Pere Borrell del Caso – “Huyendo de la crítica” (1874, óleo sobre lienzo, 76 x 63 cm, Colección Banco de España, Madrid)
En el Museo del Prado se cierra este mes una magnífica exposición temporal:
Metapintura. Un viaje a la idea del arte. Su objetivo lo resumen un par de imágenes. La primera es el cuadro
Huyendo de la crítica, que pintó Borrell y del Caso en 1874: un niño con aspecto picaresco, entre pilluelo y asombrado, saliendo del cuadro. Pone sus manos en el marco y avanza su pierna derecha, con la intención de saltar del mundo de la ficción al de la realidad, en la que vivimos nosotros, los espectadores. La otra es un
Autorretrato de Murillo, pintado hacia 1680: de nuevo, el pintor posa su mano en el marco, como si su intención fuese ir más allá del espacio pictórico y trascenderlo.
De forma implícita, lo que estos cuadros nos dicen (y explora la exposición) es que el arte ocupa un espacio concreto, que se desarrolla en una dimensión diferente a la del espectador, el público: mientras este vive en la realidad, el arte la imita, la retrata, expresa la sensación que produce. Se trata, por tanto, de dos dimensiones distintas: el mundo real y el estético. Lo que plantea la exposición es un viaje por los diferentes intentos que se han hecho por romper estas barreras entre ambos.
Murillo - Autorretrato
Estos cruces entre el ámbito de lo real y el de lo estético son frecuentes en el arte y la literatura del siglo XX. Es la base del teatro de Pirandello, por ejemplo, y los posteriores intentos de acabar con la cuarta pared. Existe la falsa sensación de que estos juegos son propios de los modernos (y posmodernos), inmersos en un pensamiento crítico y teórico ya muy evolucionado, mientras que los antiguos, siempre con estilo clásico y normativizado no los cultivaron, ajenos a la reflexión y la teoría sobre el arte y la literatura. Nada más falso. Es cierto que la Historia del Arte entendida como disciplina, nace en España con la obra de
Jovellanos (1744-1811), según se muestra en
Metapintura. Del mismo modo, quizá la consciencia de la Historia de la Literatura aparezca con Nicolás Antonio (1617-1684) y sus
Bibliotheca Hispana vetus y
Bibliotheca Hispana nova, de finales del siglo XVII, los primeros diccionarios sobre escritores españoles desde la época romana hasta su presente. Pero la conclusión a la que llega el público de esta exposición es que los antiguos (Velázquez a la cabeza) reflexionaron con mucho detenimiento sobre su propio arte, utilizaron sus propias ideas teóricas como material de sus cuadros y supieron jugar adecuadamente con los recursos a su alcance, sus materiales y elementos constitutivos, para explorar las fronteras entre el mundo artístico y el real.
Lo interesante es que la muestra no se agota en el mundo del arte, sino que extiende su referencia a la literatura, que, con el Quijote a la cabeza, hace lo mismo desde su propio lenguaje y sus propias normas genéricas.
La comparación entre las diferentes formas artísticas resulta muy interesante, aunque hay que partir de las diferencias que las separan. En el Siglo de Oro (Cervantes y Velázquez coinciden en el tiempo), el pintor tenía una consideración social diferente a la del poeta, al menos en teoría. La pintura se consideraba un arte manual, mientras que el poeta participaba de la gravedad y la elevación de la Filosofía. El objetivo de tantos pintores (Tiziano, Velázquez, Rembrandt) es reivindicar su propia valía y dignidad más allá de lo meramente manual, mediante signos que los ennoblecían en sus propios autorretratos.
La segunda diferencia radica en la esencia de sus propias artes y su lenguaje. Como dijo Machado, la poesía es palabra en el tiempo. Entre otras cosas, nos da a entender que la literatura es un arte que se desarrolla y se disfruta (o consume, según las preferencias) a lo largo de un lapso temporal: la lectura del Quijote (o Guerra y paz) se desarrolla a través de un larguísimo número de horas. Un cuadro, por su parte, se desarrolla en el perpetuo espacio cerrado del lienzo. Su aprehensión es espacial, no temporal. Esto quiere decir que un cuadro puede verse en una ojeada global de 30 segundos o bien disfrutarse en toda su complejidad durante horas (incluso años, volviendo reiteradamente a él).
El desarrollo de estas manifestaciones artísticas en el tiempo o en el espacio confiere a ambas artes características diferentes, que nace de la diversidad de sus propios materiales: las palabras (como símbolos, comunican a través de la abstracción) frente al color (y las formas que expresan). Sin embargo, quizá por desarrollarse en un mismo momento histórico, presentan elementos en común que la muestra desarrolla ampliamente en la pintura y apenas esboza en la literatura, como es lógico. Por ello, quiero dedicar estas páginas a desarrollar algunas reflexiones que, desde la ladera de la Literatura, me ha suscitado la exposición de El Prado.
Empecemos por los retratos y autorretratos, que ocupan un lugar muy importante en la muestra. Los pintores representan a sus colegas o protagonizan ellos mismos sus cuadros. Ya hemos visto como Murillo se presenta trascendiendo el espacio cerrado del lienzo, posar la mano en el marco, de manera que juega “explícitamente con la tensión que se establece entre el carácter bidimensional del cuadro y la aspiración del arte a introducir la tercera dimensión y a prolongar incluso el espacio de la pintura hacia el espectador”, según se lee en el programa del espectador.
Los autorretratos, como obra de género, se adecúan al retrato en general: presentan la figura del personaje y muestran sus principales características, especialmente su poder económico o aquello por lo que ha adquirido fama. Así se retrata Tiziano, de perfil, mostrando su nariz aguileña y su cadena de caballero que lo ennoblece. O Rembrandt, que en uno de sus múltiples autorretratos (que no se incluye en esta muestra) se presenta con su mirada penetrante, ropa lujosa y el bastón de maestro que lo dignifica como maestro de la Academia de san Lucas.
Tizziano - Autorretrato
Cervantes también se retrata, y lo hace del mismo modo, en el famoso prólogo de lasNovelas ejemplares:
“Este que veis aquí de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies.
“Este, digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación de Cesar Caporal Perusino, y de otras obras que andan por ahí descarriadas, y quizá sin el nombre de su dueño, llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo; herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de feliz memoria.”
Su punto de partida es el retrato de personajes famosos que se incluía en sus elogios: partiendo de un supuesto cuadro (de ahí el inicio deíctico: “
este que veis
...”, se describen sus principales rasgos físicos, logros más relevantes y la personalidad del elogiado. Yo diría, y creo que es más que una suposición, que Cervantes parte del
Elogio al Marqués de Santa Cruz que mi querido
Cristóbal Mosquera de Figueroa incluyó en su
Comentario en breve compendio de disciplina militar de 1596. Cervantes conocía el texto, pues publica allí un soneto (“No ha menester el que tus hechos canta”). Y conocía al marqués, pues ambos participaron (cada uno en el lugar que le correspondía según la jerarquía militar) en la batalla de Lepanto.
Copio el texto y juzgue el lector las similitudes:
"Este capitán que veis cubierto de resplandecientes armas, grabadas de oro, con un bastón en la derecha mano, llegando con su siniestra a la espantosa celada, que con sólo el rostro y cabeza descubierta manifiesta los dotes de naturaleza, bienes y riqueza de ánimo, de cuerpo y fortuna, dotado de gentil disposición, proporción y simetría de miembros con aire y desenvoltura, de severo y grave semblante, la frente levantada, lisa y clara, que manifiesta magnanimidad, y con los ojos representa cuidadosa consideración y buen acogimiento, y en la forma de la barba, templadamente cubierta y rara, se nos pinta una efigie de Marte, o de los que nacen en su constelación. Sabed que éste es Don Álvaro de Bazán, primer Marqués de Santa Cruz.”
No es aparentemente un autorretrato canónico el que Velázquez se hace en Las meninas, pero participa de muchas de sus características: se pinta a sí mismo en su actividad más característica, aquella por la que pasará a la posteridad: pintando. Además, se presenta con la llave de ayuda de cámara a la cintura. Es tradición que la cruz de la Orden de Santiago fue pintada con posterioridad.
En su lugar de trabajo (Los lugares del arte titula una de sus secciones la muestra) se retrató de nuevo Cervantes, escribiendo en su estudio, intentando escribir el prólogo a la primera parte del Quijote:
“Muchas veces tomé la pluma para escribille [el prólogo], y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío...”
Al final del prólogo, se despide, explicando lo que va a presentar al lector, cuáles son sus personajes y las historias que va a encontrar, como Velázquez nos muestra su trabajo y qué está pintando, el retrato de los reyes, reflejado en el espejo central de Las meninas, o poniendo las manos sobre el marco, para trascender el espacio de la ficción hacia la realidad.
“...verás, lector suave, [...] la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero; pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas. Y con esto Dios te dé salud y a mí no olvide. Vale.”
Entramos, de este modo, en aquello que más coinciden ambos artistas: lo que se ha llamado la realidad envolvente.
Velázquez llevó al extremo el juego entre el mundo retratado y la realidad en Las maninas. Para comprender el alcance de este cuadro, nada hay mejor que compararlo con otro similar de Goya, La familia de Carlos IV.
En Las meninas Velázquez se retrata a sí mismo pintando un cuadro. Lo que el espectador ve, en un principio, es la familia del rey que ha asistido a ver cómo están posando los monarcas. Por eso se le conoció durante mucho tiempo como La familia, pues en él aparece la infanta Margarita de Austria con su compañía (dama, dueña, enano, etc.) que ha venido a ver cómo posan sus padres ante el pintor real.
¿Dónde están sus padres, los reyes, la materia propia del cuadro? Evidentemente, no están. O sí: reflejados en el espejo central, aquel que focaliza todas las miradas, pues el punto de fuga central de la perspectiva frontal. Por tanto, la materia plástica, aquello que está pintando Velázquez, somos nosotros, es decir, los espectadores: el artista mira a su espectador, situado de frente.
Este magnífico artificio del ingenio, no fue comprendido, por ejemplo, por Goya: cuando pintó el retrato de La familia de Carlos IV, el artista se situó detrás de los retratados, para dejar huella de su trabajo. Pero no comprendió que los retratados no podían salir: los retratados deben de estar de cara al pintor. Nunca he entendido el error de Goya, pues parece que no hubiese hecho nunca un retrato: tanto los retratados como el pintor se sitúan en el mismo plano.
No así Velázquez, que entiende que debe jugar con dos planos, el de la materia plástica, los retratados, y el de la realidad, el pintor y las visitas que acuden a su estudio. Pero, por primera vez, los que aparecen en el cuadro no son los retratados; y los retratados se sitúan en el espacio de la realidad, pues es el espacio que ocupa el espectador del cuadro. Es a esto a lo que se refiere el término de la realidad envolvente: Velázquez ha superado la distinción de dimensiones para envolver al espectador en el cuadro. Este, al mirar el cuadro, se sitúa en el lugar que ocupan los retratados, y que se reflejan en el espejo, cosa que no comprendió Goya: en su cuadro, las dos dimensiones, la realidad y la materia pictórica, se sitúan en los planos tradicionales: el pintor y los retratados dentro del lienzo; el espectador, fuera de él.
El mismo artificio es el que logra Cervantes en el Quijote: romper la barrera entre la dimensión de la ficción de la novela y la realidad. Lo característicos de la novela –como la pintura- es la creación de un mundo, que vive en un espacio distinto a la realidad: la barrera entre ambas no llega nunca a cruzarse. Salvo en el Quijote. Primero, por la locura de su protagonista: confunde el mundo libresco de las aventuras caballerescas con el real. Este es el primer nivel. Pero sigue produciéndose en el plano de la ficción. Cervantes se las ingenia para que don Quijote, el personaje, invada de algún modo el mundo real, pues vive experiencias que también puede haber vivido este lector de la novela. Me explicaré.
Como dice el programa de mano de la exposición, “El Quijote es una «novela sobre la novela», que en su segunda parte contiene muchas referencias a la primera, y en la que desde casi el principio su autor utiliza la ficción de que la obra fue creada por Cide Hamete Benegeli, para tomar distancia de ella y tratarla como si fuera ajena.”
Efectivamente, desde el principio, aparece Cide Hamete Benegeli, ya en el capítulo IX de la primera parte, el historiador arábigo que narra los sucesos del ingenioso hidalgo. Los papeles se han de traducir de su lengua al castellano. El segundo autor utiliza esta traducción como fuente para narrar la historia. Él mismo nos explica en el capítulo IX de la primera parte cómo y dónde encontró estos papeles:
“Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con carácteres que conocí ser arábigos. Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno...”
Sobre este pasaje comenta el crítico Iglesias Feijóo: “Como en el prólogo Cervantes ha anunciado enigmáticamente que, «aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote», el lector se ve inducido a identificar al propio Cervantes. con este reciente autor segundo que ahora aparece comentando algunas circunstancias de la historia y, al fin, haciéndose con su continuación. Por tanto, nada impide que al «segundo autor» le llamemos Cervantes...”
Como Velázquez, Cervantes se nos cuela en su propia ficción. Pero esto es solo el principio del intento de trascender el espacio de la novela, como quien intenta saltar el límite del marco. Al empezar la segunda parte, don Quijote está reponiéndose de los esfuerzos realizados en la salida anterior. Recibe la visita de su joven vecino Sansón Carrasco, estudiante en Salamanca, que trae un libro recién publicado: la historia de las aventuras de don Quijote, contadas por Cide Hamete Benengeli.
A partir de este momento, los tres comentan el libro publicado, las aventuras narradas, y los personajes discuten sobre la veracidad de lo narrado en ella, o los errores que ha tenido el historiador arábigo al explicar los sucesos. Critican la inclusión de una novela independiente, El curioso impertinente, porque, sin ninguna relación con los personajes, rompe la unidad narrativa. Si nos fijamos, don Quijote da un nuevo paso para atravesar la frontera entre la realidad y la ficción: con este juego, los protagonistas empiezan a dejar de ser personajes de ficción para convertirse en seres reales de los que un autor ha escrito su vida y sus aventuras... ¡en algunos casos, con errores que no se ajustan a la verdad! Lo que les une al lector es que han hecho lo mismo: leer y comentar la primera parte del Quijote.
No contento con ello, Cervantes irá mucho más allá. En el capítulo 59 de esta segunda parte, don Quijote se detiene en una venta cercana a Zaragoza. Allí oye una discusión entre dos personajes que hablan sobre una segunda del Quijote. Nuestro ingenioso hidalgo se enfurece, pues lo que se explica en ese libro es mentira. Obsérvese: no se advierte de que ese libro lo ha escrito alguien plagiando los personajes, sino que los personajes son impostores, y los hechos explicados, falsos.
El resultado es que de nuevo, los personajes comparten una experiencia con el lector: leer y juzgar el apócrifo Quijote de Avellaneda. Además, de este modo don Quijote y Sancho resultan independientes de los libros que se han escrito sobre ellos, como si saltasen del cuadro, traspasasen el marco desde el lienzo a la realidad, como si discutiesen su sobre su propio retrato, y su existencia no se desarrollara en el espacio de la ficción sino en el mismo en el que se sitúa el lector.
Es el efecto de la realidad envolvente, como solo consiguieron crearla de forma magistral Cervantes y Velázquez. No son autores rigurosamente contemporáneos: cuando nace el pintor, el autor del Quijote tiene más de cincuenta años. Velázquez muere cuarenta y cuatro años después de hacerlo Cervantes. No creo que coincidiesen nunca, aunque entra dentro de lo posible que el pintor leyese el Quijote, como tantos otros en España. Pero de lo que no hay duda es que ambos participaron de un mismo mundo cultural, que se centra en Sevilla y la Corte, que les llevó a alcanzar unas metas comunes partiendo de formas artísticas diferentes.