viernes, 31 de julio de 2015

CUMPLIR LA RECETA, Benjamín Adolfo Araujo Mondragón

CUMPLIR
LA
RECETA

Benjamín Adolfo Araujo Mondragón


¿Estofado de almeja? Eso nunca me ha gustado, dijo Eva.
Pedro le contestó: No importa, debes comértela te hará mucho bien, eso es lo que los médicos te han recetado y no estamos como para desobedecer. Ya sabes de las terribles consecuencias en caso de no hacerlo...
Ambos hicieron memoria. No hace mucho tiempo habían fallecido, en circunstancias muy parecidas, los padres de ella; los dos, enfermos de diabetes, como Eva misma, habían incumplido las órdenes de los especialistas y en menos de una semana, padre y madre murieron al subírseles exageradamente el azúcar...
A regañadientes, Eva ingirió el estofado, pero olvidó las recetas que Pedro tampoco recordó; ese fue el trágico olvido que hizo, ya en las exequias de su mujer que Pedro se suicidara.

ALAS, Benjamín Adolfo Araujo Mondragón


VOLAR
¿Cómo decir este deseo de alma?
Un deseo divino me devora;
pretendo hablar, pero se rompe y llora
esto que llevo adentro y no se calma.

¿De qué desierto antiguo eres memoria que tienes sed
y en agua te consumes y alzas el cuerpo muerto
hacia el espacio como si tu agua fuera la del cielo?

Vueltas y vueltas doy por esas calles;
por donde quiera, me siguen las paredes silenciosas,
y detrás de ellas,
en vano saber quiero
si los hombres mueren o sueñan.

¿Qué mundos tengo dentro del alma
que hace tiempo vengo
pidiendo medios para volar?
Alfonsina Storni

Tengo ganas de tener alas
para tender al cielo
mis alas y deseos de inmensidad.

Alas quiero, a las 6 de la mañana;
alas quiero, a las 8, a las 9, a las 10;
alas quiero todo el día
y no acaba ni acoplo mis
infinitos deseos de verme
en tus miradas al viento.
Alas, sólo alas, a las sólo
alas: a la hora que tú pidas
alas tendrás, muchas alas
para volar por el infinito
y hacerlo tuyo por siempre.

Alas, alas, alas, a las cinco,
a las seis, a las siete: a todas
horas: alas, alas, alas: vuelo,
vuelo y vuelo; traspasar los
problemas con las alas y
romper con las olas y las
alas el viento del oriente…

Alas, a las…, a las…, alas, alas…
alas a todas horas del día;
alas para la noche, para la luz
para la oscuridad; para el gris
de las tempestades; para la mitad
de la risa, a medias de la alegría…

Alas para mi sueño, alas para mis
pesadillas; alas para arriba, alas
para abajo; alas para el centro:
alas aún sin plumas, alas con
plumas: alas transparentes, alas
dedicadas al amor, alas para odiar,
a las 7 nos vemos, te recojo 7:15;
no llegaste a tiempo: ni modo:
¡¡¡Adiós!!! Alas para decirte Adiós…

LUISA JOSDEFINA HERNÁNDEZ: MIS TIENDAS Y MIS TOLDOS, José María Espinasa


 
José María Espinasa
Luisa Josefina Hernández en 1928. Foto: INBA
La familia es una protección nómada y efímera, dice la novelista y dramaturga

A los ochenta y cinco años, la prolífica dramaturga y novelista Luisa Josefina Hernández (1928) entrega a sus lectores la novela Mis tiendas y mis toldos (FCE), asombrosa muestra de su intacta capacidad creativa y, como en el caso del también muy activo Jorge López Páez (1922) –con A huevoKuala Lumpur– otro narrador longevo, se trata de un libro lentamente destilado. La historia se desarrolla en la línea central de su obra: las entrañas de la vida familiar, sus traiciones y atmósferas cerradas, sus condiciones de organismo vivo con un comportamiento propio, con autonomía de los individuos como tales. Saga familiar que asume la imposible representación total de su acontecer –ya no estamos en el siglo XIX, pero seguimos en él, pensaría la autora– y que, como en sus orígenes literarios, en los años cincuenta, busca crear la unidad a partir de la intensidad.
No obstante, si Hernández asume que esa intensidad es lo que da sentido a sus personajes, también sabe que ello no quiere decir en todos los casos condensación, y su novela discurre casi en tono proustiano, demorando en la página las descripciones y la construcción de las psicologías de los personajes, a través de diálogos y anécdotas, con un virtuosismo que rechaza la necesidad de la aceleración y considera que la rapidez se da de otra manera, pues –como señala Paul Virilio– tiene como horizonte la inmovilidad. Es una novela que apela al gusto de la lectura desde el mismo proceso de la morosa escritura, más allá de que podamos pensar que Mis tiendas y mis toldos es la novela de su vida, en el sentido de ser la apuesta mayor de su narrativa, de aquel en que Conolly nos habla de la obligación del escritor: hacer una obra maestra.

Así, como sucede con la novela póstuma de Francisco Tario, Jardín cerrado, obra maestra que paradójicamente es la pieza olvidada en el rescate contemporáneo de este autor, las posibilidades de que su fragmentación se asimile a una arquitectura que se niega a sí misma como tal y afirma su inacabamiento como condición cualitativa y no como circunstancia, es muy alta. Y lo que se puede objetar en ella de escritura previa, de apunte, es en realidad su condición fundamental (de la misma manera que la obra maestra de Conolly fue un “cuaderno de apuntes”, en cierta manera un libro de circunstancias: (La tumba sin sosiego) y que esto tenga, en efecto, que ver con la edad de la autora, pero también, y de forma más importante, con lo que a lo largo de sus numerosas obras de teatro y narraciones ha buscado plasmar.

Ella forma parte de una generación excepcional de narradoras: Elena Garro, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, Josefina Vicens, Rosario Castellanos, hasta cerrar con Elena Poniatowska. Casi todas ellas, a su manera, sufrieron lo que aquí llamaremos la tentación escénica. En Elena Garro es evidente, sus obras teatrales son extraordinarias y una de las piedras de toque de la dramaturgia de la segunda mitad del siglo XX mexicano, caracterizadas por su angustia asfixiante que anuncian el delirio de algunas de sus obras póstumas (Andamos huyendoLola yTestimonios sobre Mariana). Inés Arredondo hizo crítica teatral y estudio arte dramático, Vicens y Dueñas escribieron para la pantalla, etcétera.

Su contraparte es, en cierta forma, Luisa Josefina Hernández: frente al delirio de Un hogar sólido, por ejemplo, formula la condición nebulosa, evanescente e incluso mentirosa de la familia con un tono más realista. Y lo hace desde una posición de absoluta lucidez. Baste recordar las breves piezas de su juventud reunidas en La calle de las maravillas, libro formado por diálogos escénicos, casi ejercicios teatrales, verdaderas joyas literarias que en su condición de literatura menor muestran claramente la intención de su autora: comprender los resortes internos de las relaciones amorosas y familiares.
No es que no esté poseída por la angustia, pero a diferencia de Garro, y también de Dueñas, Arredondo o Dávila, el universo familiar no se resuelve en ensoñación y pesadilla, sino en sufrimiento concreto en la circunstancia vivida de los personajes. Si para las primeras es una condición de futuro, para la segunda es una condición de pasado. Es el presente el que da sentido al pasado y en esa dirección ese pasado se encuentra delante, es un futuro. Por eso todo es racionalidad y busca que sus personajes pongan los pies en la tierra. Los personajes, sobre todo los femeninos, deMis tiendas y mis toldos, sufren de esa combinación inherente de racionalidad y realismo, que en términos sociológicos define a la novela como un género burgués, y busca comprender el funcionamiento de clase a través de los tramados sentimentales, que son también y sobre todo relaciones de poder.

Por eso, por ejemplo, frente la esencia fundamentalmente de cuentistas que tienen sus contemporáneas ella reivindica la novela. En distintas entrevistas ella ha señalado que la novela la escribe por gusto y el teatro por encargo, y en algunas agrega que el cuento como género no le gusta ni convence. Y ese disgusto se debe a que no le permite desplegar esa condición de un pasado como futuro, ella necesita tiempo y espacio para sus personajes. Eso también provoca que frente a la parquedad de la obra de muchas de sus compañeras de generación ella tenga una bibliografía considerable.

La novela narra desde distintas miradas y personajes (no son necesariamente sinónimos en su texto), el devenir de una familia de clase alta, las desventuras de un matrimonio mal avenido, los distintos matices del progreso o la caída social en una época postrevolucionaria, que podemos situar hacia los años treinta y que coincide con la infancia de la autora, con un México bronco apenas intuido aunque presente, y un retrato de idiosincrasias diversas, con gran sutileza descriptiva. Sin embargo, y aquí es donde la sensación de inacabamiento de cada fragmento se vuelve importante, parece que viviéramos al avanzar la lectura en las ruinas mismas de ese núcleo social llamado familia, aunque teñido por una inmensa nostalgia por una tal vez quimérica edad de oro de su vigencia.

Uno se preguntaría, con Proust, si se puede narrar la saga familiar después de él sin verla justamente como un tiempo perdido, que obtiene su intensidad de haber sido perdido. Por eso, cuando la nostalgia se adelgaza –y eso pasa en Mis tiendas y mis toldos– la narración se vuelve cruel y dura en su mirada. Y ella no cae en la tentación –su temperamento no se lo permite– de la fantasía o la ilusión, probablemente porque intuye que esa ensoñación acaba en pesadilla. Eso provoca que, en una mirada en cierta forma antiromántica, el amor no sea un sentimiento personal sino un hecho social. No hay flechazo, o si lo hay es condicionado, lo que provoca que incluso el amor cumplido fracase más allá de su cumplimiento y le pase el costo de su fracaso a otros, en especial a los hijos, de manera que justamente se vuelve –casi en sentido marxista– un mecanismo de sobrevivencia ideológica y en modelo de comportamiento.

El universo femenino, aunque también el masculino mirado desde las mujeres, deja ver ciertos rescoldos de un sentido idílico que, sin embargo, se considera ya rebasado. Por eso ellas, en esta narrativa, tienen ese trato inclemente, ya sea con sus parejas, ya sea con sus hijos o con los parientes, el nexo nunca se pierde, pero no está sustentado en el amor o en el cariño, sino en el papel que cumple en el engranaje cada individuo. Pero si la palabra engranaje nos remite a un símil mecánico, en realidad deberíamos utilizar términos biológicos para caracterizar el comportamiento familiar.

Es importante subrayar que Hernández no sublima lo femenino en sus personajes, sería incluso absurdo llamarlas heroínas, más bien resalta el carácter calculador de sus pasiones, y, sin embargo, desde el título mismo de la novela no deja de sugerir el carácter evanescente de ese organismo: la familia no es un hogar sólido, ni siquiera de manera paradójica, como en Garro, sino una tienda, un toldo, protecciones nómadas, efímeras. Por eso divide de forma tan tajante el amor de lo sexual, como si fueran dos roles distintos, y, a su vez, es la reproducción lo que los distingue. Muy pocas veces los tres vértices del triángulo –él, ella, ellos– se ponen en juego simultáneamente.

Lo que da un rasgo notable es que ese comportamiento familiar no está desposeído de emoción e intensidad, sino que, al contrario, ese marco le permite pasajes de enorme tensión lírica entre las parejas y los amantes, entre los familiares y los hijos, y dar una mayor riqueza de contexto. Si bien no tiene el delirio iconoclasta de Elena Garro ni el sentido poético de Arredondo, sí tiene mucho más presente ese contexto en el cual la decepción ocurre. Y eso, la decepción, sí es un rasgo común de todas ellas.

Hay que agregar algo más en su caso: la decepción sin queja. La narrativa de esta autora, y en especial esta novela, no toca ni el delirio ni el melodrama justamente para darle consistencia estética a su condición narrativa. Las descripciones del matrimonio arreglado, pero no sin amor, condenado desde el principio por la distancia misma entre los universos de los dos protagonistas, contrastan con el diverso y muy rico universo circundante: parientes, amigos, relaciones laborales que forman el nido donde se cultiva la familia, como un ente con su propia lógica, su propia manera de pensarse a sí misma, supra ideológica, dinámica propia que no tiene nada de sagrada, familia que no se juega entre lo sagrado y lo profano, ni entre lo litúrgico y lo arrebatado e incontrolable, sino en una esfera donde las relaciones amorosas son, nuevamente, relaciones de poder. Por eso el lirismo que consigue no es fruto de la emotividad, sino del rigor en la comprensión psicológica de sus personajes (herramienta fundamental, sobre todo en la dramaturgia).

Ese rigor, insisto, con una mecánica cartesiana, con una precisión de relojero, crea el misterio propio de toda narración, en la intensidad de los sentimientos, misma que naturaliza a los personajes; en La cólera secreta (1964) esto se ve claramente. Aparentemente el comportamiento de los personajes es incomprensible si no se les considera enfermos, los triángulos amorosos están dibujados con precisión, pero nunca explicados o determinados por una cólera que nada en ellos explica, y cuya fuerza viene precisamente de su condición inexplicable. Cuando esa cólera se extiende a una comunidad, como en La plaza de Puerto Santo (1961), y se tiñe de costumbrismo, la cosa no cambia, el mal sigue presente (y subrayo: el mal con minúscula, pues no hay una maldad diabólica, aunque hubo épocas en que la diferencia entre estar poseído y estar enfermo no existía). Y el mal se define en este universo narrativo por el daño que se causa a otros o a uno mismo, incluso (o sobre todo) cuando no es estrictamente deliberado.

Cuando Luisa Josefina Hernández recurre al humor como elemento que hace evidente ese mal minúsculo, cercano a la parodia, no alcanza los registros tan hirientes y ácidos del humor de Jorge Ibarguengoitia o, en otra dirección, Sergio Pitol, precisamente porque tiene mucho más apego a sus protagonistas. Y también por eso, cuando su temperatura lírica aumenta, se debe a que esos personajes se hacen cargo del universo narrativo y no son consecuencia de él, y por eso también la construcción de sus libros tiene que ver más con un oficio que con un rapto de inspiración.
luisa josefina hernández pertenece, pues, a una generación en donde al interés por el teatro se suma una convicción de que el texto dramático tiene una enorme importancia como literatura. En autores como ella y Jorge Ibarguengoitia, entre otros, se establece una continuidad con la práctica teatral de los Contemporáneos, y con la esencial bisagra de Emilio Carballido, un poco mayor que ellos. Y en el teatro, Luisa Josefina Hernández encontró una de sus mejores facultades: la capacidad de escribir diálogos. Una recopilación de sus obras de teatro, Los grandes muertos (2007) muestra cómo para ella el teatro es también parte de la saga familiar que la novela escribe a lo largo de su acontecer como género moderno, es el gran género moral de nuestra era. Pero si escribe para la escena es para sentir su realidad física como respaldo de su realidad psicológica. No obstante, no cambia su sentido entre narrar y teatralizar, pues si bien la inmediatez del teatro (me refiero a su representación) hace más evidente su condición coral, la novela también la tiene. Por ejemplo, a pesar de que su narrativa suele ocuparse de temas y asuntos íntimos, no es una narrativa intimista; toda novela es, en sentido balzaciano, una comedia humana, un ejercicio de comprensión de la realidad.
Comprender qué es lo que ocurre en el imaginario narrativo, como bien saben los médicos con las enfermedades, no significa ni tener la cura ni poder curarlas, pues la narrativa no es un género que sirva de profilaxis, sino una toma de conciencia ética y estética de la manera de estar en el mundo. Es más, no se trata de curar nada porque el dilema amoroso no debe ni puede ser visto como un asunto clínico, sino como un asunto narrativo. De allí la importancia de la novela en una sociedad que ha simplificado su idea del tiempo limitándola al fluir cronológico. En el diálogo entre el cuento y la novela tercia la dramaturgia; frente a la búsqueda del instante privilegiado, la necesidad del tiempo como lugar de la vida de los personajes. Ese diálogo alcanza un momento clave en los cincuenta con la obra de Rulfo, justo cuando Hernández empieza escribir. Hasta ahora se ha considerado el tiempo de sus cuentos y el de la novela del jalisciense como el mismo tiempo, pero la lectura de algunos de los narradores surgidos en aquella época nos ayuda a diferenciarlos. Para Luisa Josefina el realismo mágico es, si no inexistente, apenas un barniz en algunos de sus relatos. La magia es esteticismo, el misterio una elección ética.

Eso es lo que produce una cierta sordina moral en el comportamiento de sus personajes. El problema del bien y del mal como elección cambia de signo, no es que sean malos o buenos, es que el bien no es posible. Pero hay que distinguir el bien de la bondad, dos conceptos cercanos pero distintos, el último relacionado con la religiosidad cristiana. Entre las narradoras de su tiempo, es Hernández la que tal vez está menos contaminada por la culpa, porque no se propone crear en sus personajes un sentimiento de culpa, ni siquiera un sentimiento de culpabilidad, que no es lo mismo. No hay juicio: esa es la más profunda actitud ética, es decir, narrativa. En general, el punto de vista narrativo, incluso cuando se da en un personaje masculino, tiene un sentido femenino. ¿Qué significa esto? No que busque un discurso de género, sino que diseña una forma de comprender el flujo narrativo en que todo se mira desde ese mundo no tanto matriarcal sino, aunque la palabra no es la adecuada, ginecocrático: el eje del mundo sensible es femenino y al hombre se le relega al fáctico como reino de la apariencia. No obstante, en esa aguda mirada no hay desequilibrio, también crea personajes masculinos espléndidos, todos necesarios al engranaje.

Al tratar de entender plenamente el sentido de una novela tan importante como Mis tiendas y mis toldos pensaba en la palabra tienda en su doble sentido: la tienda en que se vive de manera efímera, o más bien de manera provisional, la tienda de la caravana, que se levanta cuando se reemprende el camino, y la tienda donde se exhibe y vende mercadería. Me inclino a pensar en la primera acepción, pero conservando de la segunda la idea de exhibición ante el otro, ante el comprador. En cierta manera, en este universo narrativo toda otredad está definida por la compra. Por eso es un juego –en inglés la palabra play designa también a la obra teatral– de papeles, de roles dramáticos.

La carga semántica, sin embargo, se desplaza de la fragilidad de los toldos y las tiendas a la contundencia del sentido posesivo de “mis”, dos veces presente en el título. En la figura del nómada el único bien, la única posesión, es el desplazamiento mismo, y en la narrativa ese desplazamiento es flujo narrativo: los personajes “agarran su camino”. Y agarrar es también una forma de posesión. Por eso no hay una comprensión racional que no sea a la vez narrativa. En ese sentido, Luisa Josefina Hernández tiene una voluntad clásica para construir sus textos. Sus alumnos admiraban su conocimiento del oficio, su capacidad para mostrar el porqué de sus libros y de los de otros, lo que no es frecuente entre los novelistas mexicanos de su generación. Esa capacidad de oficio se nota, décadas más antes, en narradores que están ligados al medio audiovisual, como Guillermo Arriaga y Enrique Serna.

En La cólera secreta juega con los sobreentendidos de las relaciones amorosas, los triángulos y la decepción que el tiempo inevitablemente provoca. Se podría decir que una autora en la que el amor como sentimiento es tan importante, no cree en él, o de manera más precisa: no cree en él como duración, porque el amor, a pesar de lo que se podría pensar en sus ficciones, no se construye. Ocurre y se pierde pero no se construye, lo que sí se edifica es la vida, y más específicamente, la vida familiar. Por eso no es una narradora crispada: le interesa la arquitectura del texto. Sin embargo, aún sin crispación, el universo familiar linda con el infierno. En La cabalgata la mirada sobre el universo cerrado de las solteronas es inclemente: universo degradado no por la ausencia de hijos, sino por el resentimiento ante la condición estólida del universo masculino. No hay complicidad, hay sólo rencores, cólera.

Es muy difícil escapar a ese encierro, si acaso algunas veces a través de la historia, otras a través del humor, y –definitivamente– a través de la muerte. Pero los personajes de Hernández no anhelan la muerte como una liberación, es en todo caso un castigo más. La cabalgata, escrita en 1969 pero publicada décadas después, asume esa condición de infierno del claustro familiar habitado por las mujeres, el placer es siempre insuficiente y por eso se pervierte, las niñas son mujeres viejas y las ancianas cicatrices del tiempo y el sufrimiento. En realidad, si bien esa esfera es distinta anecdóticamente de Las muertas, de Ibargüengoitia, no lo es atmosféricamente. Las solteronas, las amantes, las putas y las esposas están condenadas por un hecho anterior al pecado: ser mujeres. ¿Dónde quedó el clima de ala de mosca? Oculto tras las arrugas y la insatisfacción sobre las que se construye una tradición de amargura que sólo milagrosamente se revela. Las pulsiones sicológicas son impredecibles y funcionan de manera muy profunda, no hay una causalidad salvo retrospectivamente, es decir, cuando la narración ha concluido, pero incluso allí los personajes son opacos en su comportamiento y por eso mismo muy atractivos, poseedores de una identidad críptica. La aparición de Mis tiendas y mis toldos vuelve a situar a su autora entre los mayores narradores contemporáneos y pide a gritos una nueva lectura de las novelas anteriores de esta autora.
Luisa Josefina Hernández en 1985. Foto: INBA

MOMENTOS GASTRONÓMICOS (I de II), Hugo Gutiérrez Vega


Hugo Gutiérrez Vega
El glotón cristiano, grabado medieval

Una de las obras más exitosas en la historia de los Cómicos de la Legua de la Universidad Autónoma de Querétaro (el grupo va a cumplir cincuenta y siete años) fue Farsa y justicia del Corregidor, adaptación de Alejandro Casona de uno de los ejemplos, del Conde Lucanor. Al actor Paco Rabell le quedó pintiparado el papel de Corregidor y Nacho Frías hacía un secretario astuto y retorcido. En un momento el señor Corregidor afirma: “A los veinte padecí la lujuria, a los treinta la ira, a los cuarenta la soberbia y ahora, con mis cincuenta cumplidos y antes de que me llegue la avaricia que es maldición de viejos, bendita sea esta gula que me libra de tantos males y me trae tantos bienes.” Es claro que la esperanza de vida en la época del Corregidor de marras era mucho menor. Vamos a echarle unos añitos más a cada una de las etapas para poder celebrar con mayor alegría las virtudes de la gula.

Enumerare algunos momentos dorados de la gula moderada y de sus refinamientos:

1. De mi infancia, adolescencia y juventud rescato algunos momentos laguenses y tapatíos: unas tostadas fritas en el remanente de la manteca de las carnitas que, por arte de magia culinaria, combinaban el sabor del maíz con la pecaminosa y muy sabrosa manteca porcina. Guadalajara, además de sus consabidas mexicanadas, preparaba un aperitivo singular: una tostada crujiente hecha con el pellejo de la tortilla y adornada con una salsa martajada de jitomate, col rallada y sal de mar. El resultado era sorprendente y lleno de salud vegetariana.

2. Se ha hablado muy mal de la cocina inglesa. Esa es una injusticia. Don Ramón Pérez de Ayala, ministro de la República Española en Londres, decía: “Si quiere usted comer bien en Inglaterra, desayúnese tres veces al día.” Tenía razón, pues el desayuno británico es verdaderamente delicioso. Por otra parte, las islas que están muy cerca del continente nos han regalado sus pasteles de carne, un prodigioso queso azul, el stilton, el chedar y otros quesos regionales; el jamón de York y una galletería variadísima para la hora del té.

3. Mucho se puede hablar de España. Evitemos caer en los maravillosos lugares comunes y citemos algunos ejemplos notables: los chipirones de “a dedo” en su tinta, del barrio culinario de San Sebastián; el jamón de cerdo alimentado con piñones de Ampuero en Cantabria y los alcaparrones de Murcia.
4. La comida de India tiene en sus especies ancestrales la base gustativa y olfativa de muchos platos. Quiero mencionar los panes que se preparan en horno de ladrillo: chapatipuriparatha y naan. Todos ellos se acompañan con arroz pilaf de varios colores, los curries de las distintas regiones y los platos vegetarianos. Detrás de la cocina inglesa está la influencia del continente indio; pensemos en el kétchup, que es un simple derivado del tamatar chatni y en otras salsas que enriquecieron a la cocina de las islas británicas. Yo me quedo con un plato del norte de India, el ram, que es una pierna de cordero marinada en pasta de pistachos, almendras y nueces, miel, yogurt y azafrán. La combinación de sabores y aromas puede resultar enervante.

5. La cocina griega es hija de la autoridad clásica y de las influencias del Medio Oriente. Celebro su pan pita, su arnaki (cordero) asado, su estofado de conejo con cebollitas, los higos rellenos de nueces y miel, y el magnífico yogurt con miel del Imeto. Prometo seguir tratando estos temas fundamentales. Por lo pronto, también celebro que mis amados griegos le hayan lanzado a los agiotistas un rotundo no. De esta manera, como en otros muchos momentos de la historia, Grecia seguirá siendo paradigmática.

DAVID HUERTA DIALOGA CON LÓPEZ VELARDE, Fernando Fernández

viernes, 31 de julio de 2015

David Huerta dialoga con López Velarde


En el número de junio de la Revista de la Universidad pudo leerse el bello y generoso texto que el poeta David Huerta leyó en la presentación de mi libro Ni sombra de disturbio el pasado 29 de abril en el Museo Tamayo (al calce, el link que lleva a ese trabajo). 
Lo que no apareció en las páginas de la publicación universitaria es algo que David leyó también aquella noche: un par de poemas escritos en homenaje a López Velarde que ha tenido la enorme gentileza de dedicarme. En ellos, mi amigo poeta se adentra en las atmósferas y el glosario de López Velarde, y echando mano de algunos de sus procedimientos, digamos que en sus terrenos mismos, dialoga con el fundador de la poesía moderna de México.
David, que acepta mi propuesta de reproducirlos en este espacio, me cuenta algo sobre sus intenciones, al responder a un correo en que le pregunto si interpreto bien cierto verso: “Los poemitas no tienen más pretensión que mostrar un fervor por López Velarde; como somos gente de versos, pues así nos sale el testimonio de admiración. No hay mucho que entender en los poemas; quiero decir, más allá de que recrean, con todas las limitaciones que puede imaginarse, el lenguaje, el vocabulario, los estilemas y hasta un poquitín de la versificación velardiana.” De acuerdo con ese espíritu, los comento brevemente, de manera libre e intuitiva.

Cuaderno de Jerez
Por David Huerta
Para Fernando Fernández
1
Mañana en que tu espíritu lustral
perfumaba mi ardiente cabezal.

Yo me desperezaba con la unánime
certeza de un vivir impuro, exánime.

De la noche y sus ásperos polígonos
eran mis vicios ávidos epígonos.

De tus pupilas diurnas recibí
una liturgia: mirra y benjuí.

Y en tu manto benigno e inconsútil
reconciliéme con mi vida inútil.

2
Una vez más he visto
—cual un infante pródigo y bienquisto—,
colgando de las cúpulas insomnes,
el candil en que antaño conocía
mi talante, mi ardor, mi sacrificio.
Preso de un voluptuoso maleficio
quise acercarme a la constante vía
en que mi pecadora fantasía
se aclara con el tósigo del mundo:
descubrí en el candil, en sus cristales
y en su luminiscente pedrería,
el signo de Sión
y desde ese radioso y erizado
artificio rotundo,
recibí en medio del pensar consciente
y en la bárbara frente
el ungido misterio del perdón.
¡Oh, candil: nada sé!
¡Oh, candil: he olvidado el cómo, el qué!
Pero escucho en tu aria,
silenciosa y feraz, la hospitalaria
música del desierto. Nada pido,
sino en gotas simétricas de luz,
candil, sobre mi pecho y mi testuz,
la redención, el viático, el olvido.

3


Comentarios
por FF
1.
El primer poema imita una de esas enunciaciones estáticas, si puedo llamarlas así, propias del estilo velardiano. Uno tras otro, los cinco dísticos que lo componen caen de manera exacta para dar cuenta de un género de pasión amorosa típico del poeta jerezano. 
Ese estatismo está encuadrado e incluso subrayado por la forma que le ha dado su autor: cada uno de los pares de versos está compuesto por dos endecasílabos que riman de manera consonante (esto es, son versos pareados), lo que ayuda a crear esa sensación que no es tanto de rigidez como de rotundidad. Es la misma solución que López Velarde dio al poema “Fábula dística” (del libro Zozobra), que dedicó a la bailarina Tórtola Valencia, en donde se leen versos como éste: “Acreedora de prosas cual doblones / y del verso patricio de Lugones”.
Aquí una manera posible de leerlo: por la “mañana”, quizás metido en la cama, el poeta reflexiona sobre sus aventuras nocturnas a la luz de la pasión que una mujer le inspira. Él evoca el “espíritu” de ella, que es “lustral” –es decir “purificado” como define el diccionario, de acuerdo con la visión de López Velarde, quien gusta de entremezclar elementos cristianos y paganos–. Ella “perfuma” con su poderoso recuerdo el “cabezal” de él, es decir su “almohada” –o la cabecera de su cama, como acaso con excesiva libertad, por extensión, leo yo–. ¿Qué decir de los aromas velardianos? En la presentación de mi libro, Juan Villoro recordó el precioso verso de Ramón: “en la aromática vecindad de tus hombros”…
En el segundo pareado, el poeta se “despereza”, lo que confirma que está en la cama o que por lo menos acaba de despertarse, con el sabor todavía en la boca de lo que hizo anoche: “con la unánime / certeza de un vivir impuro”, por lo que está rendido: “exánime”. ¿De qué está cansado? “De la noche y sus ásperos polígonos”. ¡Rara y bella imagen!: “los polígonos de la noche”. Debo preguntar a David si la saca de alguna cosa en concreto de López Velarde o si es suya, como creo. Sus “vicios”, dice el poeta, eran los “ávidos epígonos” de los polígonos de la noche… (No me resisto a añadir algo que sé gracias al tiempo que viví en España, que pone un acento a mi personalísima lectura. Conste que digo “mi” lectura y que lo hago entre paréntesis. “Polígonos” es como se llama comúnmente a esos espacios industriales, cuyo nombre completo es “polígonos industriales”, ubicados con frecuencia las afueras de las ciudades o de los pueblos, en donde suelen estar los burdeles.)
El siguiente par de versos reafirma la oposición día-noche que sostiene al poema. Y es que David-Ramón recibió la “liturgia” de la “mirra” y “benjuí” de las “pupilas diurnas” de ella; se antoja decir que él se ha aventurado por los espacios –¿pecaminosos?, ¿sacrílegos?– de la noche, protegido por el benjuí y la mirra rituales que ella le proporcionó con su luz –específicamente la luz de sus pupilas de día–. La última imagen del poema nos muestra al poeta arropado en un “manto”, como solemos cubrirnos cuando estamos en cama o buscamos la protección o el descanso, si bien se trata de uno “benigno e inconsútil”, que lo “reconcilia” con su “vida inútil”.

2.
En el segunda de las dos imitaciones podemos sentir con mayor nitidez el diálogo que sostiene David Huerta con nuestro joven y centenario maestro común, acaso porque aparecen en el poema algunos aspectos velardianos en convivencia con otros que son ya propiamente suyos. Es una de esas silvasque tanto practicó Ramón, hechas de versos de siete y once sílabas acomodados con la misma libertad con que están distribuidas las rimas. 
Todo proviene de la magnífica visión del candil que pende del crucero de la iglesia de San Francisco de la ciudad de San Luis Potosí, al que López Velarde dedicó un poema (Obras, edición de José Luis Martínez, segunda reimpresión de 2004 de la segunda edición de 1990, FCE, México, pp. 221-222). 
David regresa, como si fuera un niño “pródigo y bienquisto”, a contemplar el famoso objeto y cuenta que antes tenía, gracias al candil, algunas noticias de su propio temperamento, de sus pasiones y hasta de su religión. Por cierto la bella lámpara cuelga de unas cúpulas que no son “criollas”, como en Ramón, sino “insomnes”.
Quien habla en el poema no solamente está bajo el efecto de un maleficio voluptuoso, también quiere estarlo, lo está con todo propósito. Si su visión de la realidad se aclara con la confusión de su “pecadora fantasía”, su salud toda se gana con el veneno (“tósigo”) del mundo. De pronto, descubre en el candil la estrella de David, que le acabará concediendo el perdón.
En los adjetivos de que echa mano Huerta, que bien podemos calificar de velardianos, es donde más se nota el fructífero intercambio entre los dos poetas: aquí algunos que podrían ser de Ramón: bárbara frente”, “el ungido misterio del perdón”, “hospitalaria / música del desierto”… Otros, aunque conservan la intención imitativa, me parecen que son ya del poeta deIncurable, una vez que ha recibido el influjo de López Velarde: “luminiscente pedrería”, “radioso y erizado / artificio”…
Entonces llegamos a uno de los momentos más hermosos del poema. En él resuena a mis oídos una extraña aleaciónafortunada: “¡Oh, candil: nada sé! / ¡Oh, candil: he olvidado el cómo, el qué!”. Dije aleación: y es que me gusta pensar que en esos versos, en los que percibo un eco de Alfonso Reyes, David hace que éste hable en un poema de Ramón. 
Es bien sabido que esos dos poetas que tenemos en tanto aprecio, ni se entendieron ni se quisieron; si mi lectura, que no es más que intuitiva, tiene algún valor, en esos dos versos de David Huerta se tocan López Velarde y don Alfonso, como en un principio de reconciliación.
El final se me antoja plenamente huertiano. Es importante decirlo porque lo que sigue confirma que el poema no se queda en la imitación sino que propone un diálogo. El poeta nos dice que, igual que el candil, nada sabe: no obstante, escucha el soliloquio silencioso de la lámpara, lo comedido de la música de las arenas. Y entonces, añade bellamente Huerta, nada pide “sino en gotas simétricas de luz / la redención, el viático, el olvido”. Me parece muy afortunada la frase “gotas simétricas de luz” para referirse al candil, que está hecho de cristales. Pero la idea general que está en
        … Nada pido,
        sino en gotas simétricas de luz,
        candil, sobre mi pecho y mi testuz,
        la redención, el viático, el olvido,
y la manera en la que está engastada en los versos métricos, me parece que suena ya fuera de López Velarde –y eso aunque todavía aparezca ese “viático” tan suyo–. Acaso ayude a ello el que la rima final no sea cerrada sino abierta; me explico: el que el poema concluya con una rima que enlaza no con el verso inmediatamente anterior sino con el que está colocado tres líneas más arriba, como ocurre digamos en la redondilla, lo que comunica cierta sensación de apertura… . O quizás mejor dicho: lo que despeja la sensación de cierre brusco que no disgustaba a López Velarde, quien de cuando en cuando acababa sus poemas con una rima inmediata.
Entre los dedos tenemos la punta de la madeja que conduce al mundo, sólo suyo, de David Huerta. Los puntos suspensivos reproducidos debajo del título de un posible tercer poema de la serie anuncian su intención de seguir trabajando en su cuaderno jerezano. No me queda más que pedir encarecidamente que sea verdad.

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El primer retrato de David, hecho el día de la presentación de mi libro en el Museo Tamayo, es de mi hermano José María; tomo el segundo de la página de prensa de Conaculta. El que reproduzco en estas notas, en que aparece al lado de Gerardo Deniz, es de autor desconocido y pertenece de mi archivo. Las dos fotos del candil son mías.

El ensayo de David Huerta sobre Ni sombra de disturbio (Auieo ediciones y DGP de Conaculta, 2014) se llama “El cristal sabio y la plegaria fiel”. Apareció en la columna mensual, “Aguas aéreas”, que el poeta publica en la Revista de la Universidad, en junio de 2015. Puede leerse aquí: http://bit.ly/1BPqdYn
Más sobre David Huerta en este blog:
Evocación de Néstor Pelongher, http://bit.ly/1GpA6ft
En los 80 años de Gerardo Deniz, http://bit.ly/1sDZm8f
La revista Alejandríahttp://bit.ly/1cPgFw9
19 imágenes de los Estados Unidos, http://bit.ly/1w0kZFZ
Danza de Clori, http://bit.ly/1AXDU4L