Jonh Berger el contador de historias
Nombrar las constelaciones
John Berger se convirtió en escritor porque deseaba ser pintor. Estaba en una escuela de arte cuando una amiga lo llevó a un programa de radio para que describiera cuadros. Unos minutos después de hablar ante los micrófonos sobre una obra de Van Dyck, comenzó a convertirse en escritor.
Daría el paso definitivo poco más tarde. En 1956, en plena Guerra fría, con treinta años de edad, la urgencia de intervenir en la vida política más activamente lo llevó a abandonar las espátulas y los pinceles para dedicarse de cuerpo y alma a la escritura. Sintió una irrefrenable necesidad íntima de contar lo que necesitaba decirse, ante el riesgo de que, si no lo hacía él, había el peligro de que nadie lo hiciera. Con el paso del tiempo, escribir se transformó en algo más para él, no sólo una urgencia política, pero igual ya no volvió a pintar.
Esa necesidad provenía también de otra pasión profunda nacida de tiempo atrás: de las cosas no dichas en casa de sus padres durante su niñez, que tuvo que descubrir por sí mismo a edad temprana, cosas como la muerte, la pobreza, el dolor (de los otros) y la sexualidad. Escribir se volvió entonces una actividad esencial, que le ayudaba a buscar sentido a lo vivido y a continuar. Un afán explicado con precisión de cirujano por Susan Sontag: “Sólo lo que es capaz de narrar puede hacernos comprender.”
Berger se transformó así en uno de esos personajes que –como él mismo explicó– tendidos de espaldas, contemplando el cielo nocturno bajo la égida de una multitud de estrellas, dieron nombre a las constelaciones: un contador de cuentos, un deletreador del infinito.
No era la primera vez que incursionaba en el mundo de las letras. Integrante del ejército británico al finalizar segunda guerra, ayudaba a sus compañeros de armas que no sabían escribir a redactar las cartas para sus esposas, familiares y amigos. Fue, además, desde 1951 y durante diez años, colaborador de la revista New Stateman.
Muy pronto el sabio desarrolló, desde las profundidades del valor supremo de su experiencia, una escritura basada en un estilo y una voz alejada de los formatos convencionales del mundo académico. Prófugo de la enseñanza escolarizada, su educación formal concluyó con apenas dieciséis años. Según explicó: “Deseaba estar en la calle, donde las historias nos hablan y consideraba que la vida fuera de la universidad era mucho más interesante y misteriosa.” Fue así como concibió la escritura como una actividad que no tiene un territorio propio. “El acto de escribir explicó– no es más que el acto de aproximarse a la experiencia sobre la que se escribe.”
Autor de multitud de libros, nunca se pensó a sí mismo como un escritor profesional de trascendencia. Redactó cartas, poemas, discursos, artículos, historias, libros y notas. Fue a un tiempo poeta, novelista, crítico e historiador de arte, dramaturgo, guionista cinematográfico, dibujante, ensayista y, por encima de todo, contador de historias. Las forma que le dio a sus libros surgió siempre del tema.
A pesar de su diversificada actividad literaria, no incursionó en la autobiografía. “No tengo deseo de escribirla –dijo. Todo lo que me interesa de mi vida pasada son los momentos comunes. Los momentos que, si relato de manera adecuada, se unirán a otros, inumerables, vividos por gente que no conozco de manera personal.” Sus obras son él mismo, arte y vida fundidos.
Un elemento común en casi todos sus escritos de “ficción” es el uso del tiempo presente en el relato, en lugar del pretérito imperfecto. “El tiempo de la crónica, del relato del narrador, es el presente histórico”, escribió en un ensayo sobre Crónica de una muerte anunciada, de su admirado Gabriel García Márquez.
Un contador de historias –explicó en distintas ocasiones con la paciencia de un profesor de párvulos con sus alumnos– es distinto a un novelista. Lo es, de entrada, porque los contadores de historias preceden a los novelistas; probablemente están ligados al origen de la humanidad. Lo que cuentan es público mientras que lo que los autores de ficción escriben proviene de la esfera privada.
El contador de historias no narra experiencias propias sino historias que vienen de la escucha y la interpretación de lo que ha sucedido a los demás. No inventa personajes sino que hace una síntesis de varios de ellos. Y esos personajes adquieren vida propia a través del tiempo que viven. Su tiempo y su historia les pertenece a ellos y no al escritor. Y el misterio de su narración, a diferencia de las novelas, nace de algo que el autor conoce muy bien. En cambio, el novelista inventa otra realidad: su propia obra.
Los contadores de historias –advirtió Berger– son los secretarios de la muerte. Todos llevan el mismo sentido del deber, la misma vergüenza atravesada (producto de que los narradores han sobrevivido y sus personajes han partido), y el mismo orgullo oscuro que les pertenece personalmente no más que las historias que cuentan.
Arte y política
En 2013, después de la caída del Muro de Berlín, la disolución de Unión Soviética, el triunfo del neoliberalismo y en plena guerra contra el terrorismo, John Berger refrendó que seguía siendo marxista. Toda su vida adulta lo fue. Su visión del mundo, su compromiso político, su papel como intelectual público estuvieron marcados por esta realidad. Una realidad a la que arribó arrastrado por el arte.
Con profunda originalidad pero desde este lado de las barricadas, el escritor analizó la batalla que se da en los tiempos modernos en el mundo del arte. Según explicó recientemente el filósofo Robert Minto en Los Angeles Review of Books, para Berger este combate titánico ha enfrentado dos posiciones antagónicas. De un lado, una que afirma que el arte es valioso porque plasma la visión de un artista; es un bien en sí mismo en la medida en que tiene éxito en esta tarea. Esta es la concepción del autor de Puerca tierra, y es lo suficientemente amplia para englobar todas las diversas y contradictorias posiciones de las distintas facciones del arte moderno. Del otro, una postura que proclama que el arte es valioso porque cuesta, es decir, que valora la obra artística en tanto mercancía. Por eso, sostiene Berger, es necesario hacer un esfuerzo imaginativo que va en contra de todas la tendencias contemporáneas en el mundo del arte: se requiere ver las obras de arte liberadas de toda la mística que las une como mercancías.
El analista sostuvo que al considerar la dimensión histórica del arte, su juicio sobre una obra dependía de que ésta ayudara o no a los hombres a reivindicar sus derechos sociales en el mundo moderno. Empero, “debía considerar también otra faceta trascendental: la cuestión del derecho ontológico del hombre”.
Frente a la barbarie del nuevo orden económico, Berger fue un escritor comprometido con la lucha diaria, directa, cambiante. En esa su contienda, su más poderosa arma, el contar historias, se convirtió en afilado sable contra la permanente victoria de la vulgaridad y la estupidez, en una herramienta para resistir.
Resistir –explicó el autor de Páginas de la herida– no significa sólo rechazar la absurda imagen del mundo que se nos ofrece desde el poder, sino también denunciarla. Porque cuando el infierno es denunciado desde adentro, deja de ser infierno. Los relatos de Berger, sus obras artísticas, son una vía creativa y original de nombrar lo intolerable, de exorcizar los demonios del poder.
Alejado del dogmatismo doctrinario, del lenguaje perezoso y de los lugares comunes, fue un implacable critico del capitalismo, al que, en una época de transformismo lingüístico, llamó una y otra vez por su nombre. Fue un formidable constructor de referencias (mojoneras las llamó también) para comprender el mundo actual.
Una de sus últimas mojoneras fue la de proponer que en el contorno del planeta vivimos en una cárcel. ¿Qué clase de cárcel? ¿Cómo se construyó? ¿Dónde está situada? Esa penitenciaría no es –asegura– sólo una metáfora. Es mucho más que un gulag. Es una prisión donde la finalidad de casi todos sus muros (los reales, los electrónicos, el patrullaje, los interrogatorios) no es mantener a los prisioneros dentro para regenerarlos, sino mantenerlos fuera para excluirlos. Una cárcel en la que millones de obreros explotados brutalmente son reducidos al estatus de criminales. El planeta –sentenció John– es una prisión y los gobiernos obedientes, sean de derechas o de izquierdas, son los pastores, los guardias.
Estrechamente ligado a la lucha de liberación del pueblo palestino, el escritor de De A para X. Una historia en cartas– pensó la situación que se vive en Palestina como una metáfora de lo que sucede en el mundo, en el que se ha construido un muro para separar ricos de pobres.
Berger fue, también, un defensor de la cultura campesina, en la que encuentra –a partir de su propia experiencia de vida en una comunidad rural en los Alpes franceses– una de las enormes riquezas de la humanidad; no un lastre del pasado sino una reserva del futuro para otro mundo alternativo. “Puede –escribió– que la experiencia de supervivencia del campesino esté mejor adaptada para esta dura y lejana perspectiva que una esperanza progresiva, continuamente reformada. Desencantada e impaciente, en la victoria final.”
El autor de Un séptimo hombre vio en la eliminación intencionada o planificada del campesinado uno de los más importantes fenómenos globales en marcha, un fenómeno con absoluta centralidad política, como lo muestran las incesantes oleadas migratorias hacia los países desarrollados. Un asunto de primer orden abordado por distintos pensadores. Entre ellos, Berger vio como una figura y un movimiento clave al subcomandante Marcos y a los zapatistas, que inventaron un vocabulario completamente nuevo para hablar de la política mundial, debido, en parte, a su preocupación por el campesinado.
Al analizar la renovación del lenguaje de la resistencia y el deseo desde el campo del zapatismo, el autor de Una vez en Europa encontró una curiosa similitud entre las “Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial”, escrito por el vocero de los rebeldes del sureste mexicano, y la visión del infierno que el Bosco pintó en su Tríptico del mileniohace más de cinco siglos. La obra del artista del Ducado de Bravante –dice Berger– se ha convertido en una extraña profecía de la imagen del mundo que hoy difunden los medios de comunicación bajo el impacto de la globalización, con su criminal necesidad de vender sin pausa.
La relación entre los zapatistas y el escritor fue estrecha, constante, profunda y cordial. Se remonta a los primeros días de la rebelión y al intercambio epistolar entre Marcos y John, recogido en El tamaño de una bolsa. También a otros escritos del crítico de arte incluidos en libros como Fotocopias, textos como Bosquejos para un retrato de México o dibujos al carbón del subcomandante.
Berger asistió en San Cristóbal de las Casas al Coloquio dedicado a Andrés Aubry en diciembre de 2007 y se entrevistó con la Junta de Buen Gobierno de Oventic. En el encuentro narró su reunión con los indígenas rebeldes, como si fuera uno de sus análisis de una obra de arte: “Tenían autoridad sin ningún rastro de autoritarismo. Y créanme que el autoritarismo, una vez adquirido, esclerosa toda la vida de las personas. Esos pasamontañas, lejos de hacerlos menos humanos, los hacía más. Bien sé aquello de ‘usaron las máscaras para hacerse visibles’. Mas ¿por qué es así? Lo puedes leer en sus ojos. Y los mensajes de los ojos son la menos controlable de las expresiones faciales, y en consecuencia la más sincera.”
“En segundo lugar, los indígenas sabían que decían la verdad, porque no hay una sola verdad. Nada afecta más la calma que decir mentiras, o verdades a medias. Las mentiras producen miedo en quien las dice. En este sentido, ningún miembro de la junta tenía miedo (eran fearless). Y ser así significa que estás muy familiarizado con el dolor.”
La ceremonia del adiós
John Berger fue un hombre extremadamente solidario y generoso. Su hija Katja lo definió como un pozo cuando escuchaba y una fuente cuando hablaba. Oía con paciencia y atención, guardaba largos silencios antes de hablar, usaba las palabras con una precisión de relojero y saludaba o se despedía con cálidos abrazos.Los poemas están más cerca de las oraciones que los cuentos, apuntó. Y anticipando su deceso escribió en Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos una especie de plegaria: “Lo que más me reconcilia con mi propia muerte es la imagen de un lugar: un lugar en el que tus huesos y los míos sean sepultados, tirados, desenterrados juntos.”
Reconciliado con su ausencia, hoy descansa juntos a esos otros huesos en Quincy, el pueblo en los Alpes franceses que escogió para vivir •
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