GONZALO UTRILLA O EL PINCEL
COMO VOCACIÓN Y CRUZ
Si bien es cierto que a Gonzalo Utrilla (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 10 de enero de 1945-Toluca, México, 24 de junio de 2008) "lo reconocieron personas de alto impacto intelectual y sólido prestigio", no es menos cierto que para él, pintar era un placer y un sufrimiento, placer y sufrimiento plenos. Nunca se anduvo Gonzalo con medias tintas. Él era un hombre de "todo o nada". Y así se plantó, del mismo modo que pintaba: en un solo trazo, de golpe, sin titubeos ante la vida.
A Gonzalo lo conocí apenas había llegado él a Toluca, por ahí de 1980. De inmediato simpaticé con el artista. Era un tipo de gran talante, mucha miga para la amistad; pero sobre todo un pintor en toda la extensión de la palabra. Inició su carrera artística como estudiante en el Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas (ICACH), en la Escuela de Artes Plásticas, que dirigía a la sazón el maestro Jacobo Martínez; ahí fueron sus maestros Luis Alaminos y Ramiro Jiménez Pozo. Más tarde ingresó a la carrera de Arquitectura en la Universidad Veracruzana, en Xalapa, donde fueron sus guías y maestros José Cuervo y Mario Orozco Rivera. Nunca negó las raíces académicas que lo prohijaron, por el contrario, a la menor provocación se daba tiempo de subrayar la importancia de sus mentores en su formación. Humilde como era, hacía suyos, sin aspavientos, los tropiezos y ausencias en su obra.
¿Por qué digo que para Gonzalo Utrilla pintar era una vocación y una cruz, dicotomía: placer y sufrimiento...? Muy sencillo. Así me llegó a confiar en varias ocasiones. Y daba gran importancia a esa doble vertiente de los rasgos de su personalidad.
Nnunca negó su neurosis creativa. Antes bien la asumió, tan es así que, en confianza, contaba cómo se había recluído, varias veces, en sanatorios mentales, motu proprio.
En diversos momentos estuvo en la casa; e hizo grandes migas con mi mujer, Emiret, y con mis hijos, Venus, Karla y Marte; pero esencialmente se vio provocado por las féminas e hizo retratos de Emiret, de Venus y de Karla. Desconozco por qué nunca hizo apuntes de mi persona o de Marte.
Gonzalo era un cosaco; bebedor de cerveza, vino tinto y güisqui. Gozaba contando su viaje a Alemania, donde triunfó con su obra pictórica. Decía tener raíces germanas en la sangre, aunque nunca negó los gérmenes de evidente origen libanés en su persona. Gran charlista, no gustaba de las interrupciones deportivas, menos en una reunión de amigos, de ahí que recuerde con gran exactitud su enojo contra Guillermo Fernández y yo cuando, en ocasión de festejar su cumpleaños en su estudio (de la Unidad Independencia, en Toluca), nos descubrió hablando de futbol (ya hacía de ello más de dos horas) y nos amenazó con corrernos si no regresábamos "al redil". Todo ello en medio de un gran gozo amistoso, cabe decirlo (lo cual borró de inmediato su disgusto).
Gonzalo era un pintor de dibujo firme. Trazos sinuosos, eróticos, grandes colores y humana visión de las cosas. Cabía en él decir lo que sabemos del erotismo: que es exaltación física del amor, concepto indisociable de la vida y por lo tanto del arte. La plástica de Gonzalo deja ver alta dosis de creatividad y genialidad en complicidad visual.
Chalo, que así era como lo conocíamos sus más cercanos, después de su triunfal estadía en Alemania consiguió exponer dos o tres veces en el Museo del Chopo y en la Galería de Nina Moreno, de la ciudad de México. Ello le permitió ser incluído en el Panorama de pintores mexicanos, que publicara la Universidad de Austin, Texas.
Entre el vasto número de personajes del mundo intelectual que reconocieron la obra de Gonzalo Utrilla, pueden contarse: Dionicio Morales, Raquel Tibol, Elva Macías, Rafael Huerta, Bernardo Ruiz, Otto-Raúl González, Enriqueta Ochoa, Sergio Magaña, Heraclio Zepeda, Pita Amor, Luis Mario Schneider, Hugo Argüelles, Marco Aurelio Carballo, Thelma Nava, entre muchos otros.
La obra de Utrilla toca fibras muy sensibles del arte académico, no obstante aparece libérrima, libre de preceptivas y aparentemente al margen de la academia. Alguien dijo por ahí, con mucho tino, que la obra que nos ocupa es un tratado visual de poesía. Y tuvo mucha razón; en el arte figurativo utrilliano aparece con mucha frecuencia el movimiento; la velocidad impresa en el papel o la tela por el autor parece transformarse en vida para lo representado.
Los desnudos de su vasta obra pueden tejerse familiares con los realizados por Jerónimo Antonio Jil (en el siglo XVIII), José Obregón y José Salomé Pina (siglo XX), aunque aparecen más cercanos en su intención a Manuel Ocaranza y Felipe Santiago Gutiérrez (fines del XIX e inicios del XX); pero sentimos que, por su naturaleza intrínseca, esta obra es más afín técnicamente a Clausell, Saturnino Herrán y Julio Ruelas, sin menoscabo de su individualidad a toda prueba, y su finísima personalidad plástica que nos lleva a aseverar que es una obra utrilliana, en la más completa acepción de la palabra.
No es casual que Gonzalo haya sido alumno de Mario Orozco Rivera, pues aparece el maetro en muchos de los rasgos de la obra aquí someramente analizada. Y en muchos de los apuntes de Utrilla se encuentran definiciones muy parecidas a la obra figurativa de Carlos Orozco Romero, de Cordelia Urueta, de Ricardo Martínez y de Francisco Icaza.
Puede decirse entonces que el utrillismo es ecléctico, en la mejor de las formas y aseveraciones, pues resume muchos de los conceptos, definiciones y variaciones de la pintura mexicana de todos los siglos, sin dejar de lado los logros alcanzados por la plástica en el ámbito internacional. No obstante lo cual, Gonzalo Utrilla fue siempre humilde y sencillo; amigo de sus amigos; enemigo de los enemigos del artista e incapaz de soportar los eufemismos burocráticos vestidos de pompa y leontina en aras para convertir el arte, y a sus creadores, en un botín, presa fácil para inconfesables fines.
Es una pérdida muy grande la ausencia de Gonzalo Utrilla, porque evoca a un artista a carta cabal, a un amigo sincero y a un valiente hacedor de existencia sin tapujos para llevar a buen puerto su obra, sin concesiones. Por eso se le extrañará, pero queda su obra como una herencia perenne para las generaciones venideras.
Toluca, México, junio de 2009.
Benjamín A. Araujo Mondragón.
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