lunes, 23 de diciembre de 2013

KATHERINA MANSFIELD, UN MUNDO LLENO DE ROSAS, Beatriz Espejo

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Desde Nueva Zelanda, una joven escritora llegó a la escena cultural londinense a principios del siglo XX para entregar una serie de relatos que, bajo el influjo de Chéjov, retrataban con riqueza de matices y sensibilidad la vida cotidiana de mujeres y niños en la distante geografía austral. Beatriz Espejo entrega una semblanza de la vida y trayectoria de la notable cuentista.
Katherine Mansfield (Kathleen Beauchamp y posteriormente Katherine Middleton Murry) nació en Wellington, Nueva Zelanda, el 14 de octubre de 1888. Pasó parte de su niñez en un pueblito llamado Karori, a pocos kilómetros de la ciudad. La familia australiana de origen se encontraba fuera de su país porque el padre Harold, posteriormente honrado como Sir debido a sus habilidades bancarias de profesión, obtuvo un puesto importante. Combinaba la sensibilidad que fomentó en su hogar al llevar un tren de vida refinado y el talento necesario para hacer buenas transacciones en las que incluía comprar barato propiedades importantes. Así, Katherine conoció un ambiente tranquilo pues convivió con un matrimonio bien avenido en el que los componentes cumplían papeles tradicionales, a pesar de los consentimientos merecidos por la madre, Annie Burnell, que padecía migrañas y aparentaba fragilidad del corazón propia de las damas victorianas. Sentada en sillones mullidos, se refrescaba con abanicos de largas plumas, hojeaba figurines para mantener a las modistas ocupadas y dirigía un ejército de sirvientes. Distribuía su tiempo sobrante en leer, escribir cartas y viajar tanto cuanto fuera posible. El grupo lo completaban dos hermanas mayores, otra menor y un hermano (Vera, Charlotte, Leslie y Jeanne). También flotaba el remoto recuerdo de otra hija que murió. Convivían una abuela y algunas tías. Habitaban una espaciosa finca de madera denominada Chesney World, decorada al estilo de moda y se amparaban en un apellido que cobraba importancia gracias a la bonanza.
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Katherine Mansfield 
©Wikicommons
Gordita, rubia y mimada, Katherine se entregó pronto a las fantasías y al aislamiento que nutrieron sus diarios. Muchas otras de sus páginas rescataron memorias infantiles, incluso sus obras más ambiciosas, Preludio, En la bahía, Fiesta en el jardín, recrearon una especie de paraíso particular en el que, jugando junto a un arroyo, la niña pasaba horas sin zapatos ni calcetines y la falda levantada e intentaba coger pececitos que nadaban en las profundidades. Si atrapaba uno, lo metía en un frasco para guardarlo hasta que se convirtiera en “ballena”. Estaba rodeada por flores exuberantes consideradas sus únicas compañeras. Recordaba una mañana en que tardó la primavera y ella se escabulló hacia el jardín para tapar con una cobija la rosa que brotaba. Este gusto tan británico por los arriates llenos de violetas, petunias y nomeolvides pasó a sus cuentos, quizá porque desde temprano Katherine se empeñó en rescatar fugaces placeres burgueses y sentimientos inaprehensibles.
La belleza circundante y el bienestar de aquella propiedad avivaron sus imaginaciones. Ella inventaba hadas que restañaban heridas y apuntaba la primera sensación de soledad, su eterna compañera. Ensimismada, se sabía considerada una niña demasiado traviesa, inmadura, tartamuda, que sufría pesadillas e infringía normas caseras. En la iglesia, donde había una banca destinada a la familia, entonaba las plegarias con sus pulmones convertidos en fuelle para que Dios la escuchara antes que al pastor. Detestaba los circos tristes, sus carromatos, fieras amaestradas y trapecistas que provocaban los alaridos del público; miraba fijamente a las personas y se balanceaba en un caballito hasta pelar el tapete de su cuarto; sin embargo, se desarrollaba haciéndole bromas al servicio y a otros miembros de su tribu y se llenaba de entusiasmo cuando algo despertaba su vivacidad característica. Sus ojos ávidos descubrían caleidoscopios del sol filtrándose en los follajes, la sombra ondulante de un arbusto bailando en líneas doradas, gotas de rocío como chaquiras sobre el césped, la gracia de los lirios y la silueta lejana de las montañas azules. Al pasar el tiempo, Katherine rindió tributo a esos paisajes de su patria.
Anotó la muerte de su abuelo, que se fue por el mundo y la invitaba a tomar un barco hacia China; sin embargo, cuando murió su abuela Margaret Isabella Mansfield —amorosa, conciliadora, dispuesta siempre a elaborar mermeladas y jaleas enfiladas en los travesaños de la cocina—, ella admitió que su alegría resultaba del valor para enfrentar problemas y que sus imágenes le llegaban volando hasta el corazón y por momentos se volvían intolerables. Logró tolerarlos y las remembranzas de esa abuela suya, que iba hasta su cama para tocarle los pies fríos y arroparla, le dieron estabilidad doméstica mientras los padres viajaban meses enteros y le inspiraron el pseudónimo que se volvería mundialmente famoso; ambos ocupan muchas páginas de sus diarios y pueblan sus cuentos.
A los nueve años Katherine publicó el primero de ellos en una revista titulada The Only Way (Middleton Murry dice que se llamaba The Lone Hand). Los retratos la rescatan con lentes necesarios durante alguna temporada, calcetas de popotillo negro, una trenza, ojos tenaces y mejillas mofletudas que le ganaban dardos de sus hermanas y desdén materno. El resto de su atuendo lo componían quizás unas botitas abotonadas hasta el tobillo. De la escuelita primaria en Karori pasó a la secundaria en Wellington y a vivir en una casa con cancha de tenis, pórtico de columnas y un balcón que la rodeaba, ubicada en Tinakori Road. Luego estuvo en el colegio de la señorita Swainson ya que las posibilidades familiares lo permitieron. Allí criticaban su mala ortografía y sus puntos de vista demasiado personales. Pero un maestro la estimulaba y las opiniones encontradas respecto de su comportamiento no le impidieron sacar una revista basada en chistes y estampas.
En el año de 1903 Katherine viajó a Inglaterra junto con sus hermanos, su tía Belle, su padre —cuyas patillas y bigote “color jengibre” empezaban a encanecer— y su madre engalanada con una chaquetilla de piel de foca y el cuello levantado. En el carguero Niwaru, vía el Pacífico y Cabo de Hornos, gozó una travesía cómoda. Al llegar la inscribieron en el Queen's College, 45 de Harley Street, cerca de Regent's Park, Picadilly Circus y Hyde Park, fundado conforme a las ideas de F. D. Maurice, socialista cristiano amigo de Tennyson y Kingsley. La institución permitía que las alumnas eligieran materias y no vistieran uniformes, y conciliaba frecuentes visitas al London Zoo, la National Gallery, el National Theatre y caminatas al Marble Arch, Park Lane o Kensington Road; visitas amistosas y días de compras en grandes almacenes como Liberty que en su edificio Tudor ofrece aún chales transparentes, motas de avestruz, guantes aterciopelados, colonias y jabones de lavanda. Paseos culturales a Stratford-von-Avon lleno de construcciones renacentistas y con un solar desolado porque algún ministro anglicano enemigo de los turistas mandó demoler la casa de Shakespeare. Todo era estimulante a pesar de que el Queen's no preparaba a su alumnado para inscribirse en Oxford o Cambridge. Fomentaba una formación feminista que permitió que surgieran historiadoras, actrices, médicas y luchadoras sociales. En sus escritos Katherine dejó constancias de aquella etapa de su vida, las imágenes de maestras y discípulas, las pisadas del portero sobre las piedras del patio, el tintineo de los cubos que cargaba, el rumor de la bomba de mano en el pozo, el gluglú del agua saliendo a borbotones, las aulas sofocantes y los tejados vecinos.
Hay datos que sus mejores biógrafos tomaron para atribuirle una relación amorosa con Vera Bartrick-Baker. Claire Tomalin dio a conocer las dos cuartillas de “Leves amores” en su versión mecanográfica. Ahí se describe la cercanía de los cuerpos y el abrazo que transforma el entorno mágicamente. Con un cambio de luz los pájaros del empapelado pían y las parras dibujadas sobre las paredes trenzan guirnaldas. En el cuento titulado “Clavel” aparece también Vera con una flor encarnada entre las manos, cerca de sus labios; pero es ingenuo ignorar actos de alquimia. Los creadores transforman vida en literatura y por eso los textos no son absolutamente autobiográficos.
En el Queen's, donde estuvo hasta los dieciocho años, Katherine dirigió también la revista estudiantil, se interesó por la música y conoció a otra amiga entrañable: Ida Baker, dócil, martirizada por su padre, un militar despótico que la predispuso a los afectos perrunos y muy probablemente le sirvió a Katherine como modelo para “Las hijas del coronel”. Mientras Ida se ejercitaba en el violín, ella repasaba sus partituras: deseaba convertirse en violoncelista. Sus obras constatan un oído privilegiado para el manejo infalible de los ritmos verbales. Durante la Pascua de 1906, la tía Belle (otro de sus personajes), que se había quedado en Inglaterra para atender necesidades de sus sobrinas y aprovechar oportunidades de encontrar marido, las llevó a París y a Bruselas, ciudades que inspiraron más historias y el gusto por volver a esos países le prestó ocasión de enviar a un amigo (¿o amiga?) un retrato dedicado “Mes mains dans les vôtres”, revelación de una joven que se quemaba por dentro sin que nadie lo advirtiera.
Hacia finales de año Katherine regresó en el Corinthic a Wellington acompañada otra vez por su familia. Se divirtió en partidos de críquet y coqueteó con un galán que la rondaba; sin embargo, no estaba feliz con su prefigurado destino de muchacha rica que, habiendo terminado la educación esencial, esperaba a un prometido conveniente. Su padre, siempre impoluto como si acabara de bañarse, procuró interceptarle los propósitos de ser concertista. Katherine pareció condescender aunque se impuso seis horas diarias de práctica musical y tres escribiendo. Mantuvo los pensamientos puestos en Oscar Wilde, personaje estelar de la escena literaria, y fantaseaba con el supuesto glamour acarreado por la notoriedad. Halló el modo de entretenerse según los patrones que conservó a lo largo de su breve existencia. Llenó su cuarto con reproducciones de cuadros célebres y colocó velos y búcaros de gardenias que imitaban los refinamientos decadentes imperantes. Tomaba lecciones de encuadernación y mecanografía en una escuela técnica e iba a la “biblioteca parlamentaria” en la que gozaba de privilegios cuando el Parlamento no estaba en sesión. La dejaban ocupar el salón de lectura del edificio estilo gótico. Allí leyó a Balzac, Flaubert y Maupassant en el francés que hablaba fluidamente, aunque según afirmó en sus diarios le costó trabajo porque antes había desperdiciado tiempo. Leyó a Browning, Walter Pater, Hawthorne, Whitman; a las Brontë cuyas mansiones opresivas cargadas de misterios no estaban tan cercanas a su sensibilidad como lo estaba Jane Austen y sus deliciosas tramas. Leyó además en traducciones Ana Karenina de Tolstoi y los diarios de María Bashkírtseva. A Elinor Glyn y a Elizabeth Robins, autora de una exitosa obra teatral Votes for Women puesta en escena en 1907, y presidenta de la Liga Sufragista de Escritoras fundada en 1908. Esta figura la llevó a pensar en lo que las mujeres conseguirían en el futuro cuando se hubieran arrancado las cadenas de la esclavitud. Entonces reconoció que el arte es la evolución propia, que el genio late en cada espíritu y que importa el estilo enraizado en uno mismo. Pensó que lo necesario para realizarse era poder, riqueza y libertad.
En Nueva Zelanda las mujeres ya votaban; pero los atavismos sociales no habían cambiado. Katherine entendía que su felicidad para progresar vitalmente por el momento se limitaba a prepararse estudiando a creadores importantes. En ese periodo descubrió la pintura ya reconocida y la belleza física de Kathleen Bendall con quien pasaba días en una casita de playa edificada por Harold casi entre las olas. En una página suya confiesa que esa artista la subyugaba y que apoyar la cabeza entre sus pechos la reconfortaba con las sensaciones más intensas de adoración y éxtasis. Por otro lado, al escribir Katherine dedicaba grandes espacios a una belleza paisajística, los bosques de helechos, las sombras de las raíces invadidas por el musgo, la silueta del lirio silvestre, la manuca juncal y la hermosura de un tábano inmenso junto al río Galatea. Se compró un traje típico, trató de entender las costumbres regionales y todas esas experiencias quedaron registradas en escritos, cartas y cuentos; entre ellos “Ole Underwood” y “La mujer del almacén”, notables ambos por salirse de su temática y buscar el patetismo. El segundo describe a una madre compadecida unánimemente por tener una hija autista, una madre que en realidad había asesinado a su marido y lo había enterrado al fondo del patio.

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