domingo, 7 de noviembre de 2010

TOTEM (sexta parte)

Ahí estaban, lo mismo los hijos del difunto con Áurea, su primera mujer, -José Concepción, Elodia, Leonor, Camerina, Ángela, José Trinidad del Sagrado Corazón de Jesús, Cándida y José Francisco-, que los hijos que concibió con Ensoñación -José Camilo, Jesusa, Amada, José Austreberto, Leopoldina y José Elías-, ó los que parió Refugio -José Agustín, Martina, Graciela, Eduwiges y José Serafín. Todos, como ha quedado dicho, de apellidos Marín Garduño. Estaban asimismo ante el postrado cuerpo de su padre: José Waldo, Esther, Lourdes, Silvia y José Jorge, hijos que habían sido de Isabel Corona, la cuarta mujer del difunto; y los menores, los hijos de Santa Gómez: José Soledad, María Saudade, José Fermín, Teresita de Jesús y Artemisa.

Por cierto que los últimos cinco hijos de José Carmen, a diferencia de los anteriores veintitrés eran sombríos, introvertidos, huraños en su trato. Diríase que estaban siempre con la mirada puesta en el infinito, molestos en apariencia por la presencia delante de ellos de cualquiera; poco sociables, casi nada amigables, desconfiados, malhumorados, arrebatados en sus temperamentales reacciones. Esa coraza de carácter sólo era rota por los demás hermanos que, en aquellas esporádicas ocasiones en que se congregaban en la casa paterna, desbarataban con bromas y muchos apapachos, el malestar temperamental característico de los Marín Gómez que, lo reconocían, sentían la misma pasión tribal que sus sanguíneos por el tronco familiar y la figura del líder paternal.

En las familias se decía que esta descomposición del carácter y de las maneras y el temperamento, les venía a estos cinco menores del difunto, por herencia de los Gómez. Sucedía que esa familia, oriunda de Zitácuaro, Michoacán, tenía una extraña dilección por la esoteria, la muerte y las sombras. Sus rostros, morenos de por sí, guardaban desde la adolescencia unas enormes ojeras moriscas que, con el ceño enjuto, creaban la imagen ofensiva a los ojos de sus interlocutores o de sus lejanos observadores. Casi siempre vestían en tonos oscuros, con modelos de evidente atraso. Pero lo más importante: la tradición familiar, por el lado Gómez, dictaba que eran muy pocas las opciones profesionales para sus descendientes que indefectiblemente se dedicaban a embalsamar cadáveres, a administrar funerarias o panteones o -como médicos- a ocupar las plazas de legistas ante las autoridades judiciales. Ellos veían con naturalidad ocuparse de tales menesteres, pero a la gente común no dejaba de parecerle mórbido lo que hacían. Ya es de imaginarse: en torno de ellos se tejía y respiraba un halo de misterio y cierta repulsión.

En la época en que José Carmen estuvo casado con Santa, aquél decía que ésta se dedicaba a la brujería. Pero lo contaba con tal desenfado que muchos no se lo creyeron, porque, pensaban, que se trataba de una más de las historias que urdía José Carmen para divertirse a costillas de los demás. Pero era cierto: Santa sabía un buen trecho de artes ocultas, maleficios, remedios caseros y amuletos. En un momento dado obligó a José Carmen a llevar consigo, dentro de la funda de la pistola, un pedazo de lienzo rojo al que ella le cosiera una bolsa pequeña, negra, que guardaba unas piedrecitas, arena, un alfiler sin punta y unas hojas de laurel secas y casi pulverizadas.

-Es para que ni te maten, ni jamás te manches las manos con la sangre del prójimo. Con eso ni necesidad tendrás de usar la pistola, -le decía.

Llegó una época en que José Carmen, incrédulo desde todala vida, creyó en algunos de los malabares de su mujer que, además, era una beata redomada, pues pasaba horas y horas, todos los días, en el templo, cumpliendo con las obligaciones del culto y en las comisiones de una buena cantidad de nombramientos acumulados en asociaciones, agrupaciones y uniones diversas, prácticamente todas las existentes en el templo del Carmen de San José.

Ahora estaban ahí los Marín Gómez: serios, más que de costumbre; sombríos, mucho más que cotidianamente; pero como todos los demás hijos del difunto, portando en el interior el orgullo del clan, la pertenencia tribal, con altivez. José Soledad y María Saudade, los mayores, que eran cuates -la sapiencia popular distinguía a éstos de los gemelos como dos categorías específicas de mellizos, diferencia que la ciencia médica confirmó con el paso del tiempo-, sin mayor parecido físico pero con una impronta espiritual que podría llegarse a pensar, si eso fuera posible, que se trataba de una entidad con dos cuerpos, se encargaron de organizar, entre todos los hermanos -sin discriminación de madre-, las guardias ante el féretro del tronco aquel que les inventó esta vida.

Cuando vivió, ya en sus postreros años, la infancia de sus hijos los Marín Gómez, entre libaciones de Sagargnac -un coñaquito que me llega en barco desde Veracruz, decía, sacando un peine de oro con el que alisaba sus gruesos bigotes- o generosos tragos de Prodigiosa -una bebida de yerbas que preparaba la tía Cota-, y apapachos muy sentidos a sus retoños, José Carmen lloraba a moco tendido durante horas. Cuando Santa lo inquiría sobre ese comportamiento, contestaba invariablemente, palabras más, palabras menos:

-Me gusta estar con estos chamacos porque nos demuestran lo que hemos perdido, mujer; además, mi abuela siempre dijo que para tener el corazón bien aceitado hay que dejarle escurrir, de vez en cuando, unas buenas gotas de llanto. Con mayor razón cuando uno ha llegado a viejo, mujer: no me estés descomponiendo el lloro y ¡cállate la boca!

Santa, como es de suponerse, también con muy pocas variantes, se encogía de hombros y se refugiaba en la vetusta máquina de coser para zurcirle a su marido una camisa, una camiseta o aquellos largos calzones de franela que el viejo usaba para guarecerse del crudo invierno.

También hubo ocasiones en que, como un niño, José Carmen se encerraba en la biblioteca, con antiguos libros que habían correspondido a las lecturas de su padre o de su abuelo, para llorar en recuerdo de ellos. En esos momentos, Santa y los niños sabían que era imposible interrumpir y de ser posible, poco recomendable, hacer ruido. Sólo se oían los monólogos del anciano patriarca, entre sollozos, que recordaba, comentaba, reclamaba, criticaba y preguntaba todas las cosas pendientes a sus ancestros.



FIN FIN FIN FIN FIN FIN FIN FIN FIN FIN FIN FIN

1 comentario:

  1. Tomado del libro Patíbulo de banqueta,
    Editorial La Tinta del Alcatraz, 1994.
    Toluca, México.
    MËXICO

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