez del teatro (me refiero a su representación) hace más evidente su condición coral, la novela también la tiene. Por ejemplo, a pesar de que su narrativa suele ocuparse de temas y asuntos íntimos, no es una narrativa intimista; toda novela es, en sentido balzaciano, una comedia humana, un ejercicio de comprensión de la realidad.
Comprender qué es lo que ocurre en el imaginario narrativo, como bien saben los médicos con las enfermedades, no significa ni tener la cura ni poder curarlas, pues la narrativa no es un género que sirva de profilaxis, sino una toma de conciencia ética y estética de la manera de estar en el mundo. Es más, no se trata de curar nada porque el dilema amoroso no debe ni puede ser visto como un asunto clínico, sino como un asunto narrativo. De allí la importancia de la novela en una sociedad que ha simplificado su idea del tiempo limitándola al fluir cronológico. En el diálogo entre el cuento y la novela tercia la dramaturgia; frente a la búsqueda del instante privilegiado, la necesidad del tiempo como lugar de la vida de los personajes. Ese diálogo alcanza un momento clave en los cincuenta con la obra de Rulfo, justo cuando Hernández empieza escribir. Hasta ahora se ha considerado el tiempo de sus cuentos y el de la novela del jalisciense como el mismo tiempo, pero la lectura de algunos de los narradores surgidos en aquella época nos ayuda a diferenciarlos. Para Luisa Josefina el realismo mágico es, si no inexistente, apenas un barniz en algunos de sus relatos. La magia es esteticismo, el misterio una elección ética.
Eso es lo que produce una cierta sordina moral en el comportamiento de sus personajes. El problema del bien y del mal como elección cambia de signo, no es que sean malos o buenos, es que el bien no es posible. Pero hay que distinguir el bien de la bondad, dos conceptos cercanos pero distintos, el último relacionado con la religiosidad cristiana. Entre las narradoras de su tiempo, es Hernández la que tal vez está menos contaminada por la culpa, porque no se propone crear en sus personajes un sentimiento de culpa, ni siquiera un sentimiento de culpabilidad, que no es lo mismo. No hay juicio: esa es la más profunda actitud ética, es decir, narrativa. En general, el punto de vista narrativo, incluso cuando se da en un personaje masculino, tiene un sentido femenino. ¿Qué significa esto? No que busque un discurso de género, sino que diseña una forma de comprender el flujo narrativo en que todo se mira desde ese mundo no tanto matriarcal sino, aunque la palabra no es la adecuada, ginecocrático: el eje del mundo sensible es femenino y al hombre se le relega al fáctico como reino de la apariencia. No obstante, en esa aguda mirada no hay desequilibrio, también crea personajes masculinos espléndidos, todos necesarios al engranaje.
Al tratar de entender plenamente el sentido de una novela tan importante como Mis tiendas y mis toldos pensaba en la palabra tienda en su doble sentido: la tienda en que se vive de manera efímera, o más bien de manera provisional, la tienda de la caravana, que se levanta cuando se reemprende el camino, y la tienda donde se exhibe y vende mercadería. Me inclino a pensar en la primera acepción, pero conservando de la segunda la idea de exhibición ante el otro, ante el comprador. En cierta manera, en este universo narrativo toda otredad está definida por la compra. Por eso es un juego –en inglés la palabra play designa también a la obra teatral– de papeles, de roles dramáticos.
La carga semántica, sin embargo, se desplaza de la fragilidad de los toldos y las tiendas a la contundencia del sentido posesivo de “mis”, dos veces presente en el título. En la figura del nómada el único bien, la única posesión, es el desplazamiento mismo, y en la narrativa ese desplazamiento es flujo narrativo: los personajes “agarran su camino”. Y agarrar es también una forma de posesión. Por eso no hay una comprensión racional que no sea a la vez narrativa. En ese sentido, Luisa Josefina Hernández tiene una voluntad clásica para construir sus textos. Sus alumnos admiraban su conocimiento del oficio, su capacidad para mostrar el porqué de sus libros y de los de otros, lo que no es frecuente entre los novelistas mexicanos de su generación. Esa capacidad de oficio se nota, décadas más antes, en narradores que están ligados al medio audiovisual, como Guillermo Arriaga y Enrique Serna.
En La cólera secreta juega con los sobreentendidos de las relaciones amorosas, los triángulos y la decepción que el tiempo inevitablemente provoca. Se podría decir que una autora en la que el amor como sentimiento es tan importante, no cree en él, o de manera más precisa: no cree en él como duración, porque el amor, a pesar de lo que se podría pensar en sus ficciones, no se construye. Ocurre y se pierde pero no se construye, lo que sí se edifica es la vida, y más específicamente, la vida familiar. Por eso no es una narradora crispada: le interesa la arquitectura del texto. Sin embargo, aún sin crispación, el universo familiar linda con el infierno. En La cabalgata la mirada sobre el universo cerrado de las solteronas es inclemente: universo degradado no por la ausencia de hijos, sino por el resentimiento ante la condición estólida del universo masculino. No hay complicidad, hay sólo rencores, cólera.
Es muy difícil escapar a ese encierro, si acaso algunas veces a través de la historia, otras a través del humor, y –definitivamente– a través de la muerte. Pero los personajes de Hernández no anhelan la muerte como una liberación, es en todo caso un castigo más. La cabalgata, escrita en 1969 pero publicada décadas después, asume esa condición de infierno del claustro familiar habitado por las mujeres, el placer es siempre insuficiente y por eso se pervierte, las niñas son mujeres viejas y las ancianas cicatrices del tiempo y el sufrimiento. En realidad, si bien esa esfera es distinta anecdóticamente de Las muertas, de Ibargüengoitia, no lo es atmosféricamente. Las solteronas, las amantes, las putas y las esposas están condenadas por un hecho anterior al pecado: ser mujeres. ¿Dónde quedó el clima de ala de mosca? Oculto tras las arrugas y la insatisfacción sobre las que se construye una tradición de amargura que sólo milagrosamente se revela. Las pulsiones sicológicas son impredecibles y funcionan de manera muy profunda, no hay una causalidad salvo retrospectivamente, es decir, cuando la narración ha concluido, pero incluso allí los personajes son opacos en su comportamiento y por eso mismo muy atractivos, poseedores de una identidad críptica. La aparición de Mis tiendas y mis toldos vuelve a situar a su autora entre los mayores narradores contemporáneos y pide a gritos una nueva lectura de las novelas anteriores de esta autora.
Luisa Josefina Hernández en 1985. Foto: INBA
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