viernes, 20 de diciembre de 2013

JOSÉ BALZA, LA PERSONA LITERARIA, Carmen Bullosa

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¿En qué consisten los “ejercicios narrativos”, ese género huidizo que José Balza ha patentado y explorado a lo largo de su trayectoria? Con perspicacia e intuición, la escritora mexicana Carmen Boullosa se adentra en la naturaleza de esta audaz forma híbrida con que el autor venezolano ha inscrito su nombre en el campo actual de la literatura hispanoamericana.
José Balza habita en un mundo literario de características anómalas. Es un raro, a la manera de los raros de Rubén Darío, los  autores que son únicos, los originales. Fino crítico literario —autor de ensayos clásicos, entre ellos los contenidos en Este mar narrativo (FCE, 1986)—, es también narrador, el  creador de su propio género literario, los “ejercicios narrativos”.
Es en un acto de humildad, y en esto acierta Juan Villoro, que Balza los llame “ejercicios narrativos”:  “La noción de ‘ejercicio’ acentúa el carácter provisional del texto: el relato culmina al ser cerrado por el lector… Balza se ampara en la humildad de los ‘ejercicios’… ‘ejercicios’ es el nombre secreto de ‘lecciones’, y acaso la más importante sea la lectura que demandan”.
En Balza, leer y escribir van trenzados, es pertinente en su narrativa lo que él atribuye a los críticos literarios “la escritura de los otros se vuelve parte de su metabolismo”, con una salvedad: en el raro-Balza el metabolismo está alterado, por decisión propia.
Balza nació en un momento de oro de la literatura latinoamericana. Las hadas que arrullaron su cuna fueron grandes autores —Borges, Bioy, Cortázar—. Balza pudo haber decidido ser su niño, pero escogió el desarraigo para afiliarse a su manía. No es un autor fantástico —aunque con la genealogía que carga sus ejercicios narrativos rozan lo “fantástico”, trasgreden el realismo, aunque por motivos diferentes que la literatura que solemos llamar fantástica—, tampoco persigue el retrato psicológico —no busca la penetración de los personajes, quiere con sus ejercicios formar geometrías con el cuerpo narrativo y perseguir atmósferas.
Las diferencias entre Balza y los que lo arrullaron en su cuna son evidentes: para Bioy Casares, Borges y Cortázar la solución a todo está en la trama. Borges busca soluciones a problemas filosóficos, metafísicos. A Bioy Casares le interesan las más inmediatas, menos trascendentales, no lo agobia el infinito abstracto —como a Borges—, sino la vejez concreta. Bioy Casares es, si jugamos su ficha en La invención de Morel, uno de la estirpe criminal de cuello blanco de quien viene huyendo; en ese libro, Borges es como Morel, el que busca la perpetuidad para hacer posible al Amor Eterno, es la fuga del escritor prófugo del tiempo, y la adquisición del misterio de lo eterno, en una anécdota, en el enredo de la trama.
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José Balza
©Javier Narváez
Cortázar es otra cosa, no podría jugar ningún papel  sobre el tablero de La invención de Morel: ni huye, ni lo persiguen intrigas racionales: es el gozo, la dicha narrativa, la juventud sin fin, la fiesta del placer de narrar. Porque en sus cuentos Cortázar le cumple a la perfección el sueño a Scherezada: en ellos no hay muerte, no hay tirano; son la liberación por la trama.
En Bioy, buscar remedios directos contra los males inmediatos factura el personaje que  esquiva la vejez al continuar creciendo —se empieza a envejecer al momento en que se deja de crecer, es su lógica—, hasta convertirse en un gigante, como su legendario protagonista de La invención…, un prófugo que rehúye a los hombres. Su huida responde a la necesidad estructural de la narrativa bioysiana: el autor trama, compone historias, para someter a los personajes a  la urgencia de salvar el pellejo. La trama es la solución. En las novelas policiacas escritas a seis manos por Bioy, Borges y Silvina Ocampo —otra grande, otra presente frente a la cuna de Balza—: la trama es la reina.
En Rayuela, Cortázar buscó otra cuerda, pero ésta venía aceitada igual, con la dicha de tramar, en su “juego” (o ejercicio) todo es narrativa.
(Jugadas crueles de la Suerte: con la enfermedad, que tenía por uno de sus síntomas continuar creciendo, Cortázar era como el personaje que Bioy inventaría, cada vez más alto, con cara de muchacho joven. La representación cuasiteatral es triste, y la tristeza es a Cortázar algo impropio: crecer, agigantarse, era en él camino a la muerte, no como fabuló Bioy el remedio para la juventud y eternidad).
José Balza tiene, con Bioy, preocupaciones inmediatas. Contra Bioy, contra Borges y contra Cortázar, para solucionar los problemas (como el del paso del tiempo, o la pulsión de violencia detrás del erotismo, o la trasgresión que es cohesión del amor que a él le preocupan), Balza simplemente borra la trama.
No le interesa “contar una historia”: “Porque no me interesa escribir el relato de ese amor, Luis Alberto; quiero aprehender su atmósfera, los signos que lo anunciaban para la realidad y para el recuerdo”.
Así, la nomenclatura “ejercicios narrativos”, en la que encontramos, si creemos a Villoro, la discreción del autor, contiene un segundo acertijo. 
La prosa que Balza “ejercita” es un torbellino, un remolino que no quiere ser narrativa. La obsesividad de la prosa balciana destruye la posibilidad de la estabilidad en la trama.
El tornado de la prosa de Balza no sólo arranca la casa de Dorotea, se lleva el camino a Oz. La prosa será la experiencia misma del tornado, no el arribo posible a la tierra de los Munchkins, ni el intento de encarar al Mago, ni la presentación de los personajes ante el fenómeno.
Los ejercicios narrativos de Balza equivalen a espejos que giran, al reflejar un mundo que el autor violenta para dejarlo afuera del tiempo y evidentemente fuera de la trama. Corran o no los años, los personajes podrán verse o no idénticos, su apariencia dependerá del ángulo del espejo. La superficie reflejante de la prosa de Balza se moverá a lo largo del texto sin avanzar horizontal, obediente al vaivén aspirador del tornado.
Espejos que giran y se quiebran, al romperse adquieren filo: son escalpelos. Los ejercicios narrativos de Balza están más cercanos a la labor del cirujano que la carne o el ojo bailarines  —aunque la visualidad y el erotismo naveguen en los ejercicios de Balza, aunque su prosa baile, en el sentido de las palabras del dieciochesco Padre Navarrete que Balza cita en su libro Pensar a Venezuela: “saltar, brincar, danzar: todas esas palabras abren la inteligencia”.
En el Delta del Orinoco, la patria chica de Balza, hay una posible explicación de la naturaleza de sus “ejercicios narrativos”. La vegetación vertiginosa, el agua que parece infinita, las casas suspendidas sobre pilares porque la solidez es imposible en su entorno. En el Delta, todo es móvil. No como la embarcación, ni tampoco resbalazo, y no tiene eje: por fracciones de segundos, los espejos representan al cielo, contemplativo y al mismo tiempo fugaz. 
En el Delta del Orinoco hay también un despojo. Contuvo el primer pozo petrolero de dimensiones internacionales, le desviaron el cauce de uno de sus brazos para facilitar la industria, pero hoy sólo es olvido internacional, quedó marginado, muy allá. Por esto está marcado de melancolía, de una sensación de aislamiento así pase por él a borbotones el agua primordial que alimenta océanos.
Ser del Delta es también pertenecer a una frontera. Desde ésta Balza soñó su rareza: “Pertenezco a un lenguaje secreto: ése que une y separa al río y la ciudad”.
De pronto, entre su ejercitar, en lugar de practicar síficamente la narrativa al punto de disolverla (como en su genial “Mujer en la roca”, donde la Sísifa va muda de montaña sin abandonar su empresa), Balza sorprende con una parábola perfecta. Ha escrito por lo menos dos que son retrato de la doliente Venezuela: “Uno” y “Dilución”. De la segunda escribió Seymour Menton: “El tema del cuento es el enfrentamiento entre los bandos políticos… La intransigencia de los bandos políticos lleva a este país (Venezuela) y a cualquier otro por todo el mundo a la violencia… ‘Dilución’ debe ser lectura obligatoria para todos”.
Estas parábolas balzacianas condenan al autor a volver a la cuna literaria que se propuso dejar: como en Cortázar —como en gran número de escritores latinoamericanos de esos años, aunque no en Bioy ni en Borges—, un aliento político entra; ajeno a sus presupuestos, se “compromete”. Los efectos son distintos que para sus padres. La espada de las obsesiones con la izquierda fue la condena de las narraciones de Cortázar. La preocupación por Venezuela y su “compromiso” (traición a los principios del arte balzaciano) funcionan. Es gracias a la pulsión que se había propuesto repudiar como narrador —la neutralidad natural a la noción de “ejercicio”—, obligado por la espada a un duelo final, que Balza consigue las acertadas, geniales parábolas.
Los “ejercicios narrativos” brevísimos son otros relatos perfectos. Balza rompe en ellos el caudal (o el vértigo) de su prosa, la contiene, la amaina —aunque en ésta permanezca el acero azul del río—. Sus mininarraciones son perturbadoras obras maestras:
PRISA
Un hombre va retrasado a una urgente y decisiva reunión. Encuentra a un amigo:
—¿Qué hago? ¿Cómo puedo llegar a tiempo?
—Vete de espaldas —responde el amigo.

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