Vinicius bajo el signo de la pasión
Rodolfo Alonso
Foto: diversao.terra.com.br |
El pasado 19 de septiembre, Vinicius de Moraes (1913-1980) habría cumplido cien años. ¿No parece increíble? Porque si hay alguien que estuvo vivo y joven, intensa y apasionadamente vivo, fue él. Tanto, que de su propia vida hizo leyenda. Y una leyenda que, teniendo fundamentos, también sirvió para opacar su veta más honda y más fecunda: su íntegra, completa, decidida, devota, fervorosa entrega de fondo a la poesía.
Como Rimbaud, su guía, su gurú, su maestro, quiso “cambiar la vida”. Y lo logró, no sólo con su propia existencia, sino también con las múltiples resonancias que hizo crecer en muchos otros. Patriarca inveterado de la noche bohemia, sereno en el exceso, convicto del alcohol y de la música, de la poesía y del amor, su sensacional asunción de una figura nueva (brasileñísima) de hombre público, lo llevó con naturalidad, sin proponérselo, con clase, a enfervorizar primero a su país, luego a América toda y finalmente al mundo.
¿Quién iba a sospecharlo cuando se inició como el alumno más fiel de los jesuitas, ceñido por límites, culpas y ensueños metafísicos? ¿Quién iba a imaginarlo cuando muy joven alcanzó el ansiado rol de diplomático, y de ejercerlo en las más bellas ciudades del mundo? Pero en su interior bullían como jugos nutricios los mil rostros complejos de su Brasil. Y el primer cambio fue tan revelador como insólito, dejó Itamaraty para recluirse en la ciudad más hondamente espiritual de su país: Bahía, “la Roma negra” que tan bien bautizó Jorge Amado.
Desde allí su vida parece un torbellino, pero un torbellino envidiable, y los poemas y los libros se unen naturalmente con la música y los ritmos de la bossa nova, un sutil y contagioso movimiento musical que, como ocurre en Brasil, fue tan auténticamente nacional como ineludiblemente universal. Se dijo que había abandonado la poesía por la música, por la bohemia, por el espectáculo. Pero en realidad no fue así: Vinicius se mantuvo siempre leal a la poesía, y esas canciones y esa música eran la mismísima, la mejor poesía. Reunió la secular tradición de los trovadores, que siempre cantaron sus poemas, con el prodigioso manantial de la música popular. Vinicius demostró y alcanzó a devolver a la poesía, a la verdadera poesía, que nunca estuvo totalmente encerrada en los libros, todo el fuego y el calor de la música hecha voz: la poesía misma.
Y fue otro gran poeta brasileño, nada menos que Carlos Drummond de Andrade, funcionario público, de vida silenciosa y retirada, que nunca dejó su departamento de Ipanema, que nunca aceptó subir a un avión y conocer el mundo, quien lo pudo expresar mejor que nadie, con su austera precisión de mineiro, de nacido en Minas Gerais: “Vinicius es el único poeta brasileño que osó vivir bajo el signo de la pasión. Es decir, de la poesía en estado natural.” Y no sólo eso, sino también: “Fue el único de nosotros que tuvo vida de poeta.” Y por si fuera poco, confesó Drummond: “Yo hubiera querido ser Vinicius de Moraes.”
Es una lástima que aún no haya sido traducida la mejor biografía que conozco, la más intensa y viva, la más reveladora, de Vinicius de Moraes. Se titula El poeta de la pasión, y le llevó dos años a mi amigo José Castello, que en 1995 me dedicó en Curitiba un ejemplar de la segunda edición, magníficamente ilustrada con fotos y editada por Companhia das Letras. Allí se advierten ejes que vertebran la vida y obra de Vinicius: el amor, que le dio nueve casamientos, siempre con mujeres de misteriosa belleza, y el activo círculo de sus amigos: de formación, compañeros de bohemia, artistas, poetas y músicos. Y embebiendo todo eso, poemas y canciones que le fueron naciendo. Y que nunca dejaron de estar ligadas con hechos concretos de su vida.
“La poesía es tan vital para mí que llega a ser el retrato de mi vida”, afirmó él mismo. Y añadió, dejándonos sin más que decir: “Por lo tanto, juzgar mi poesía sería juzgar mi vida. Y yo me considero un ser tan imperfecto…”
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