Casa Sosegada
Memoria y relato
En una hermosa historia que el escritor Yosef Agnón transmitió a Gershom Scholem y que Giorgio Agamben utiliza como título de uno de sus libros, El fuego y el relato, se cuenta que cuando el fundador del jasidismo, Baal Shem, debía resolver un asunto difícil “iba a un determinado punto en el bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones” y el asunto se resolvía. Sus sucesores hicieron lo mismo, pero algo había dejado de estar. Después de varias generaciones, todo, el bosque, el fuego y las oraciones, desaparecieron por completo. Entonces Rabi Israel de Rischin, que habitaba en un castillo dorado y que al igual que Baal Shem debía resolver una tarea difícil dijo: “No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones y no sabemos siquiera el lugar en el bosque, pero podemos contar la historia”, y con eso fue suficiente.
El relato, como todo buen relato, tiene muchas interpretaciones. Yo lo leo, por un lado, como una alegoría del anuncio de lo que el jasidismo, fundado en el siglo XVIII, intuía que serían las consecuencias del progreso que comenzaba su avance: el arrasamiento del pasado, de la vida tal como la conocíamos, de los fundamentos de la tradición y de la vida común. Por el otro, como la afirmación de la memoria que, al preservar el pasado, lo rescata de la tabla del carnicero con la que Hegel definió la historia.
Visto desde nuestra modernidad, donde el desencantamiento del mundo se ha instalado, todo relato –toda literatura–, como señala Agamben al comentar la historia jasídica–, es a la vez memoria de lo perdido y conmemoración de su fuente mítica y espiritual en el sentido de misterio, aunque el escritor ya no lo sepa y sus protagonistas, como en el caso de Isabel Archer de Retrato de una dama, de Henry James o de Anna Karenina, expresen ese contacto y esa pérdida de manera desesperada o mediocre y miserable como Emma Bovary. El peligro, como parece ocurrir cada vez más, es que el avance del progreso contamine de tal forma el relato que le haga perder “su ambigua relación con el misterio” y, cancelándolo, pretenda no tener necesidad de él o lo dilapide “en un cúmulo de hechos privados” que haga que la novela se pierda “junto con el recuerdo del fuego”, es decir, junto con la memoria.
La historia evocada nos dice otra cosa más. El universo jasídico, de la que proviene, es profundamente místico. Sus raíces se hunden en la tradición hebrea y en la memoria de la promesa que Yavé hizo a Abraham y que se encuentra en el Libro, la Biblia. Así, recordar para ellos –que desde entonces se pusieron en marcha hacia la tienda de Yavé– es no perderse en el tiempo. Es también recordar que en el momento de la llegada a la tienda de Yavé, que coincidirá con la llegada del Mesías, todo lo que ha sido y es recordado se recobrará. Si la memoria que está en los relatos se pierde, algo no será rescatado al final de los tiempos.
Contra la historia moderna que se basa en el avance progresivo de la humanidad hacia la perfección y en laque, como en la tabla del carnicero de Hegel, la destrucción del pasado con sus seres, lugares y fórmulas es el horrendo precio que la humanidad debe pagar en su marcha hacia adelante, la tradición jasídica nos dice, de alguna forma, que, a pesar de la destrucción del progreso, la memoria preserva todo lo que deberá ser salvado al final del tiempo. Lo nuevo coincide con el rescate del ayer. La destrucción, para decirlo con Walter Benjamin, para quien el jasidismo era una de sus fuentes, es el resquicio por el que un día entrará el Mesías que dará cuenta de todo aquello que en la historia fue vencido, destruido, devastado e incluso olvidado, pero que todo verdadero relato preserva. De allí la necesidad de que la novela, como dice Agamben, no seaparte nunca de su fuente mistérica, es decir, de su fuente espiritual.
Por desgracia, los escritores ya no parecen darse cuenta de esa inmensa responsabilidad. Escribir significa, ante todo, recordar, amar y preservar lo que fue o nos fue arrancado en nombre de un progreso y una soberbia absurdas. Quien no lo hace, jamás será un escritor.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José ManuelMireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla.
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