El genio creativo de Teodoro González de León (1926-2016)
Ríos de tinta han corrido este año en la prensa nacional e internacional a propósito del arquitecto mexicano más destacado e influyente de nuestros días: Teodoro González de León. A lo largo del presente año se ha llevado a cabo el homenaje nacional con motivo de la celebración de su noventa aniversario que tuvo lugar el pasado 29 de mayo. Apenas hace unas semanas nos sobrecogió la inesperada noticia de su fallecimiento, a consecuencia de un paro cardiaco. González de León vivió una vida larga y plena, rodeado de amistades que lo adoraban por su genio creativo, por su simpatía desbordante y su elegancia de espíritu, aunados a una caballerosidad y una fineza como pocas he conocido. Unos días antes de su cumpleaños se publicó en este diario una charla con Elena Poniatowska en la que el arquitecto esbozaba su concepto de la felicidad: “¿Feliz? Esa palabra no va conmigo. Quisiera otra para decir que estoy interesado en la vida. La felicidad para mí sería conocer la quietud y yo nunca descanso” (“Los espléndidos 90 años de Teodoro González de León”, 08/v/2016). Nunca descansó porque sus intereses eran tantos que noventa años no fueron suficientes para agotarlos. Fue un “todo terreno” que no tenía límite cuando se trataba de ver y disfrutar lo que le interesaba. “Es la pasión lo que me mantiene vivo”, le dijo a Elena. Sin duda, Teodoro González de León fue un hombre apasionado que incursionó con intensidad en todos los vericuetos de la vida y del arte: más allá de la arquitectura, amaba la literatura, el cine, la música y las artes plásticas. Practicó la escritura con estilo y profundidad, y nos dejó una colección de valiosos ensayos, muchos de ellos publicados en su momento en la revista Vuelta de Octavio Paz, con quien tejió una amistad entrañable. Vale la pena leer sus eruditas reflexiones recogidas en una bella edición de Artes de México bajo el título “Retrato de arquitecto con ciudad” (1996).
Teodoro González de León pintaba desde los once años. Si bien no vaciló en el momento de decidirse porla carrera de arquitectura, el dibujo, el grabado y la pintura siempre estuvieron presentes como parte de su formación. En aquellos tiempos, en la Academia de San Carlos compartían espacio la Escuela de Artes Plásticas y la de Arquitectura. “Nadie dudaba –escribió Teodoro– como sucedería muy poco después, que la arquitectura era arte. Se preparaba a los arquitectos como artistas, distintos del pintor, pero artistas al fin” (“La Academia de San Carlos: una iniciación”). Ahí asistió al taller de grabado de Carlos Alvarado Lang, quien le enseñó las técnicas de la estampación. En la Biblioteca devoró “joyas bibliográficas” que lo marcarían por siempre, como los tratados del xix, las ideas fundamentales del Movimiento Moderno y, fundamentalmente, las publicaciones de Charles Édouard Jeanneret, conocido como Le Corbusier, en cuyo taller trabajó en París entre 1948 y 1950, experiencia que marcó su vida y obra.
Siempre he pensado que Teodoro pintaba para sí mismo, como un acto de devoción; era quizás una manera de traducir en un lenguaje íntimo sus experiencias visuales y su admiración por sus artistas predilectos, entre los que se encontraban Picasso, Picabia, Fernand Léger, Amédée Ozenfant, Henri Laurens y, desde luego, el que sería su gran maestro, Le Corbusier, en su faceta de pintor. En el terreno de la escultura fue tal vez menos hermético y se animó a colocar dos obras de su autoría en el Auditorio Nacional: Tres figuras áureas (poliedro con tres caras compuestas de triángulos o prismas en expansión), comisionada con motivo de su cumpleaños ochenta y ubicada en la escalinata de la explanada, y Glifo, relieve adosado al muro de una escalera. En realidad, el renombrado arquitecto no tenía interés en divulgar ni comercializar su obra plástica: la hacía con rigor y esmero porque le apasionaba, y algunas veces la regalaba gustoso a algún amigo cercano. Pero eso no significa que en el terreno de la creación plástica fuera un simple aficionado. Dentro de su amplio bagaje cultural, su conocimiento y práctica de las artes visuales conforma un capítulo fundamental. Viajó por todo el mundo visitando exposiciones y buscando a los artistas de su interés. Siempre he pensado que el éxito arquitectónico de sus dos museos –el Tamayo y el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (muac)– se debe a su profundo conocimiento de los recintos museísticos de todas latitudes, así como a la información actualizada que tenía de la creación contemporánea, cuya complejidad museográfica requiere de espacios dinámicos y polivalentes que supo proyectar con gran fortuna, sobre todo en el caso del muac, uno de los másexcelsos ejemplos de arquitectura museística del mundo.
Teodoro González de León fue un erudito que dedicó largas horas a la lectura de temas muy diversos. Leyó y absorbió los más importantes textos teóricos de la historia del arte y los supo asimilar en sus creaciones. Afirmaba que, para él, la arquitectura no era un oficio, sino una forma de vida; pero sostenía que leer o pintar lo eran también. Fue, en síntesis, un creador renacentista que todo lo que vio y tocó lo convirtió en arte. Tengo para mí que su vida misma fue una obra de arte.
La pintura y escultura del arquitecto
Conocí a Teodoro a través de nuestro mutuo amigo, el pintor, curador y museógrafo Miguel Cervantes, fallecido apenas el pasado mes de julio. Ambos compartían e intercambiaban virtudes que siempre les admiré: la erudición, la pasión por las artes, la simpatía y el sentido del humor. Curiosamente, compartieron también esa discreción casi incomprensible en cuanto a la divulgación de su creación plástica. A ambos les costaba un trabajo infinito acceder a exhibir su trabajo. Los dos realizaron una obra plástica importante, bella y sólida, pero prefirieron permanecer al margen de las luminarias, fuera del circuito comercial del arte. ¿Pudor? ¿Temor? ¿Excesiva discreción? No lo sé. Nunca obtuve de ellos una respuesta satisfactoria sobre su reticencia a exhibir su trabajo. Miguel Cervantes fue el “descubridor” de la pintura de Teodoro a principios de los años setenta. Por ese entonces era propietario de la Galería Ponce y en 1976 animó a Teodoro –con mucho trabajo, según relataba– a exhibir su incipiente pintura. Jaime Moreno Villarreal escribió años más tarde que el efecto de esas primeras pinturas realizadas con aerógrafo era el de “un choque perceptivo”: “La ilusión del movimiento de dentro-afuera y el intercambio de planos en los cuadros Op; la sensación de tercera dimensión en los cuadros tubistas” (“Inclinaciones: La obra plástica de Teodoro González de León”, Ensamblajes y excavaciones. La obra de Teodoro González de León 1968-1996). En esas obras se palpaba la presencia del arte óptico muy en boga en esos años –pensemos en Vasarely. También se percibía el tubismo de Fernand Léger, a quien Teodoro conoció en París. “Fuimos capaces de considerar la figura humana como un valor plástico, no como un valor sentimental”, escribió Léger. Siguiendo esa premisa, Teodoro desarrolla la figura humana deliberadamente inexpresiva, maquinizada, que apareció en sus cuadros. Asimismo, se sintió atraído por el purismo impulsado por Amédée Ozenfant y Le Corbusier, cuyas teorías plasmadas en el libro Después del cubismo (1918) dieron lugar a una tendencia basada en el rigor máximo o la precisión –es decir, la pureza– y propusieron un nuevo orden basado en la esencia de la arquitectura clásica. En palabras de Ozenfant y Le Corbusier: “La obra de arte nos parece que es un trabajo de puesta en orden, una obra maestra del orden humano… Resumiendo, una obra de arte debe provocar este orden matemático y los medios para provocar este orden matemático deben buscarse entre los medios universales.” González de León utilizó principios afines a éstos en la construcción de sus pinturas y ensamblajes: el rigor formal y conceptual prevaleció a lo largo de todo su quehacer plástico que conservó siempre unidad y coherencia.
Veinte años más tarde, con motivo de su setenta aniversario en 1996, el Museo Tamayo presenta la gran exposición titulada Ensamblajes y excavaciones. La obra de Teodoro González de León, 1968-1996, curada de nueva cuenta por Miguel Cervantes. En ésta se presenta un panorama de tres décadas de su trabajo arquitectónico, acompañado de una veintena de obras plásticas. A finales de los años ochenta, Teodoro pasó de la búsqueda de crear una ilusión óptica en un solo plano, a los volúmenes ensamblados en sus picto-esculturas construidas con materiales diversos como cartón, metal y tela, siguiendo de alguna manera el lenguaje “constructivo” del cubismo sintético de Picasso y Braque. Fragmentos de tubos, marcos y cornisas dan movimiento a estas piezas cuya composición sigue obedeciendo a un rigor matemático. La incursión en la tridimensionalidad fue el devenir natural de su práctica pictórica y la escultura constituyó un nuevo y apasionante capítulo. En la muestra en el Museo Tamayo, la mirada infalible del curador logró establecer el diálogo entre arquitectura y obra plástica, vasos comunicantes que prevalecen a lo largo de toda su creación. En el texto que aparece en el catálogo, José Ramón Calvo Irurita escribe: “Podemos comenzar a vislumbrar la estrecha relación entre las manipulaciones geométricas que González de León exploraba en la superficie pictóricas (sic) y las manipulaciones espaciales que aplicaba en sus proyectos de arquitectura.” En efecto, se percibe el salto de imágenes del lienzo y de la tridimensión escultórica al espacio arquitectónico o viceversa, como es el caso de los tubos de aluminio que integra a sus construcciones, por poner sólo un ejemplo.
Diez años más tarde, en 2006, Miguel Cervantes vuelve a insistir en rendir homenaje a González de León, esta vez por su ochenta aniversario. No se hizo ninguna otra exhibición de su obra plástica después de la del Tamayo. En esta ocasión Miguel pensó en la Casa Lamm y me invitó a hacer la curaduría con él. Teodoro se resistía, como era su costumbre. Finalmente accedió y presentamos una veintena de piezas, entre pinturas, ensamblajes y esculturas. Se editó un pequeño catálogo con una introducción de mi autoría y un nutrido texto de Silvia Cherem. La exposición fue ampliamente visitada por un público de lo más heterogéneo y Teodoro estuvo feliz. Miguel y yo le ofrecimos una cena en mi casa para festejarlo, a la cual asistieron sus amigos y colegas Francisco Serrano, Felipe Leal, Alberto Kalach, José Luis Cortés. Lo recuerdo susurrándome al oído con su risita socarrona: “Entre arquitectos te veas…”
Esa fue la última exposición del trabajo plástico de Teodoro González de León. La obra de sus últimos diez años transcurridos con el mismo talante, ánimo y pasión que caracterizó su larga y fructífera vida, no se ha visto públicamente. El pasado 29 de septiembre se presentó en el patio central del Museo Tamayo su última realización escultórica, comisionada como parte de su homenaje nacional. Se trata de un gran cubo transitable de 6x6x6 metros fabricado con madera de pino y tubos de acero. El diseño y construcción de esta pieza de carácter temporal fue todo un reto que nació de sus investigaciones de los órdenes numéricos relacionados con la proporción áurea y las series de Fibonacci. A un tiempo lúdica y altamente compleja, esta pieza sui generis resume los intereses plástico-constructivos de Teodoro, quien decía que toda obra arquitectónica es “una escultura o una estructura habitable, transitable, laborable, social y visitable.”
A principios de este año, Miguel Cervantes me llamó para pedirme que fuéramos a ver el trabajo reciente de Teodoro y a convencerlo de hacer la exposición correspondiente a su festejo número noventa. La cita no se concretó y el destino nos jugó chueco. Los dos se nos adelantaron, como siempre, antes de tiempo. Celebro la complicidad de Miguel y Teodoro que queda a la vista en el prodigioso texto inédito escrito por éste a petición mía tras el fallecimiento de nuestro amigo Miguel como un homenaje póstumo, y que aparece ahora en este suplemento con la autorización que me dio el arquitecto unos días antes de su partida. La creación de ambos prevalece: Teodoro nos lega una obra arquitectónica imprescindible en nuestro país y un trabajo plástico de una belleza misteriosa e inefable, y el curador nos deja la memoria de las únicas tres exhibiciones que se realizaron en vida del arquitecto, que fue sin duda un artista renacentista •
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