Amparo Dávila Siete décadas entre la poesía y el cuento
Entrevista con Amparo Dávila
Con mi agradecimiento para
Luisa Jaina Coronel Dávila
A través de las nubes mugrosas de Ciudad de México se filtraba una resolana incómoda y pegajosa. Soplaba aún el viento frío del Mictlán, que llega con noviembre y se va con él. A la una y media, mucho antes de “esa hora de la tarde en que uno se siente especialmente triste”, me apersoné en la casa cuyo botón del timbre está custodiado por la palabra “dávila”, escrita dos veces con plumón indeleble, arriba y abajo. Muy bien combinado con la fachada de paleta neutra, brillaba el barniz del amplio portón y de la puertecita situada del lado izquierdo, a la que se llega por una escalinata diminuta, de tres escalones apenas, con barandales de fierro a los lados. En la manija, pintada de negro, estaba la cabeza de un ángel con la cara algo demudada. Enseguida pensé, querida Amparo, en la portada de sus Cuentos reunidos.
Tras timbrar una vez, me recibieron primero los ladridos de Nina y de Cali; luego, una mujer muy tímida que asomó media cabeza.
–Pásele –dijo después de identificarme.
Entré y sentí un déjà vu. Aquello era como una versión modernizada de “uno de esos patios de provincia, cuadrados”, que usted y yo, Ampa, conocemos muy bien, sólo que éste no tenía corredores ni habitaciones a los lados, únicamente la entrada principal.
Enseguida, todavía deslumbrado por el sol, me interné en la casa oscura y me invadió el vértigo que todos vivimos cuando nos volvemos huéspedes, aunque sea por un ratito. Lupita, su asistente, me dijo que entrara a su biblioteca. Husmeé de derecha a izquierda. Por la luz que entraba de afuera, espejeaban los portarretratos puestos en los estantes de los libreros. No me dio tiempo de ver casi nada porque muy pronto llegó usted, precedida por su andadera.
–Buenas tardes –dijo quedito, cabizbaja. Las manos adornadas con anillos, los labios brillantes, el pelo como algodón de azúcar mascabado y los ojos, ya achicados por los años y afectados por las cataratas, lucían alrededor unos trazos gruesos y negros.
Nos sonreímos.
Se sentó usted en el sillón de tres espacios, al que luego me invitó, y después le pidió una Coca-Cola a Lupita.
–Que no esté fría, por favor –precisó–. Buenas tardes –repitió, girando la vista hacia mí.
–Buenas tardes. Yo soy..., mire..., vengo de..., pero dígame: ¿y usted?, ¿cómo está?
–Así que da clases en la unam... Qué bueno. ¡Y es usted de Xalapa! Xalapa es muy bonito, cómo no. Yo fui hace años y me gusta mucho. Iba a ir a principios de este año a un homenaje... ¡ah!, con usted y Vicky de Ciudad Juárez como ponentes, sí, pero me caí dos veces seguidas y fue imposible viajar... En fin, una ruina. Pero mire qué curioso: a usted y a mí nos unen la literatura y la provincia. Yo nací en Pinos, Zacatecas, un pueblo minero, situado en la ladera de un cerro, de calles empedradas, culebreantes, con callejones oscuros...
En su Breve semblanza de un pueblo mágico, Pinos, leo:
“Yo nací calle abajo, muy cerca de la casa de mis abuelos maternos, rumbo a los arquitos, por donde pasa el agua cristalina entre las piedras pulidas por ella misma en su continuo correr. Bajo un cielo azul cobalto como la capa de los magos, azul limpio sin nubes, azul intenso el de mi pueblo, pueblo de metales y de historia, cuna de hombres ilustres.”
–Es un pueblo bastante bonito, con jardines hermosos, iglesias... –dio un sorbo al vaso de Coca-Cola que ya le había llevado Lupita–. He vuelto a él muchas veces. Cuando yo era niña se habían ido muchos hombres a trabajar a Estados Unidos, como tantos mexicanos, entonces Pinos estaba solo, vacío. Las casas de allá son de habitaciones sumamente grandes y siempre hace frío y sopla el viento. Yo lloraba mucho cuando nací y no sabían de qué. Creían que me faltaba alimento, pero luego veían que no. Después revisaban si algo me dolía... Total: no entendían de qué se trataba. Y un día que dejé de llorar, fueron a verme y estaba yo plácidamente dormida en mi cuna rodeada de gatitos que había llevado una gata que tenía mi mamá. Los llevó y los acomodó junto a mí para darme calor. Con eso dejé de llorar. Mi abuela dijo que era muy peligroso, que los gatos tenían pelo y que eso les hacía mucho mal a los niños, que me podía perjudicar, que me los quitaran. Me los quitaban y yo lloraba. Cada vez que la gata podía, iba y los acomodaba conmigo. Desde entonces conozco a los gatos y convivo con ellos. Mire usted, ahí anda la gatita Chamir.
La mascota tricolor, al notar nuestra mirada, comenzó a maullar desde el umbral de la puerta. Luego, la psicóloga Jaina: su hija, Ampa, la que tiene trillizos y cincuenta y cuatro gatos y un montón de canarios, entró con cautela a la habitación y se sentó a su lado.
–Tengo nueve gatos y seis perros –continuó usted, risueña–. Me gustan mucho, tanto perros como gatos. Fíjese que, de niña, como había muerto mi hermano Luis Ángel de cuatro años, me quedé muy sola, y en la noche eran mis perros los que me acompañaban. Entonces tenía cinco años y mucho miedo. Contaban varias leyendas en el pueblo: decían que el último dueño de la casa donde yo vivía había perdido una pierna y que le habían adaptado una de palo, de la rodilla para abajo, pues no había otra opción de cirugía. Decían que ese señor, que era muy rico, se había casado varias veces y que una de sus esposas, que había muerto (la última, creo), deambulaba por la casa con una vela encendida, con su vestido de novia. No sé si en realidad yo los veía o lo imaginaba por lo que me contaban. Todavía en este momento no sabría decirle a usted si eso fue real o no. Mis problemas del sueño cesaron a partir de que tuve una terapia con el doctor Federico Pascual del Roncal. Tenía yo terror a la oscuridad..., bueno, hasta el momento duermo con luz porque me da miedo la oscuridad, pero ya no me da terror. El doctor Pascual del Roncal me lo quitó. Era un psiquiatra español que vino aquí a México y escribió el primer libro de psiquiatría para niños en la unam. Era muy famoso, una maravilla. Cuando yo le platiqué a Alfonso Reyes de mis terrores nocturnos, me dijo: “Te voy a llevar con alguien que te va a ayudar.” Y así fue: me ayudó mucho.
–Y ya que habló de don Alfonso, dígame: ¿cuándo se conocieron?
–Debo haber tenido menos de veinte años. Don Alfonso fue a San Luis, invitado por la universidad, y le presentaron a los jóvenes que escribían o a los que les gustaba la literatura. Entre ellos estaba yo.
–En San Luis Potosí usted se educó en colegios religiosos, tengo entendido...
–En el Colegio de las Madres del Espíritu Santo, sí. Con ellas hice la primaria y la secundaria...
–¿Todavía es creyente?
–Sí, ¡claro que sí! Muy creyente. De la religión nació mi obra, podría decirse. Fíjese que me fui encaminando a la literatura poco a poco porque yo había conocido bastante de la Biblia, por el colegio, y ahí conocí los Salmos, que después quise imitar, pero con poemas paganos. Las religiosas tenían mucha predilección por los clásicos españoles: con ellas leí especialmente a Fray Luis de León, a Santa Teresa..., a los más importantes. Fray Luis de León, con su traducción del Cantar de los cantares de Salomón, hizo una gran mella en mi vida. Por eso escribí paralelismo en Salmos bajo la luna; ya no lo hago, pero sí tengo mucha influencia del Cantar de los cantares.
–Y cuénteme: cuando llegó a Ciudad de México, ¿le gustó? ¿Qué edad tenía por entonces?
–He de haber tenido veintisiete, veintiocho... A los treinta me casé con Pedro Coronel, a él lo conocí aquí. La ciudad en esa época era preciosa, con flores. Me gustaba mucho. Era muy tranquila, con un clima delicioso, templado. Podía usted salir en las noches a pasear, cosa que ya no puede hacer porque lo asaltan en la esquina, ¿verdad? Aquí, cuando llegué, fui asistente de Alfonso Reyes. Yo le sacaba en limpio textos que él necesitaba porque estaba haciendo un libro que le habían pedido en Monterrey (ya ve que él era de Monterrey) como homenaje. No estuve demasiado tiempo porque me casé y fue difícil seguir yendo con él...
–¿A qué otra cosa se ha dedicado usted, aparte de escribir?
–Siempre me he dedicado a eso nomás. Inicié escribiendo poemas, pero Alfonso Reyes me dijo que era muy necesaria la prosa para agilizar la poesía. Yo ya había escrito en la escuela, en clases de gramática, cositas sencillas, como descripciones, diálogos, y salían cuentos. No porque yo me lo propusiera, sólo salían. Después, cuando don Alfonso me dijo que había que practicar la prosa, le hice caso y le fui enseñando lo que escribía. Entonces me dijo: “Vamos a ir publicando esto.” ¡No! Yo no quería. Por timidez, yo creo. Pero él me insistió. Me dijo: “Fíjate que son buenos y los vamos a publicar.” Y así fue: en la Revista de la Universidad, la de Bellas Artes, la de Elías Nandino que se llamaba Estaciones...
–Y en la práctica de la prosa, ¿ha intentado escribir novela?
–Nunca me ha interesado la novela. Sólo me interesan el cuento y la poesía porque exigen mucho rigor. Disfruto por igual los dos géneros, que siempre brotan en mí por necesidad.
–Ahora, por su problema de la vista, me imagino que ya no escribe mucho...
–¡No, claro que sí! Últimamente he escrito algunas semblanzas... Ah, pues allá arriba tengo unas –se dirigió usted a Jaina–, para que Lupita baje algunas... Escribí una sobre Pinos, una sobre mi hija Loren, que murió –y me señaló una foto en el librero donde aparece una joven morena, de anteojos y pelo oscuro hasta los hombros, vestida de rosa– y una semblanza de mi muerte–. Al decir “muerte”, querida maestra, usted soltó una risita traviesa.
Ahora leo, con los ojos empañados, su bella “Semblanza de Loren”:
“Llegaste un día frío/ de noviembre/ niña de la cabecita ensortijada/ la boquita bien delineada/ y los ojos de ciervo asombrado.// Paloma mensajera/ gorrión jilguero/ manitas de ángel/ hacían figuritas/ con plastilina/ y pintaban/ con los colores del iris.// Luz y sombra/ alegría y tristeza/ canciones y sollozos/ dejaste/ la inmensa nostalgia/ de tu voz y de tu risa/ de tu amor/ y de tu compañía.”
Cuesta continuar después de estas líneas, pero siguiendo su ejemplo, querida Ampa, sigo donde me quedé. Hay que seguir, nos conmina usted, aun con el frío y la ausencia y el miedo y el duelo y la muerte...
Siguió contándome:
–Estoy escribiendo unos poemitas pequeños, breves, y tal vez algún cuento en estos días. No hay muchas cosas inéditas que valgan la pena. Creo que voy a publicar un librito de poesía y tal vez uno o dos cuentos. Es que no tengo ninguna rutina. Puede llegar a cualquier hora una idea: cuando me estoy bañando o cuando estoy acostada... A veces sueño y luego despierto, “¡ay!”, digo, y empiezo a escribir. Durante mucho tiempo escribí a máquina, pero ahora mis manos son muy torpes, entonces prefiero el manuscrito. Don Alfonso decía que no había que acostarse sin haber escrito dos o tres páginas; yo paso años sin escribir nada, pero creo que cuando no escribo estoy ideando, rumiando: mi mente nunca está vacía. Ah, y yo escribo, sencillamente. Si me colocan en una generación o en otra, son los críticos los que se ocupan. A mí eso me tiene sin cuidado. En el Medio Siglo, que es donde siempre aparezco, también están Inés Arredondo y Lupita Dueñas. Conmigo éramos la trilogía (creo que alguien escribió un libro que se llama así). Fuimos muy amigas y me parecen extraordinarias cuentistas. Son maravillosas, eso opino.
–Yo conocí muy bien a Inés –dijo Jaina–. Me acuerdo que de niña yo estaba obsesionada por hacerle un vestido. Ella era muy paciente. Incluso se dejaba que le pegara yo papeles acá –señaló los brazos– con cinta... Siempre fue muy linda. También Juan José [Arreola]. A él lo veíamos muy seguido, ¿verdad?
–Sí –respondió usted–. Por eso le digo –volteó a verme–: si me ponen al lado de Inés y de Lupita, yo no tengo ningún problema. En esa generación hay gente muy interesante.
–Y ya que hablamos de admiraciones, ¿quiénes son sus autores? ¿Quiénes la han influido?
–Kafka para mí es importantísimo, t. s. Eliot, la cuentista maravillosa Carson McCullers me gusta muchísimo... Mire usted mi biblioteca. Si me pongo a enumerar no acabo...
En efecto, los lomos de los libros decían mucho, pero los que decían todo eran los retratos de, por ejemplo, Kafka y Julio Cortázar.
–Oiga, y ahora que veo a Cortázar por ahí, cuénteme cómo comenzó su relación epistolar.
–Una muy amiga de él y mía, Emma Susana Speratti Piñero, vino a El Colegio de México a hacer una tesis sobreTirano Banderas, de Valle-Inclán. Nos conocimos y nos hicimos muy amigas. Cuando salió Tiempo destrozado le gustó mucho y se lo mandó a Julio a París sin decirme nada. Cuando me dijo me enojé mucho porque me pareció indebido: ¡cómo un primer libro mandárselo a un hombre ya consagrado que yo además admiraba..., admiro mucho! Total que me contenté con ella, tuve que... Y ella me dijo: “Se lo mandé porque me parece muy bueno y yo creo que le va a gustar a Julio.” Como a los dos o tres meses, recibí en el Fondo [de Cultura Económica] una carta muy elogiosa de Julio Cortázar. Todas las cartas salieron en la edición conmemorativa de Árboles petrificados.
–Y sí llegaron a encontrarse en París, ¿verdad?
–¡Ah, claro! Yo fui a París porque allá estaba mi marido, que había hecho una exposición y quería que fuera yo a verla. Entonces conocí a Julio y hubo mucha simpatía entre él y yo. Mucha afinidad, pero muchísima. Me dijo, cuando nos conocimos, que le encantaba la influencia tan grande que yo tenía de Edgar Allan Poe y le dije que no, que desde luego que no porque yo no podía leer a Poe: cada vez que intentaba leerlo, me afectaba tantísimo, que me enfermaba de colitis. Entonces me dijo Julio: “Mira, te voy a regalar una traducción que hicimos Aurora y yo de los cuentos de Poe. Me vas a prometer que aunque sea una paginita vas a leer porque no es posible que con tanta afinidad no lo conozcas” (para entonces ya había escrito Tiempo destrozado y estaba terminando Música concreta). Después fui asimilando a Poe. Ahora me estruja, pero ya no me enferma.
–¡Esto es una revelación! Todo mundo la asociamos a Poe y mire... En fin. Si me lo permite, me voy a regresar a sus contemporáneos. ¿Qué me puede decir del Centro Mexicano de Escritores? Fue becaria allí, ¿no?
–Fui becaria, sí. El director era Francisco Monterde, un académico maravilloso, y los tutores eran Juan Rulfo y Juan José Arreola. Mis compañeros eran Salvador Elizondo, José Agustín, Julieta Campos. Fuimos amigos, por supuesto. Leíamos cada semana: teníamos la obligación de llevar un texto cada quien. Lo leíamos, lo criticaban, sobre todo Rulfo y Arreola, y también entre nosotros. A veces me iba bien, a veces no tanto... En ese tiempo escribíÁrboles petrificados, que después tuvo su Premio Villaurrutia en el ’77 y que ahora acaban de reeditar. El último libro de cuentos que publiqué es Con los ojos abiertos, de 2008. Antes de eso escribí los poemas de El cuerpo y la noche. Nunca me he retirado de la literatura. Sólo hasta el día en que me muera me tendré que retirar. Irremediablemente, ¿verdad? –la risa ante la mención de la muerte volvió a brotar de su cuerpo chiquitito–. Ahora tengo, fíjese, muchos pasatiempos: los gatos, los perros, mi familia (mi hija, mis nietos), mi casa. No me faltan... Y es que, para mi literatura, la vivencia es muy importante. Mire, a mí me afecta... nunca se sabe qué. Soy demasiado sensible a muchas cosas: a los olores, a las cosas que veo, a la música... Un aroma o un sabor me llevan a recordar algo que viví o que me gustó hace años (a las panaderías de mi infancia, por ejemplo) y entonces, tal vez ahí, empiezo. Después el cuento se va yendo por su propio paso.
–Ahora que habla de la vivencia, pienso en su cuento “La noche de las guitarras rotas”, donde usted es la narradora...
—Sí, aparecemos mis hijas y yo. Íbamos al Pasaje Catedral y compraba hierbas, ¿verdad? –se dirigió usted a Jaina–. ¿Qué más compraba?
–Lociones, también comprabas lociones –respondió ella–. Pasábamos primero a Tacuba a comprar el agua de rosas, glicerina, y luego íbamos al Pasaje Catedral. Yo debo haber tenido como cinco años. Todavía recuerdo que entrábamos corriendo mi hermana y yo, y mi mamá: “¡Esperen, niñas, esperen!” No, nosotras ni atendíamos.
–Oye, Jaina, ¿entonces tu mamá era Shabadá? –pregunté.
–Sí. Cuando yo era niña le inventé Shabadadiba. ¿De dónde? Quién sabe.
–Eso era de niña –dijo usted entre risas–. Ahora mi hija y mis nietos me dicen Ampa...
–Bueno, mi querida Ampa, ya vamos a terminar. Tengo una duda: ¿sabía de “El rastro de tu sangre en la nieve”, de García Márquez, cuando escribió usted “El pabellón del descanso”? Porque en ambos cuentos aparece una pareja compuesta por unos personajes que se llaman Billy y Nena.
–¿Ah sí? Pues seguro es coincidencia porque no he leído ese cuento de García Márquez. Fíjese que eso comentábamos con Cortázar: que a veces hay cosas extrañas que aparentemente uno conoce y en realidad no es así.
–Yo creo –dijo Jaina– que es parte de un inconsciente colectivo. Como dice Jung: se comparten ciertos arquetipos sin que haya una explicación científica de por medio.
Como la misma Dávila y Poe, pensé.
–Para terminar, maestra, la pregunta obligada: ¿qué tenía en mente cuando creó “El huésped”, “Moisés y Gaspar” y los personajes de “Alta cocina”?
–Moisés y Gaspar son una disociación. Moisés y Gaspar es el destino. El huésped... ¡pues es un huésped misterioso! Por eso me asocian con Camus, porque él también tenía un huésped...
–Ahí está el huésped –interrumpió Jaina, señalando un cuadro de algo parecido a un búho, que estaba junto a la viñeta de Pedro Coronel que sirvió de portada a la primera edición de Música concreta–. Mírale los ojos... sin parpadear. Y los de “Alta cocina”, pues...
–¿Caracoles?
–Bueno, pero eso se lo dejo al lector. Que interprete lo que él quiera, lo que le venga bien. Que le ponga el vestido que le quede.
Aquí concluyó mi pseudoentrevista. Jaina, elocuente y brillante, me contó “qué se siente” ser hija de dos grandes artistas:
–Mis papás me heredaron una sensibilidad especial que me ha ayudado a apreciar el arte en todas sus manifestaciones. Entenderlos, convivir con ellos, ver con sus ojos..., todo eso me ha otorgado otra forma de vida, otro modo de vivir el momento. De pronto mi mamá y yo nos descubrimos extasiadas viendo una florecita, el gesto de un gato..., pequeños detalles cotidianos que nosotros volvemos especiales.
Usted me obsequió las semblanzas inéditas que ya he referido en líneas anteriores. De ellas dejé para el final, con malicia y premeditación, su “Semblanza de mi muerte”. Me temo que después de ésta, mi admiradísima Ampa, sobrará cualquier palabra mía.
“Que no me muera/ un día nublado y frío/ de invierno/ y me vaya tiritando/ de frío y de miedo/ ante lo desconocido:/ ese mundo de sombras/ sin rostro/ que camina siempre/ a mi lado,/ o que me aguarda/ al doblar la esquina,/ y ese misterio insondable/ que no logramos develar/ y que angustia/ y perturba la existencia./ Quiero irme/ un día soleado/ de una primavera reverdecida,/ llena de brotes y retoños/ de pájaros y de flores,/ a buscar/ mi Jardín del Edén,/ mi Paraíso Perdido,/ y gozar de los frutos/ de la vid y de la higuera,/ el perfume de los cerezos/ y los naranjos en flor/ y el calor del sol/ que nunca se oculta.” •
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