sábado, 6 de noviembre de 2010

TOTEM (quinta parte)

Dos versiones corrieron en las bocas de las chismosas de la población para explicar el defecto de las gemelas. La una, que se trataba de un castigo divino por haber utilizado el templo de Dios como camastro de pecado. La otra, que dado que el padre de ellas provenía del circo, no era difícil que él, a su vez, tuviera antecedentes genéticos con ese mal. Hasta hubo alguna mujer, de las beatas del Carmen, que inventó que la madre del trapecista era enana y que había sido su marido un domador de fieras conocido por sus antecedentes demoníacos.


-Rita tuvo tratos con el mismísimo Satanás -decía la mujer.


Por eso él llegó a tentarla y se la llevó a la iglesia para profanar, intencionalmente, un lugar sagrado y dejarnos a ese par que no son otra cosa que engendros, representantes de Lucifer, -acotaba-, para explicar los rezos, persignaciones y conjuros con agua bendita que realizaba ofensivamente cuando cruzaba por incidente en la calle con Rosa y Ana.


Rita, por su profesión, se explicó siempre la deformidad de sus hijas debido a que, no teniendo cómo justificar el traspiés, durante los primeros seis meses del embarazo usó una faja ceñida hasta el extremo, hasta que resultó imposible de ocultar el doble fruto de sus entrañas.


Ana y Rosa se habían ido con el circo porque encontraban esa posibilidad como la única puerta para escapar del infierno que era para ellas el pueblo.


Por otro lado, cuando visitaron por vez primera las instalaciones, lograron sentir inmediato el trato humano y natural de las gentes acostumbradas a convivir con personas como ellas. Actitud que les estuvo vedadas toda su vida en San José. Pero lo que las convenció, de plano, de huir con la compañía, fue la aparición de una media docena de enanos, sus similares, los payasos, festivos en el trato cotidiano. Máxime que las mellizas fueron cortejadas, descubriéndose, por vez primera, mujeres.


Sin embargo, apenas una semana después de que las enanitas decidieron irse a buscar un horizonte propio, libre de la asfixia provinciana, el pueblo se conmovió. Un hallazgo escandalizó a la población, que conectó el escalofriante asunto con la huida de las hijas de Rita. La conexión encontrada por los corrillos pueblerinos tuvo, inmediato, nexos metafísicos; se decía que era una muestra de la procedencia diabólica de Rosa y Ana: se trataba de que en la milpa de Emiliano -un hombre que tenía, o decía tener, en su poder unos misteriosos códices-, agricultor de toda la vida y por generaciones, se localizó una caja de cartón con restos humanos, piernas y brazos, de un cadáver que, más tarde se supo, era el de Rómulo, el sacristán, borrachín y rezandero que -decían- siempre cortejó a las gemelas de Rita con malsanas intenciones de pervertido. La policía, no obstante, en apariencia desmintió los decires callejeros: un día después del primer hallazgo, localizó enterrado bajo el nogal del propio Emiliano, la cabeza y el tronco faltantes. Con auxilio de los investigadores del gobierno michoacano, localizaron el circo "Unidos", con el cual habían huido las enanitas, las que fueron aprehendidas, pero resultaron inocentes. El criminal, no tardó en saberse, fue Atanasio, el hombre fuerte del circo, levantador de pesas y retorcedor de hierros en la función acostumbrada, que resultó homosexual como Rómulo, a quien ultimó por pasiones en las que ambos estuvieron involucrados, para sorpresa de todos, desde hacía varios años, en que el circo llegaba indefectiblemente, verano a verano. Rosa y Ana, al fin inocentes, resultaron liberadas. Pero jamás volvieron a San José del Rincón.


-Menos lo iban a hacer después del desmadre en que habían estado metidas, aunque no tuvieran culpa en el crimen, -dijo Matías Mondragón, en aquella ocasión.


Ahora, Rita y Clotilde se presentaban juntas al velorio de José Carmen. Le tenían afecto al viejo -como le llamaban cuando charlaban entrambas-, porque él fue de las pocas personas de San José que nunca profirió señalamiento alguna en contra de estas mujeres; todavía más: fue el único de la comunidad que, en secreto, cuando pudo les allegó recursos a las dos, a cada una por su cuenta, para que mantuvieran a sus respectivos críos-domingos-siete, como les llamaba el populacho. José Carmen, en contra de su fama donjuanesca nunca pidió a las abandonadas mujeres, nada a cambio de su auxilio pecuniario. Por eso ellas, ahora llegaron con sendos ramos de no-me-olvides y, en un rincón de la extensa sala funeraria de la casa de los Marín, se arrodillaron e iniciaron las preces de un rosario por el alma del difunto.


A esa hora, más o menos las diez de la noche, de aquél uno de noviembre, todos los hijos de José Carmen estaban congregados en torno del catafalco. Se trataba de uno elegante, de cedro, con incrustaciones de caoba en los bordes; barnizado en tonos oscuros que dejaba al descubierto las vetas de la madera, era el estuche metafórico para depositar en el Panteón del Carmen, la leyenda personal de un hombre que supo estar parado sobre su tierra nativa con un par de pies que destilaban amor a borbotones por la vida. Pero no sabían, los veintiocho hijos del difunto José Carmen, que con él enterraban, al otro día, también un capítulo no menos legendario de la dinastía. A partir de las últimas paladas de tierra que dejarían en depósito inevitable los despojos de aquel tronco familar, tótem de los Marín, se abrirían los desbordados recuerdos, las obsesiones memoriosas y los destinos de muchas generaciones predestinadas a recuperar los mitos del clan sanguíneo, mitificarlos y padecer, sin convertirse en estatuas de sal, el sino: sólo vivir para redescubrir por siempre los secretos, las anécdotas, las tradiciones, las frases sabias, las frases célebres, las parrandas, los pecados, las muertes, los nacimientos, las enfermedades, las sucesiones hereditarias de una familia, los Marín, y de su viejo irepetible gran jefe: José Carmen.

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