Las ilusiones perdidas:
Fellini 20 años después
Fellini 20 años después
Foto: moviepilot.de |
Carlos Bonfil
“Demasiado viejo en sus primeras películas, terriblemente joven en las últimas.” Esta apreciación paradójica la hace el cineasta Manoel de Oliveira a propósito de su colega italiano Federico Fellini (1920-1993). A veinte años de la desaparición del director de Amarcord y a la luz de la evolución y transfiguraciones del cine contemporáneo en este nuevo siglo, es posible intentar una nueva valoración del trabajo del gran fabulador de Rímini, y de modo especial, de sus últimas realizaciones. Lo notable en La ciudad de las mujeres(1980), Y la nave va (1983), Ginger y Fred(1985) y Entrevista (1986) es no sólo el placer y la libertad con que Fellini se libra a la evocación nostálgica, acudiendo al artificio escénico, exacerbando el barroquismo de cintas anteriores, sino la lucidez un tanto amarga con que contempla la realidad y las perspectivas de la creación fílmica en la Italia neoliberal de Silvio Berlusconi. La muerte del director en 1993, a los setenta y dos años, simbólicamente coincide con una suerte de decadencia de todo el cine italiano que ha visto desaparecer a cineastas de la talla de Luchino Visconti y Pier Paolo Pasolini dos décadas antes, eclipsarse en la enfermedad y la inactividad artística a Michelangelo Antonioni, y abandonarse a la grandiosidad del espectáculo y a una estética convencional a Bernardo Bertolucci. Del cine italiano se ha disipado también en buena medida la conciencia política y su capacidad de indignación, las arriesgadas búsquedas formales y las exigencias de un punto de vista auténticamente crítico. Lo que se impone en el cine de finales del siglo XXitaliano, salvo excepciones, es el imperio del espectáculo televisivo. Fellini es, de modo elocuente, uno de los críticos más acerbos de este nuevo culto a la mediocridad mediática, y lo muestra de modo directo en Ginger y Fred, al evocar el ocaso de cierta manera de hacer cine y rendir tributo a rutilantes mitologías en los espacios mágicos de las grandes salas de cine, con un público vociferante e inquieto,
siempre extasiado; ese público que mostró y celebró en muchas de sus cintas el propio Fellini, pero también sus compatriotas Ettore Scola en Splendor(1989) o Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso (1988).
Marcelo, Anita y Federico en Entrevista. Foto: licantropunk.blogspot |
¿Qué ha quedado en lugar de todo aquello?
¿Qué nueva cultura reemplaza al cine de la evasión romántica? Con su estilo característico, Fellini elabora enGinger y Fred la crónica del desencanto. Amelia y Pippo (Marcello Mastroianni y Giulietta Massina) interpretan a dos viejas sombras de la época dorada del espectáculo, dos bailarines prófugos del music hall que penosamente intentan revivir para la televisión italiana los personajes de Fred Astaire y Ginger Rogers, sólo para descubrirse totalmente ajenos al mundo de la publicidad y la mercadotecnia que impone las nuevas reglas de juego del entretenimiento. Una imagen triste del envejecimiento con su carga de afeites y sueños derrotados se contrapone a la vitalidad nerviosa y excedida de los estudios televisivos, a la galería de presentadores y empresarios y estrellas del momento, ruidosos e infatigables, petulantes en proporción directa a su ignorancia, más caricaturescos aún que las starlets y paparazzi de La dolce vita (1960) y Ocho y medio (1963), orgullosos del poder del monopolio audiovisual y de su encumbramiento oficial en la Italia nueva. En este territorio de la eficacia satisfecha y valores artísticos tan instantáneos y fugaces que apenas persisten en la memoria pocos meses después de su aparición sorpresiva, el mundo de las artes tradicionales tampoco tiene ya una razón de ser, y sus fastos y sus mitologías se desgastan y desvanecen lamentablemente. En Y la nave va Fellini ofrece una vez más el réquiem de un mundo de fantasmas decimonónicos en el cortejo de cantantes de ópera que acompaña las cenizas de una diva a su destino final en altamar. Son las vísperas de la primera guerra mundial y la música de Verdi anuncia el cataclismo inminente. La evocación histórica apenas disimula el propósito crítico de Fellini, su enjuiciamiento de una modernidad que ha arrumbado a la cultura clásica en el desván de lo accesorio o inservible, todo en aras de la rentabilidad y la eficacia. Con el hundimiento de la nave de los excéntricos y locos, Fellini sella su amarga constatación de un mundo de fantasía sin propósito, ubicación o significación precisos, no sólo en el marco de la desquiciante guerra que se avecina, sino también en el entorno de una modernidad tecnológica dominada por el entretenimiento televisivo.
Esta visión corrosiva del monstruo catódico y sus antenas que, como hordas, invaden el paisaje en Ginger y Fred, tiene una faceta más amable, un año después, en la recreación del encuentro de dos grandes mitos fellinianos, el propio Mastroianni, alter ego por largas décadas del realizador, y Anita Ekberg, esa encarnación del ideal sensual femenino, más allá del desbordamiento carnal de la sarracena en Ocho y medio o la exuberante estanquera en Amarcord (1973) o las matronas en el Satyricon (1969) o en Fellini Roma (1971). Los nuevos paparazzi, esta vez de la televisión japonesa, participan del rito pagano de reciclamiento de las mitologías. En Entrevista las estrellas de La dolce vita vuelven a encontrarse en el domicilio de una Anita Ekberg convertida en plácida ama de casa, y parsimoniosos y envejecidos se libran al ejercicio de nostalgia al que los invita su director preferido. Juntos celebran la vigencia del encantamiento cinematográfico. En la pantalla casera se proyecta la escena emblemática en la Fontana di Trevi, y en este juego de espejos que contrapone dos tiempos y dos realidades se consigna la reivindicación suprema del talento de ayer en una época moderna e indiferente, esterilizada ya, espiritualmente vacía.
Fellini eligiendo los actores para su película Casanova, París ,1975. Foto: Michelangelo Durazzo |
Este tono de melancolía impregna las obras tardías del realizador italiano, y de modo particularmente agudo su reflexión sobre la sexualidad en esa proyección muy íntima de su escepticismo moral que es El Casanova de Fellini (1976), retrato exuberante del célebre libertino italiano, donde una rutina mecanizada remplaza los goces y la voluptuosidad de las míticas conquistas amorosas para exhibir no sólo el desgaste de un ser humano devorado por los excesos, sino, en alusión apenas velada, el de una civilización occidental moderna dominada ya por la voracidad y el consumismo. A pesar de una aparente diversidad temática, las cintas de Fellini en este período son vasos comunicantes que articulan una misma crítica social y un desencanto persistente. Esta imagen del seductor hastiado se repite en La ciudad de las mujeres, donde Snaporaz (Marcello Mastroianni,alter ego del cineasta, como en Ocho y medio) se descubre, por invitación de un amigo libertino, en un delirante universo poblado exclusivamente por mujeres, con todos los prototipos presentes en la obra del director (hembra devoradora, mujer fatal, figura materna, confidente comprensiva, ideal femenino), reunidas en un congreso feminista que habrá de juzgar al impenitente macho intruso, ridiculizándolo y exponiendo a un escarnio global sus petulancias gastadas y sus debilidades. Una suerte de prolongación del Casanova, pero también de aquel Guido (Mastroianni) que, látigo en mano, fustigaba a todo un harem de mujeres agradecidas. Expiación del macho crepuscular y tributo también a la mujer felliniana antes mitificada y vilipendiada que, para confusión y pasmo del realizador, en esta Europa de finales de los años setenta al fin se libera.
El cine desencantado que el director realiza a partir de El Casanova de Fellini deja constancia de sus propias ilusiones perdidas y muestra con un escalpelo particularmente afilado los yerros de una modernidad que al tiempo que congela la obra del artista como un producto pintoresco (lo felliniano), la critica por insistir en aquellas mismas obsesiones que antes juzgaba fascinantes.
Foto: themacutocollective.blogspot |
No se percibe con claridad suficiente que, de todos los cineastas italianos, el realizador deAmarcord es posiblemente el que mayor congruencia ha mostrado en una obra eminentemente autobiográfica. Y esa obra sólo muestra, de una etapa a otra, una evolución personal y artística con altibajos comprensibles, con crisis y transfiguraciones que informan de la proteica capacidad expresiva del realizador, y con una enorme complejidad en su delirio confesional. Considérense en su conjunto las primeras obras del cineasta. El impulso por plasmar enAmarcord (“Yo recuerdo” en el dialecto natal del cineasta) las reminiscencias de la propia infancia y adolescencia, tiene variaciones notables en obras anteriores, particularmente en Fellini Roma, donde el nombre de la ciudad se vislumbra en un cartel a lado del río donde juegan los adolescentes de Rímini. Hay instantáneas del proceso de maduración del joven alter ego de Fellini (Peter Gonzales) que abandona la provincia para descubrir la ciudad soñada y perderse en sus laberintos, sucumbir ante una mujer mítica (Anna Magnani), encarnación de la ciudad eterna, y asistir a esa feria de vanidades que el director ha venido lacerando gozosamente en cada una de sus películas, desde La dolce vita hasta Ocho y medio, con la exhibición de su esnobismo y sus miserias intelectuales, su fasto de pacotilla y sus celebridades decadentes. En Amarcord hay el recuerdo de una infancia en la provincia fascista, con personajes tiernos y pintorescos (la Gradisca, el tío loco, la joven Titta), y ceremonias religiosas y eventos grandiosos como la aparición en la noche de un gran buque transatlántico. En Fellini Roma el director explora los contrastes de la ciudad bajo tierra, con frescos antiguos que se desvanecen al momento de ser descubiertos, y la desquiciante urbe moderna que el escritor Gore Vidal, entrevistado en la cinta, califica de “lugar ideal para esperar el fin del mundo”. Esa nueva Babilonia es también la ciudad de Moraldo (Franco Interlenghi), el joven provinciano que en Los inútiles (I vitelloni, 1953) abandona a su familia, a su joven amigo y a sus camaradas de juerga para ir en pos de un destino incierto y estimulante. De otras obras mayores del realizador se ha hablado abundantemente (La calle, Las noches de Cabiria, La dulce vida, Ocho y medio, Julieta de los espíritus, Satyricon); todas ellas son obras emblemáticas que insisten en los temas y las obsesiones artísticas ya señaladas, y en ocasiones los exacerban. El cine de Fellini es relato autobiográfico, recuento pintoresco de la vida de provincia, almanaque de ritos de una iniciación juvenil, azoro ante el tonificante caos de la vida citadina y sus ofertas, infatigable búsqueda del ideal femenino a través de sus espejos deformantes, sátira también de la burguesía satisfecha, del esnobismo intelectual de las élites y del pétreo inmovilismo de la alta jerarquía eclesiástica. Ese cine es de igual manera un largo recorrido que va de los primeros entusiasmos juveniles al desencanto amargo de la edad madura. Al escéptico realizador veterano de Ginger y Fred y deEntrevista, denostado por los críticos implacables que le reprochan insistir en los mismos temas y esquemas de representación, en evocaciones anacrónicas y sátiras sociales gastadas, el tiempo ha terminado por darle la razón hasta volverlo casi un visionario. Las salas de cine en varios países europeos están hoy casi desiertas, los raquíticos presupuestos para la creación fílmica en países como España la condenan a una extinción a corto plazo, y el poderío del entretenimiento televisivo es en todas partes avasallador. Ninguna conciencia crítica ha podido plasmar en el cine los posibles alcances de esta debacle tan certeramente avizorada por el realizador de La voz de la luna (1990), su última cinta. A veinte años de la desaparición de Fellini, su cine representa una vigorosa resistencia cultural que, por el bien de la creación artística, importa hoy mantener viva.
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