Olvidé contarte el sueño de los árboles.
En él, los árboles de la calle en la que vivo
habían sido talados por hachas invisibles.
Y las rejas, los balcones, los cables de la luz
estaban salpicados de pájaros
— como en la película de Hitchcok.
Luego de mi alarma ante esa radical modificación
del paisaje familiar, me asaltó una congoja:
¿Cuál habría de ser la suerte de todos esos pájaros
desalojados, huérfanos de casa?
En él, los árboles de la calle en la que vivo
habían sido talados por hachas invisibles.
Y las rejas, los balcones, los cables de la luz
estaban salpicados de pájaros
— como en la película de Hitchcok.
Luego de mi alarma ante esa radical modificación
del paisaje familiar, me asaltó una congoja:
¿Cuál habría de ser la suerte de todos esos pájaros
desalojados, huérfanos de casa?
Recuerdo, justo ahora que te escribo, una escena distinta.
Ciudad de México, mediados de los años ochenta.
Caminábamos conversando, siempre a tu modo,
deteniéndote aquí y allá,
cortando el ritmo
de la caminata, nunca el hilo de tu plática,
como quien distribuye los puntos y las comas
necesarios para un texto que nunca escribirá.
Como surgidos de la nada,
nos rodeó una cuadrilla de perros callejeros.
Colmillos desnudos y hocicos estridentes.
Estaba a punto de echar a correr
cuando me advertiste: “no te muevas.”
Acto seguido, te adelantaste hacia la turba
y le tendiste tus manos.
Cesaron los ladridos
y un minuto después aquellos vándalos
te lamían las manos. ¿Lo recuerdas?
Sin salir de mi asombro, algo te dije luego
sobre el pobre de Asís y el hermano lobo.
Ciudad de México, mediados de los años ochenta.
Caminábamos conversando, siempre a tu modo,
deteniéndote aquí y allá,
cortando el ritmo
de la caminata, nunca el hilo de tu plática,
como quien distribuye los puntos y las comas
necesarios para un texto que nunca escribirá.
Como surgidos de la nada,
nos rodeó una cuadrilla de perros callejeros.
Colmillos desnudos y hocicos estridentes.
Estaba a punto de echar a correr
cuando me advertiste: “no te muevas.”
Acto seguido, te adelantaste hacia la turba
y le tendiste tus manos.
Cesaron los ladridos
y un minuto después aquellos vándalos
te lamían las manos. ¿Lo recuerdas?
Sin salir de mi asombro, algo te dije luego
sobre el pobre de Asís y el hermano lobo.
Quizá, en homenaje a esa lección tuya,
durante mi reciente sueño de los árboles,
justo una semana después de tu asesinato,
extendí a palma de mi mano izquierda.
No tardó en posarse un pájaro pequeño,
de vivísimos colores. “Tiene hambre”, pensé,
y al darme vuelta estaba en el corredor
de la casa de mis abuelos en Santa María la Ribera.
Caminé entonces hacia la alacena
donde mi abuela guardaba el alpiste de los canarios
y en su lugar encontré un costal repleto
de nueces demasiado grandes.
Me detuvo una voz:
“Escoge sólo las semillas más pequeñas”.
Me despertó el insistente timbre del teléfono.
Era de madrugada y al tomar la bocina
no habia nadie en la línea. No había siquiera
línea, pues aún dormido, había descolgado
el otro teléfono que tú, hace unos meses,
en un gesto entre irónico y divertido,
me enviaste desde Toluca y que yo
—sin tener donde conectarlo— había puesto en el pasillo.
Nada me cuesta creer que la voz de mi sueño
era la tuya.
Voy a poner el teléfono en la mesa
de noche, por si quieres volver a llamar.
durante mi reciente sueño de los árboles,
justo una semana después de tu asesinato,
extendí a palma de mi mano izquierda.
No tardó en posarse un pájaro pequeño,
de vivísimos colores. “Tiene hambre”, pensé,
y al darme vuelta estaba en el corredor
de la casa de mis abuelos en Santa María la Ribera.
Caminé entonces hacia la alacena
donde mi abuela guardaba el alpiste de los canarios
y en su lugar encontré un costal repleto
de nueces demasiado grandes.
Me detuvo una voz:
“Escoge sólo las semillas más pequeñas”.
Me despertó el insistente timbre del teléfono.
Era de madrugada y al tomar la bocina
no habia nadie en la línea. No había siquiera
línea, pues aún dormido, había descolgado
el otro teléfono que tú, hace unos meses,
en un gesto entre irónico y divertido,
me enviaste desde Toluca y que yo
—sin tener donde conectarlo— había puesto en el pasillo.
Nada me cuesta creer que la voz de mi sueño
era la tuya.
Voy a poner el teléfono en la mesa
de noche, por si quieres volver a llamar.
(in memoriam Guillermo Fernández)
[Jorge Esquinca, “El sueño de los árboles”, Teoría del campo unificado, Bonobos, 2013]