August Strindberg, autorretrato en Gersau, Suiza, 1886 |
Strindberg,
psique y pasión
Miguel Ángel Quemain
Para L.T.
Miles de paginas componen la bibliografía selecta sobre los temas múltiples que forman parte de la obra de Strindberg y que iluminan todavía nuestros tiempos con una gran cantidad de preguntas que no ofrecen, por fortuna, una respuesta única.
La indagación sobre su vida no se detiene y cada vez arroja productos de distintos signos polémicos, de acuerdo con lo que privilegia la lectura de una época que pone los acentos en sus temores y filiaciones, como acota Francisco J. Uriz, autor de la versión y prólogo de una delicada edición de August Strindberg, Teatro escogido (Alianza Literaria, 1999): “Sus vivencias le proporcionan el material de sus obras y sus obras se convierten en los acontecimientos decisivos de su biografía.” Aunque, a decir de Uriz, el mejor y más equilibrado trabajo sobre su obra está en sueco y lo escribió Martin Lamm, quien murió en 1950 y a éste se le conoce en español más bien por su trabajo sobre Emmanuel Swedenborg.
En 1985, Michel Mayer había fijado un modo de ver tanto a Strindberg como a Ibsen, asombrado por sus cualidades personales que, en mucho, y sobre todo en el caso de Strindberg, contrastan con lo que en nuestra época es tan valorado: ser un feminista anticipado, amar a los niños, proteger a las bestias, cuidar el ambiente, cualidades que no fueron precisamente las que distinguieron a un Strindberg políticamente incorrecto a los ojos de nuestro presente (como sucede con los insoportables feminismos en torno a Freud).
Las acusaciones al dramaturgo son semejantes a las que penden sobre la cabeza de Nietzsche (no se puede dejar de leer la correspondencia entre ellos), Schopenhauer y toda una cauda de filósofos, pensadores y escritores que, afiliados idiosincrásicamente a su tiempo, profesaron su miedo a lo femenino (y a lo judío), que ya prefiguraba sus revoluciones, con una misoginia destinada a detener sobre todo a las mujeres beligerantes y creadoras, quienes anunciaban un valiente mundo nuevo que ya ponía en duda la firmeza de la virilidad masculina.
Pero esas distinciones, como bien lo destaca Brooke Allen en su reciente ensayo publicado en la prominente revista New Criterion (octubre de 2012), son convocatorias a no asustarse con el machismo de Strindberg, situándolo como un rasgo más de la época que de la personalidad, como explora con gran maestría la desprejuiciada Sue Prideaux (autora también de un extraordinario trabajo sobre Munch: Edward Munch, detrás de El grito), en su biografía Strindberg: A life, que publicó hace unos meses Yale University Press.
En México, el teatro de Strindberg ha seducido paulatinamente a nuestros directores y directoras (hay que decirlo así en descargo de la aureola misógina que lo rodea). Ha sido tratado como un clásico y su actitud frente a la relación entre dramaturgia, dirección y actuación es un camino que se ha transitado en México en el más alto nivel de exploración: ahí están Margules, Olguín, Castillo y De Tavira como testimonio de esa concepción que lo llevó a fundar de manera un poco tardía su Intima Teatern, en 1907, para el que escribió sus piezas llamadas de cámara, pensando en el problema escénico, en sus actores y en las condiciones materiales de su pequeño teatro que sobrevivió tres años.
Strindberg en su estudio, 1891. Fotos: Biblioteca Nacional de Suecia, colección de manuscritos
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No deja de ser interesante la revisión del clásico que nos proponen estas celebraciones. El teatro es particularmente poderoso, conocido e influyente. Proliferante, su dramaturgia fascina por la profundidad existencial y psicológica, que no significa una sabiduría sobre las conductas sino el desglose de un psiquismo que permite ver una multiplicidad de mecanismos inconscientes que operan en el personaje, gracias a las complejas relaciones que se expresan en los vínculos que los sostienen, cuyos inconscientes a su vez ponen en vilo una relación con el conjunto.
El enfoque psicoanalítico de la obra de Strindberg ilustra el carácter visionario y la imaginación enorme de este dramaturgo, que bien pudo no sólo entender sino crear en paralelo y, en algunos casos, anticipadamente al pensamiento freudiano, múltiples posibilidades de expresión de las neurosis. George Mendelbaum ha hecho aportaciones notables al tema (“Some Observations on Value and Greatness in Drama,” publicado el año pasado en The International Journal of Psychoanalysis), en las que traza paralelismos muy pertinentes entre Strindberg y Chéjov, dos dramaturgos que sin dificultad explican las formas tan variadas de sufrimiento mental, emocional, que padecemos hoy.
Polimorfismos de la sexualidad
En la elaboración de este texto preví asomarme a Acreedores, con la certeza de su inminente estreno, y pensé que valía la pena recordar algunas de las líneas argumentales que recorren la obra de Strindberg. Se trata de una obra sobre los celos, la parálisis artística, el mundo del pasado que busca sobrevivir en el presente, tratando de convertirnos en sus deudores. También, complementando a los celos, aborda el mundo de apariencias que nos coloca en el papel del ciego que sólo se mira en el espejo de azogue de su vanidad y arrogancia.
Quien se aventure en ese terreno podrá encontrar un mundo complementario, paralelo y convergente en las obras de Strindberg, que dialogan con Infidelidad, de Bergman; El infierno, de Chabrol, La fin de la Jelousie, de Proust, junto con su novela, extraída del corpus de A la recherche..., que se llama Celos, y producciones contemporáneas como la estupenda novela de Julian Barnes, Antes de conocernos, y el banquete erótico tan incómodo para los que están acostumbrados al rodeo: La vida sexual de Catherine M. seguida de Celos, ambas de Catherine Millet.
El trasfondo de los desencuentros tiene a la pareja como eje de las deliberaciones (no es casual que el matrimonio haya sido el terreno fértil de su fracaso personal), pero tanto en las prácticas como en las imaginaciones muestra cómo ese ideal vive a expensas de un tercero que mantiene viva la rivalidad, los celos y esa amenaza de pérdida permanente.
Strindberg no encontró en el matrimonio la contención y la serenidad que la institución le promete en secreto a quienes se afilian a sus cómodas prácticas y hábitos. Acreedores es un amplio diapasón sobre la concepción vampírica y persecutoria de una institución a la cual pareciera irle bien un nombre de mujer para nombrar ese proceso lento y amable de castración.
En El pelícano, Strindberg explora también el tema de los celos en un orden generacional, donde madre e hija se disputan un mismo objeto que pareciera que encela generacionalmente al padre y al hijo; una especie de Edipo al cuadrado donde el padre cela a la esposa y a la hija, y el hijo a la madre y la hermana.
Esas categorías, que hoy nos parecen tan propias del siglo XIX, muestran ecuaciones que se repiten en una permanente relectura de la condición humana en constantes que no dejan de sorprendernos y aterrarnos por lo que tienen de repetitivo y ordinario.
Lo artístico, el sueño de la creación
El espíritu de la época marcó profundamente a un dramaturgo cuya curiosidad intelectual funcionó siempre como una brújula. En 1907 apuntó hacia La interpretación de los sueños que Freud había publicado en 1900, y que inauguraba el siglo XX con una visión que deja atrás el mundo de las profecías y las interpretaciones que los charlatanes prefreudianos siguen utilizando para advertirle a los ingenuos que unas fuerzas sobrenaturales los aguardan detrás de la vigilia.
Los usos clínicos del sueño como “la vía regia al inconsciente” han sido ignorados por gran parte de los artistas (muchos neófitos lo siguen llamando el subconsciente) fascinados por el psicoanálisis, así como por ese paisaje sin tiempo ni espacio –como lo define Freud– que es el inconsciente. A fin de cuentas, se trata del escenario de muchas fantasías sobre el carácter autónomo que le confieren muchos artistas a la creación artística.
Strindberg no fue indiferente a esas proposiciones que se desprendían del mundo freudiano. Sin embargo, las perspectivas sobre las relaciones con la parentalidad, el poder del padre, la cuestión del Edipo, el problema de los celos, la misoginia como expresión de una homosexualidad no manifiesta, sus sugerencias en torno al polimorfismo homosexual que reina en las relaciones entre los sexos, su angustiada diferenciación..., están presentes desde fines de la década de los setenta en el siglo XIX y se expresan en piezas que son indispensables de su teatro.
Las extensas biografías, estudios e investigaciones documentales que continúan en expansión en la literatura sueca nos enfrentan a un Strindberg inabarcable. Si la producción periodística requeriría varios tomos, la narrativa no se queda atrás y el ensayo ocupa un territorio intermedio entre el apunte, la idea y el aforismo propiamente dicho; es decir, pensando en esa tradición donde el género está a medias entre el poema filosófico y la meditación.
Este centenario de su muerte es sólo un recordatorio de su pasión inextinguible, de la potencia de una imaginación plena de legados en todos los órdenes del pensamiento. El teatro le debe mucho y suenan como propias sus búsquedas, sus palabras sabias y visionarias sobre nuestra escena.