Muchas gracias a las amigas y los amigos que se han interesado por la próxima aparición de mi novela "Juntos en el infierno". Para que puedan darse una idea del contenido, les copio el tercer capítulo, que no tiene que ver con la magnífica narrativa de Ibargüengoitia, pero que no pude dejar de titular "Dos crímenes".
Una mañana de 1905 en el centro de Parral, Chihuahua, cobijado del bochorno por el techo alto de su expendio de pasturas, Rosendo Ramírez despachaba maíz al niño Emeterio Medina, oyéndolo contar que el grano era para los puercos de su tía la Baja Diablos. María «la Baja Diablos», entendía Rosendo, conoció al tío de Emeterio mientras lo llevaban forzado al ejército, lo siguió por todas las guarniciones del norte a donde lo tuvieron peregrinando; al fin habían recalado de nuevo en Parral, cuando el tío fue liberado del servicio militar. Allá se ocupaba doña María de criar marranos junto con otros animalitos; por eso Emeterio estaba recibiéndole un paquete de maíz al dueño de La Equitativa, como Rosendo le puso a su negocio. En ese momento la alta figura del forajido Pancho Villa oscureció la entrada a la tienda. Con el mostrador a sus espaldas, Ramírez no pudo replegarse, sólo vio la faz salvaje del cuatrero que llegaba con frecuencia a vender vacas o caballos a ciertas carnicerías de la ciudad. La vestimenta del joven rufián eran andrajos mugrosos por tanto cabalgar, fugarse, malvivir. Rosendo descubrió que el abigeo llevaba la pistola en la mano, pero apenas se enteró de que sus días terminaban al oír el trueno del arma, con ecos que sacudían el umbroso establecimiento.
Para cuando el silencio se restableció, Ramírez estaba tirado en el piso, muerto de seis balazos. Muy cerca del cadáver estaba en pie el niño Emeterio, paralizado, con el paquete de granos de maíz roto por el filo de una bala que al fin se había ido a alojar, como las otras cinco, en el cuerpo del tendero. Por la rotura del envoltorio se escapaban los granos de maíz sin hacer ruido al golpear el suelo, pues los amortiguaba la sangre espesa que manaba del caído. El pistolero se quedó un rato mirando al muerto, al niño que temblaba incapaz de huir, al humo desprendiéndose del cañón de su revólver para dispersarse en volutas por el almacén. No dijo una sola palabra el bandolero mientras estuvo allí; al minuto siguiente estaba afuera. Enseguida Emeterio Medina escuchó el galope de un caballo que se alejaba, pero pasó todavía un rato con los ojos fijos en el cadáver tirado cerca de los granos de maíz que caían para hundirse en el charco de sangre, formando un lodo extraño en el piso de tierra. Al fin, Emeterio pudo moverse para salir gritando de La Equitativa. La cara del hombre que exterminó a don Rosendo se le quedó grabada junto con varios violentos recuerdos más de su existencia en Parral.
Luego de ese crimen, de otros muchos cometidos en sus calles, Parral comenzó a convertirse en una ciudad con aficiones muy gringas, como el beisbol, practicado por los niños en la calle o en solares como el que los parralenses despejaron en las afueras de su población en 1907: un gran terreno donde construyeron el barrio de San José. Allá se instalaron algunos vecinos, muy escasos, como el señor Celso Jáuregui con su familia. Se les sumó la familia de Claro Reza, más un arrimado de éste, Apolonio Durán, con esposa e hijos. A esos terrenos apartados llegaban muchos individuos en sus monturas, armados, que trajinaban con hatos de mulas, jumentos, caballos, vacas. Empistolado también, Claro Reza tenía tratos con todos esos fulanos misteriosos que sin poseer ganadería mercaban reses, y sin ser soldados ni gendarmes portaban pistolas, máuseres, hasta algún wínchester de las guerras con los apaches.
—¡Ta chulo tu wínchester! ¿No lo truecas por una vaquilla? —se oía entre los andrajosos jinetes de vez en cuando.
—Ni por un máuser me separo de él.
—¿Qué tal un máuser más la vaquilla? —tentaba el admirador del rifle.
—Pos… —vacilaba el dueño del fusil, mirando de reojo al tentador, mientras a su memoria acudían olvidados gritos en un idioma áspero que nunca quiso entender, ecos de descargas cerradas, inclusive olor a pólvora que permanecía adormecido en sus fosas nasales—. Pos… ¿pa’ qué quieres un rifle viejo si tienes uno más nuevo?
—Y tú, ¿qué ganas con tener un rifle viejo si te ofrecen uno mejor?
—No es cosa de novedad. Este cañón, este gatillo, me han salvado la vida cinco veces.
—Te creo. Por eso, ¿no lo cambias? Te conviene. Yo voy a tierra de yaquis; me imagino que tú ya no irás a esos rumbos.
—Pos, ¿quién puede saber? Pero vamos a tomar un sotol allá en la sombra, allá platicamos.
Aglomerado junto al arroyo de la fábrica de cajas propiedad de Emiliano Enríquez, bajo el sol, quedaba el ganado que esos jinetes arreaban. Allá podían poner las cabezas a la venta sin más concurrencia que la de adictos compradores.
A alguna distancia de los hatos, los tratantes se iban a beber el incendiario licor bajo un árbol solitario hasta que el wínchester y el máuser cambiaban de manos. O también podía ocurrir que de pronto el ganado se alborotara por un par de detonaciones cercanas. Luego todo volvía a estar como antes, excepto que el dueño del máuser regresaba a buen paso, saltaba a su cuaco con un revólver en una mano, en la otra aferrando a la vez el máuser con el wínchester; ya sobre su montura, picaba los ijares del caballo hasta perderse de vista en el campo. El montón de reses no se rebullía, aunque allí cerquita quedaba tirado un cadáver aún tibio, ya sin armas.
Asiduo a ese baratillo era Pancho Villa, el mismo que unos años antes entró al expendio de Rosendo Ramírez para abatirlo a balazos por motivos que nadie pudo averiguar. El temible abigeo era muy amigo de Claro Reza.
La gente de Parral murmuraba que Claro Reza era el segundo jefe de la acordada, es decir de la tropa de cuatreros que con vacas ajenas (a veces hasta con caballos, mulas o asnos) surtían a los carniceros de la ciudad.
—Ahi va el segundo jefe —susurraba un ocioso a sus espaldas.
—Jefe de qué —averiguaba, desganado, otro ocioso.
—De la acordada —aclaraba el primero con aire de entendido.
—No me digas —el tono del curioso se animaba.
—Velo, pues: vive en el arrabal pero trai sombrero con galones, trai caballo, trai armas —el lento despepitar del chismoso rezumaba envidia—. Pa’ que no te quede duda, ahistá su traje de charro, aunque ni casa propia tiene: ¿ladrónde tanto lujo?
Desde los tiempos de Juárez el traje de charro portado por un cristiano con facha de peón era un distintivo del bandidaje. Lo usaron los plateados de Michoacán y Morelos hacía cincuenta años; lo seguían usando los abigeos de la frontera entre Chihuahua y Durango a principios del siglo XX. Claro Reza, al que nadie le conocía oficio ni propiedades, gastaba el traje elegante. Se ataviaba con él hasta para ir diariamente a la carnicería de José Alcalá, uno de los establecimientos modernos que el gobernador Luis Terrazas había mandado instalar en la zona principal, cerca de la estatua de su antepasado Joaquín Terrazas, también gobernador, que en tiempos de la intervención francesa le dio asilo a Benito Juárez para después dedicarse a concluir la guerra con los apaches. La carnicería de Alcalá destacaba, además de por su prominente ubicación o sus modernos aparejos, por la procedencia sospechosa de sus filetes, apetecidos por muchos a causa de sus bajos precios.
Por entonces todos los niños del rumbo iban a la escuela primaria 128, junto a la quinta Siqueiros. Los hijos de Claro Reza (María y su hermano menor, llamado igual que su papá) iban a ese colegio junto con otros niños, como los fifíes Óscar Flores, Ernesto Costemall e Ignacio Siqueiros, o como el hijo de obreros Emeterio Medina Márquez.
Al mediodía, el 8 de septiembre de 1910, los niños salieron de clases para dirigirse a la Calle 20 del barrio El Chamizal, donde vivían Claro hijo y, en una casa vecina, Emeterio. Detrás de ellos iban Óscar, Ernesto e Ignacio, hijos de ricos del pueblo. De pronto, Óscar les dijo a sus acompañantes:
—Miren lo que le hago al hijo del cuatrero.
Sin avisar, se dio vuelta hacia Claro para darle un manotazo en la nariz, pero el niño se hizo a un lado. El golpe alcanzó en la boca a Emeterio.
—¡Oye, pendejo, mira lo que haces! ¡Ya me partiste el hocico!
—Pues si no te parece, ven a que te lo parta de nuevo. Yo quería darle a este otro, pero te atravesaste.
Claro chico no dijo nada. Se lanzó contra Óscar, le puso dos puños con toda la fuerza en la cara, lo vio caer de espaldas y enseguida le plantó una tanda de patadas en las nalgas, sin que Ernesto o Ignacio trataran de impedírselo. Óscar quedó tirado bocarriba, gimiendo.
—¡Le voy a decir a mi papá! ¡Vas a ver cómo le va al cuatrero de tu padre!
Claro chico había pasado su brazo sobre los hombros de Emeterio e iba alejándose ya en dirección a su casa. Con un movimiento vertiginoso se desprendió de su amigo, llegó en tres zancadas a donde yacía el fifí magullado, le asentó un puntapié en la cara, mantuvo su pie un rato sobre la cabeza del caído mientras observaba desafiante a los dos amigos de Óscar. Al fin decidió que era suficiente. Con mirada fría le dijo a la boca sangrante de Óscar:
—Ahora sí, ve a acusarme con quien quieras. Pero antes Emeterio también se va a cobrar tu golpe.
—Ya, Claro —lo apaciguó Emeterio, todavía sobándose la cara con ambas manos—. El papá de este putito es regidor del ayuntamiento, mejor no le buigas. Vámonos ya —se dejó de frotar la boca para tomar del brazo a su amigo, jalándolo hacia El Chamizal. Pero se volvió para lanzarle una sonrisa de coyote al fifí, a quien sus amigos levantaban de la calle.
Al acercarse a la carnicería de José Alcalá, Emeterio, al igual que Claro hijo, vio bajar por la Calle 22 a tres jinetes. Dos de ellos se quedaron calle arriba; el tercero hizo avanzar a su montura al paso hasta quedar frente a la carnicería de Alcalá. En el interior del expendio estaba sentado Claro Reza, a su lado una 30-30. Hacía poco había delatado a algunos de sus compinches con la esperanza de que los rurales les aplicaran el mátalos-en-caliente sin averiguatas, como preferían los adictos a don Porfirio.
Los niños que iban para sus casas vieron al jinete que venía de la Calle 22 desmontar rápidamente, pistola en mano, comenzar sus disparos antes de entrar al expendio de carne Alcalá. Los muchachitos corrieron a guarecerse de alguna bala perdida. Asomados detrás de una pared, observaron a Claro Reza salir tambaleante de la carnicería, como si se dirigiera a cruzar el arroyo de Guadalupe. A medio tramo pareció que un ser invisible le metió el pie a Claro, porque el hombre se derrumbó. «Como un costal de piedras», pensó Emeterio Medina, espiando tras la pared protectora. Detrás de Claro caminaba sin apuro quien lo había herido, llevando en la mano la carabina que el agredido no tuvo tiempo de usar. Tirado en el suelo, Claro jadeaba, desangrándose por los tiros de revólver. Con toda calma el pistolero se detuvo sobre su víctima, descerrajando la 30-30 para dispararle la carga al yaciente, hasta dejarlo quieto. Desde el fondo de la calle, los dos jinetes que habían llegado con el verdugo sólo fumaban cigarros de hoja al contemplar la venganza de su compinche. Éste se dio la vuelta para ir por su caballo hasta la puerta de la carnicería, donde el propietario esperaba temblando a volverse también cadáver. El pistolero ni miró al cobarde, montó su penco, aseguró la 30-30 del difunto en la funda de su propia silla; con una orden corta, seca, enfiló al cuaco hacia donde lo esperaba el par de jinetes. Los testigos del asesinato vieron desaparecer a los tres montados por la avenida Zarco, nada escasos de risas o de cigarros. En la ejecución, el jinete no llegó a dilatarse ni quince minutos.
Quedó en la calle el cadáver baleado, al que se lanzó llorando Claro hijo para abrazarlo. Emeterio Medina miraba compungido el desastre sin decir nada. Al sitio llegaron Ernesto, Ignacio, el revolcado Óscar, para descubrir aterrados lo que es un muerto, junto con más curiosos atraídos por el alboroto. Se mantuvieron así más o menos una hora hasta que llegó el comandante de policía, Antonio Piedras, a levantar acta.
Piedras se ufanaba de ser amigo personal de Porfirio Díaz, pero la piochita que según él engalanaba su mentón hacía que nadie lo tomara en serio. A sus espaldas le decían «el Chivo Padre». Cuando el comandante se encaró con el niño Emeterio para interrogarlo, al colegial le costó trabajo no reírse en su cara. Sólo el espanto, la pena frente al difunto llorado por su hijo, contuvieron la risa de Emeterio. A las preguntas de Antonio Piedras, el muchachito respondió varias veces:
—Pancho Villa le disparó, le vació la pistola encima, como a don Rosendo.
Al Chivo Padre le costó trabajo desenmarañar la declaración de Emeterio por su insistencia en mezclar al crimen presente el recuerdo de aquel otro muerto tan viejo. Finalmente envió al presidente municipal un oficio donde el nombre de Pancho Villa quedaba ligado a dos homicidios «de acuerdo con el dicho del testigo Emeterio Marqués, vecino de esta ciudad de Parral». El padre de Óscar Flores, regidor de Justicia, examinó el parte de Piedras, lo colocó sobre una pila de legajos contenedores de otras tantas relaciones sobre muertes violentas, e impidió que alguien más volviese a ocuparse de aquel asesinato, alegando que antes había otros casos que resolver. Tampoco por esos hizo nada para castigarlos durante los veinte años que mantuvo la regiduría de justicia en sus manos.
Para cuando el silencio se restableció, Ramírez estaba tirado en el piso, muerto de seis balazos. Muy cerca del cadáver estaba en pie el niño Emeterio, paralizado, con el paquete de granos de maíz roto por el filo de una bala que al fin se había ido a alojar, como las otras cinco, en el cuerpo del tendero. Por la rotura del envoltorio se escapaban los granos de maíz sin hacer ruido al golpear el suelo, pues los amortiguaba la sangre espesa que manaba del caído. El pistolero se quedó un rato mirando al muerto, al niño que temblaba incapaz de huir, al humo desprendiéndose del cañón de su revólver para dispersarse en volutas por el almacén. No dijo una sola palabra el bandolero mientras estuvo allí; al minuto siguiente estaba afuera. Enseguida Emeterio Medina escuchó el galope de un caballo que se alejaba, pero pasó todavía un rato con los ojos fijos en el cadáver tirado cerca de los granos de maíz que caían para hundirse en el charco de sangre, formando un lodo extraño en el piso de tierra. Al fin, Emeterio pudo moverse para salir gritando de La Equitativa. La cara del hombre que exterminó a don Rosendo se le quedó grabada junto con varios violentos recuerdos más de su existencia en Parral.
Luego de ese crimen, de otros muchos cometidos en sus calles, Parral comenzó a convertirse en una ciudad con aficiones muy gringas, como el beisbol, practicado por los niños en la calle o en solares como el que los parralenses despejaron en las afueras de su población en 1907: un gran terreno donde construyeron el barrio de San José. Allá se instalaron algunos vecinos, muy escasos, como el señor Celso Jáuregui con su familia. Se les sumó la familia de Claro Reza, más un arrimado de éste, Apolonio Durán, con esposa e hijos. A esos terrenos apartados llegaban muchos individuos en sus monturas, armados, que trajinaban con hatos de mulas, jumentos, caballos, vacas. Empistolado también, Claro Reza tenía tratos con todos esos fulanos misteriosos que sin poseer ganadería mercaban reses, y sin ser soldados ni gendarmes portaban pistolas, máuseres, hasta algún wínchester de las guerras con los apaches.
—¡Ta chulo tu wínchester! ¿No lo truecas por una vaquilla? —se oía entre los andrajosos jinetes de vez en cuando.
—Ni por un máuser me separo de él.
—¿Qué tal un máuser más la vaquilla? —tentaba el admirador del rifle.
—Pos… —vacilaba el dueño del fusil, mirando de reojo al tentador, mientras a su memoria acudían olvidados gritos en un idioma áspero que nunca quiso entender, ecos de descargas cerradas, inclusive olor a pólvora que permanecía adormecido en sus fosas nasales—. Pos… ¿pa’ qué quieres un rifle viejo si tienes uno más nuevo?
—Y tú, ¿qué ganas con tener un rifle viejo si te ofrecen uno mejor?
—No es cosa de novedad. Este cañón, este gatillo, me han salvado la vida cinco veces.
—Te creo. Por eso, ¿no lo cambias? Te conviene. Yo voy a tierra de yaquis; me imagino que tú ya no irás a esos rumbos.
—Pos, ¿quién puede saber? Pero vamos a tomar un sotol allá en la sombra, allá platicamos.
Aglomerado junto al arroyo de la fábrica de cajas propiedad de Emiliano Enríquez, bajo el sol, quedaba el ganado que esos jinetes arreaban. Allá podían poner las cabezas a la venta sin más concurrencia que la de adictos compradores.
A alguna distancia de los hatos, los tratantes se iban a beber el incendiario licor bajo un árbol solitario hasta que el wínchester y el máuser cambiaban de manos. O también podía ocurrir que de pronto el ganado se alborotara por un par de detonaciones cercanas. Luego todo volvía a estar como antes, excepto que el dueño del máuser regresaba a buen paso, saltaba a su cuaco con un revólver en una mano, en la otra aferrando a la vez el máuser con el wínchester; ya sobre su montura, picaba los ijares del caballo hasta perderse de vista en el campo. El montón de reses no se rebullía, aunque allí cerquita quedaba tirado un cadáver aún tibio, ya sin armas.
Asiduo a ese baratillo era Pancho Villa, el mismo que unos años antes entró al expendio de Rosendo Ramírez para abatirlo a balazos por motivos que nadie pudo averiguar. El temible abigeo era muy amigo de Claro Reza.
La gente de Parral murmuraba que Claro Reza era el segundo jefe de la acordada, es decir de la tropa de cuatreros que con vacas ajenas (a veces hasta con caballos, mulas o asnos) surtían a los carniceros de la ciudad.
—Ahi va el segundo jefe —susurraba un ocioso a sus espaldas.
—Jefe de qué —averiguaba, desganado, otro ocioso.
—De la acordada —aclaraba el primero con aire de entendido.
—No me digas —el tono del curioso se animaba.
—Velo, pues: vive en el arrabal pero trai sombrero con galones, trai caballo, trai armas —el lento despepitar del chismoso rezumaba envidia—. Pa’ que no te quede duda, ahistá su traje de charro, aunque ni casa propia tiene: ¿ladrónde tanto lujo?
Desde los tiempos de Juárez el traje de charro portado por un cristiano con facha de peón era un distintivo del bandidaje. Lo usaron los plateados de Michoacán y Morelos hacía cincuenta años; lo seguían usando los abigeos de la frontera entre Chihuahua y Durango a principios del siglo XX. Claro Reza, al que nadie le conocía oficio ni propiedades, gastaba el traje elegante. Se ataviaba con él hasta para ir diariamente a la carnicería de José Alcalá, uno de los establecimientos modernos que el gobernador Luis Terrazas había mandado instalar en la zona principal, cerca de la estatua de su antepasado Joaquín Terrazas, también gobernador, que en tiempos de la intervención francesa le dio asilo a Benito Juárez para después dedicarse a concluir la guerra con los apaches. La carnicería de Alcalá destacaba, además de por su prominente ubicación o sus modernos aparejos, por la procedencia sospechosa de sus filetes, apetecidos por muchos a causa de sus bajos precios.
Por entonces todos los niños del rumbo iban a la escuela primaria 128, junto a la quinta Siqueiros. Los hijos de Claro Reza (María y su hermano menor, llamado igual que su papá) iban a ese colegio junto con otros niños, como los fifíes Óscar Flores, Ernesto Costemall e Ignacio Siqueiros, o como el hijo de obreros Emeterio Medina Márquez.
Al mediodía, el 8 de septiembre de 1910, los niños salieron de clases para dirigirse a la Calle 20 del barrio El Chamizal, donde vivían Claro hijo y, en una casa vecina, Emeterio. Detrás de ellos iban Óscar, Ernesto e Ignacio, hijos de ricos del pueblo. De pronto, Óscar les dijo a sus acompañantes:
—Miren lo que le hago al hijo del cuatrero.
Sin avisar, se dio vuelta hacia Claro para darle un manotazo en la nariz, pero el niño se hizo a un lado. El golpe alcanzó en la boca a Emeterio.
—¡Oye, pendejo, mira lo que haces! ¡Ya me partiste el hocico!
—Pues si no te parece, ven a que te lo parta de nuevo. Yo quería darle a este otro, pero te atravesaste.
Claro chico no dijo nada. Se lanzó contra Óscar, le puso dos puños con toda la fuerza en la cara, lo vio caer de espaldas y enseguida le plantó una tanda de patadas en las nalgas, sin que Ernesto o Ignacio trataran de impedírselo. Óscar quedó tirado bocarriba, gimiendo.
—¡Le voy a decir a mi papá! ¡Vas a ver cómo le va al cuatrero de tu padre!
Claro chico había pasado su brazo sobre los hombros de Emeterio e iba alejándose ya en dirección a su casa. Con un movimiento vertiginoso se desprendió de su amigo, llegó en tres zancadas a donde yacía el fifí magullado, le asentó un puntapié en la cara, mantuvo su pie un rato sobre la cabeza del caído mientras observaba desafiante a los dos amigos de Óscar. Al fin decidió que era suficiente. Con mirada fría le dijo a la boca sangrante de Óscar:
—Ahora sí, ve a acusarme con quien quieras. Pero antes Emeterio también se va a cobrar tu golpe.
—Ya, Claro —lo apaciguó Emeterio, todavía sobándose la cara con ambas manos—. El papá de este putito es regidor del ayuntamiento, mejor no le buigas. Vámonos ya —se dejó de frotar la boca para tomar del brazo a su amigo, jalándolo hacia El Chamizal. Pero se volvió para lanzarle una sonrisa de coyote al fifí, a quien sus amigos levantaban de la calle.
Al acercarse a la carnicería de José Alcalá, Emeterio, al igual que Claro hijo, vio bajar por la Calle 22 a tres jinetes. Dos de ellos se quedaron calle arriba; el tercero hizo avanzar a su montura al paso hasta quedar frente a la carnicería de Alcalá. En el interior del expendio estaba sentado Claro Reza, a su lado una 30-30. Hacía poco había delatado a algunos de sus compinches con la esperanza de que los rurales les aplicaran el mátalos-en-caliente sin averiguatas, como preferían los adictos a don Porfirio.
Los niños que iban para sus casas vieron al jinete que venía de la Calle 22 desmontar rápidamente, pistola en mano, comenzar sus disparos antes de entrar al expendio de carne Alcalá. Los muchachitos corrieron a guarecerse de alguna bala perdida. Asomados detrás de una pared, observaron a Claro Reza salir tambaleante de la carnicería, como si se dirigiera a cruzar el arroyo de Guadalupe. A medio tramo pareció que un ser invisible le metió el pie a Claro, porque el hombre se derrumbó. «Como un costal de piedras», pensó Emeterio Medina, espiando tras la pared protectora. Detrás de Claro caminaba sin apuro quien lo había herido, llevando en la mano la carabina que el agredido no tuvo tiempo de usar. Tirado en el suelo, Claro jadeaba, desangrándose por los tiros de revólver. Con toda calma el pistolero se detuvo sobre su víctima, descerrajando la 30-30 para dispararle la carga al yaciente, hasta dejarlo quieto. Desde el fondo de la calle, los dos jinetes que habían llegado con el verdugo sólo fumaban cigarros de hoja al contemplar la venganza de su compinche. Éste se dio la vuelta para ir por su caballo hasta la puerta de la carnicería, donde el propietario esperaba temblando a volverse también cadáver. El pistolero ni miró al cobarde, montó su penco, aseguró la 30-30 del difunto en la funda de su propia silla; con una orden corta, seca, enfiló al cuaco hacia donde lo esperaba el par de jinetes. Los testigos del asesinato vieron desaparecer a los tres montados por la avenida Zarco, nada escasos de risas o de cigarros. En la ejecución, el jinete no llegó a dilatarse ni quince minutos.
Quedó en la calle el cadáver baleado, al que se lanzó llorando Claro hijo para abrazarlo. Emeterio Medina miraba compungido el desastre sin decir nada. Al sitio llegaron Ernesto, Ignacio, el revolcado Óscar, para descubrir aterrados lo que es un muerto, junto con más curiosos atraídos por el alboroto. Se mantuvieron así más o menos una hora hasta que llegó el comandante de policía, Antonio Piedras, a levantar acta.
Piedras se ufanaba de ser amigo personal de Porfirio Díaz, pero la piochita que según él engalanaba su mentón hacía que nadie lo tomara en serio. A sus espaldas le decían «el Chivo Padre». Cuando el comandante se encaró con el niño Emeterio para interrogarlo, al colegial le costó trabajo no reírse en su cara. Sólo el espanto, la pena frente al difunto llorado por su hijo, contuvieron la risa de Emeterio. A las preguntas de Antonio Piedras, el muchachito respondió varias veces:
—Pancho Villa le disparó, le vació la pistola encima, como a don Rosendo.
Al Chivo Padre le costó trabajo desenmarañar la declaración de Emeterio por su insistencia en mezclar al crimen presente el recuerdo de aquel otro muerto tan viejo. Finalmente envió al presidente municipal un oficio donde el nombre de Pancho Villa quedaba ligado a dos homicidios «de acuerdo con el dicho del testigo Emeterio Marqués, vecino de esta ciudad de Parral». El padre de Óscar Flores, regidor de Justicia, examinó el parte de Piedras, lo colocó sobre una pila de legajos contenedores de otras tantas relaciones sobre muertes violentas, e impidió que alguien más volviese a ocuparse de aquel asesinato, alegando que antes había otros casos que resolver. Tampoco por esos hizo nada para castigarlos durante los veinte años que mantuvo la regiduría de justicia en sus manos.
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