jueves, 2 de enero de 2014

(conclusión) RETRATO DEL ARTISTA AUSENTE, Pablo Espinosa (2. y última)


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Ahora el retrato del autor del poema-canción Yo seré tu espejo mira fijamente a la cámara, sabedor de que lo estamos viendo a los ojos. Podemos ver la muerte en su mirada, ese opaco resplandor de quienes tienen poco tiempo de vida por enfermedades terminales como el cáncer. En contraste, muestra ahora, a diferencia de sus uñas pintadas en la fotografía de su vida anterior, cuando su bisexualidad estaba en otra dirección, su mirada, que tiene calma fiera, fuego quieto, tormenta sosegada.
La sabiduría del guerrero retratado por Jean-Baptiste Mondino 36 días antes de su muerte lo expresa en el retrato mostrando en primer plano el puño derecho, recio, en señal de vitalidad. La muerte en la mirada, la fuerza vital en su puño de guerrero.
Ese último retrato del poeta, ese último espejo, ese postrer espejeo que nos hizo a todos el guerrero, fue realizado la tarde del sábado 21 de septiembre de 2013 en un estudio ubicado en la calle Washington de la ciudad de Nueva York, donde Lou realizó sesiones de foto y video para una campaña de la marca de audífonos Parrot ZIK.
Allí, a las tres de la tarde de ese sábado, ocurrió la que sería la última entrevista de Lou Reed, quien aún luchaba por su vida a pesar de haber sido desahuciado.
Lou frente a la cámara: se pone los audífonos, cierra los ojos. Se pone a meditar. Los abre para responder a las preguntas que le formula la cineasta Farida Khelfa:
—-¿Por qué la música?
—Porque la amo.
—¿Cuál fue su primer contacto con la música?
—Cuando escuché el latido del corazón de mi madre.
—¿A qué edad empezó a tocar la guitarra?
—A los nueve años.
Y en la siguiente escena, Lou Reed con su personalidad entera: amable, generoso, bromista, irónico: cuando Farida le pregunta si su papá le compró su guitarra, él responde: “mi padre nunca me dio ni madres”, y a la pregunta de entonces cómo la consiguió: “la compré”, ¿cómo?, “trabajando”, ¿de qué?, “de limpiar la maleza en el bosque y cuidar pollos en una granja”, y casi le gana la risa al poeta que recibe y rebota otra pregunta-respuesta: ¿qué es el sonido?
imagen
Lou Reed
©Christopher Felver
La respuesta es una honda disertación sobre el ruido, el sonido y la música. Como lo hizo John Cage en su momento, Lou Reed frente a la cámara demuestra que el silencio no existe y que el ruido es un sonido que, al ordenarlo, produce música. “La música es mi vida”, dice el poeta y se lamenta de que en los discos compactos se pierda el sonido de los bajos, porque es inconcebible escuchar una sinfonía de Beethoven sin escuchar a cabalidad los contrabajos, los violonchelos, la tuba, pero la tecnología está recuperando, con los nuevos software, el sonido de los bajos. “Por eso remastericé todos los discos que grabé en mi vida”.
Habla entonces del sentido de la existencia, de la música en su vida: del momento en que escuchó por vez primera el sonido del corazón de su madre y lo repite con sus labios, con su voz: bom bom bom, “por eso nos gusta a todos el ritmo, la música” y habla de cómo, inmersos en un ambiente silencioso, podemos escuchar el sonido de nuestra sangre al fluir, de nuestro corazón al latir.
Hay sonidos hermosos en la vida, en la naturaleza. Y ahora con sus labios, con su voz, con su aparato fonador entero, imita el sonido del viento y emite lo que serán sus últimos versos que nos regala, a manera de espejo, el autor del poema Yo seré tu espejo: “hay sonidos hermosos en la vida / como el sonido del viento / el sonido del amor”.
Lewis Allen Reed realizó su mayor acto de magia el 27 de octubre de 2013: desapareció.
Trascendió, a los 71 años de edad, en brazos de su esposa, la también poeta, aeda, Laurie Anderson, en casa, en su cama con vista a los árboles, con una sonrisa en los labios y practicando tai chi.
Su esposa publicó un hermoso texto en el periódico The East Hampton Star, de la localidad donde se ubica la casa de campo del matrimonio Laurie Anderson / Lou Reed, ambos practicantes del budismo.
El texto, breve, está dirigido “a nuestros vecinos”:
“¡Qué hermoso este otoño! Todo brilla en dorado y en una increíble luz suave. El agua nos circunda. Lou y yo pasamos en este lugar mucho tiempo los últimos años, y a pesar de que somos muy urbanos, ésta es nuestra casa espiritual. La semana pasada prometí a Lou sacarlo, ya, del hospital y traerlo a Springs. ¡Y lo logramos!
“Lou fue un maestro del tai chi y pasó sus últimos días muy feliz y embelesado con la belleza y el poder y la suavidad de la naturaleza. Murió la mañana del domingo mirando hacia los árboles y haciendo la famosa posición 21 del tai chi moviendo solamente sus manos de artista en el aire. Lou fue un príncipe y un guerrero y sé que sus canciones acerca del dolor y la belleza en el mundo llenarán a las personas con el increíble gozo que él tuvo por la vida. Larga vida a la belleza que desciende y fluye a través de todos nosotros”.
Firma: Laurie Anderson, “su amada esposa y eterna amiga”.
Días después, la revista Rolling Stone publicó un ensayo, escrito por Laurie Anderson, donde ella hace un retrato de la relación de 21 años con Lou Reed, desde que se conocieron en Munich, en 1992, durante un festival musical que organizó John Zorn.
A Laura Philips Anderson, quien se convirtió en Laurie Anderson, le sorprendió que Lou Reed no tuviera acento británico, pues como sabía muy poco de The Velvet Underground, pensaba equivocadamente que era un grupo inglés.
Narra Laura-Laurie cómo ella y Lou hicieron música juntos, se volvieron el mejor amigo uno del otro y luego almas gemelas, escucharon y criticaron la obra de cada uno, estudiaron e hicieron juntos muchas cosas: cazaron mariposas, aprendieron la práctica de la meditación budista, navegaron en kayaks.
Se inventaron muchos juegos: dejaron de fumar en 20 intentos, fallaron; aprendieron a contener la respiración bajo el agua; viajaron a África; cantaron ópera en los elevadores; se hicieron amigos de personas muy especiales; se acompañaron en sus giras mutuamente, cuanto pudieron; enseñaron a tocar piano a su querido perro; compartieron una casa con espacios separados para cada uno; se protegieron y amaron mutuamente.
“Siempre nos la pasábamos viendo arte y escuchando música y conciertos y espectáculos artísticos y observé cuánto amaba y apreciaba a otros artistas y músicos. Siempre fue muy generoso. Y sabía lo difícil que era serlo. Amábamos nuestra vida en West Village y a nuestros amigos. Hicimos siempre lo mejor que pudimos”.
Describe Laurie Anderson su boda en Boulder, Colorado, en el patio de la casa de un amigo, en una ceremonia espontánea, casi sorpresiva, con los desposados vistiendo su ropa cómoda de los sábados: “cuando te casas con tu mejor amigo de tantos años, debería existir un nombre diferente para eso, que no sea boda”.
Narra después los últimos días de su marido:
Lou estuvo enfermo los últimos dos años, primero fueron los duros tratamientos con interferón, “una horrible pero a veces efectiva serie de inyecciones para el tratamiento de hepatitis C y viene con un montón de horribles efectos colaterales. Entonces desarrolló cáncer de hígado, complicado con una diabetes avanzada. Pasamos un buen de tiempo en hospitales. Él aprendió y estudió mucho acerca de sus padecimientos y sus respectivos tratamientos. No dejó sus sesiones de dos horas diarias de tai chi, además de actividades fotográficas, lectura de libros, sesiones de grabación en estudios discográficos, su programa de radio con Hal Willner y muchos otros proyectos”.
Siguieron, narra Laurie, las enseñanzas budistas de su maestro, Mingyur Rinpoche.
De última hora, en abril, Lou recibió un trasplante de hígado, que pareció funcionar a la perfección y él recuperó casi instantáneamente su salud y energía. Pero empezó a fallar el nuevo hígado y ya no hubo salida.
“Pero —narra Laurie— cuando el médico dijo: ‘Se acabó. No tenemos más opciones’, la única parte que Lou escuchó fue ‘opciones’: no se rindió hasta la última media hora de su vida, cuando de repente lo aceptó todo”.
Esa mañana, la del 27 de octubre de 2013, en que Lou Reed aceptó, con ayuda del budismo, que era el momento de abandonar el cuerpo, la pareja que al día siguiente su amigo Peter Gabriel, asombrado por la noticia de la muerte, dijera que le daba infinita ternura ver a Laurie y Lou abrazados, mimándose y besándose y amándose “como dos adolescentes”, estaba en su casa espiritual, en el campo.
A pesar de que él estaba extremadamente débil, “insistió en que camináramos afuera, hacia la brillante luz de la mañana”.
Como practicantes de la meditación budista, cuenta Laurie, “estábamos preparados para el momento de la muerte, sabíamos cómo mover hacia arriba la energía, desde el estómago e introducirla en el corazón y a través de la cabeza. Nunca había visto una expresión tan maravillada como la del rostro de Lou al morir. Sus manos haciendo la forma 21, la del agua que fluye, del tai chi. Sus ojos bien abiertos. Yo sostenía en mis brazos a la persona que más amé en el mundo, y hablándole hasta que expiró. Su corazón se detuvo. En ningún momento tuvo miedo. Logré caminar junto a él hasta el fin del mundo. La vida —tan hermosa, dolorosa, embelesante— no tiene cosas mejores que eso. ¿Y la muerte? Yo creo que el propósito de la muerte es la liberación del amor”.

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