Alonso Pinto Molina
Sábado, 3 de diciembre de 2016
PARECE QUE SE PUEDE DECIR CUALQUIER COSA BAJO LA JUSTIFICACIÓN DEL HUMOR NEGRO
El humor moderno
Humor no es aquello que nos hace reír, es aquello que nos da gracia. Si tuviera que dar una definición breve sobre el humor, y ante todo como defensa contra la actual degradación del humor, seria ésa.
Alguien puede reírse de la desgracia de otro; puede reírse a causa de la envidia, de la maldad, del rencor; puede reírse de la muerte de un enemigo, y el gesto mismo de la risa ante la falta de causa humorística evidencia la fuente perversa. Alguien puede imaginar la escena de un hombre lanzando una carcajada lupercal ante la muerte de su enemigo, pero cuesta imaginarlo diciendo que el hecho «tiene gracia».
La crítica más paradójica y relevante contra el humor moderno es que no es en absoluto humor, ni mucho menos moderno. Puede llamarse irreverencia, grosería, irrespetuosidad, desvergüenza, y otras cuantas cosas más, pero no humor. Sería como llamar «hombre» a un dedo desmembrado, en el sentido de que esos conceptos pueden darse en el humor como partes, pero no como un todo. La irreverencia ha sido una función del humor desde tiempos remotos, pero cuando los medios modernos han descubierto que es la función más rentable del humor (en cuanto que cualquiera la puede ejercer y el público la reclama en exclusiva) se ha desvestido al humor de todos los demás atributos. La consecuencia no ha sido un humor irreverente, sino una irreverencia sin humor. O lo que es lo mismo: una triste irreverencia. Por eso, en el sentido de modernidad, sólo se puede entender en cuanto que es contemporáneo y ejercido por hombres y mujeres actuales, pero no en cuanto que la irreverencia en el humor sea moderna. Decir la palabra «culo» para provocar la risa podría considerarse moderno cuando a Matusalén le salían los primeros granos, pero no hoy. El humor puede contener irreverencia, pero no irreverencia en detrimiento del humor. Por eso un humorista de hoy no duda en decir «culo», mientras un humorista de ayer como Wodehouse dice «allí donde la espalda cambia de nombre». Pero aunque el ejemplo es inocente, porque esa palabra ya no es irreverente, cambiar esa palabra por otra más irreverente no lo hará más moderno, en el sentido de nuevo, original, etc. La palabra será nueva, pero no la idea. La única aportación verdaderamente genuina al humor, y que los modernos tienen el mérito de haber conseguido en exclusiva, es el de haberlo hecho desaparecer.
Se ha deshojado al humor creyendo hacerlo más puro. Pero una flor deshojada por completo, o con un sólo pétalo sobreviviente, no es una flor. La agudeza, el ingenio, la poesía, la imaginación, y todos los demás atributos del humor, han sido sacrificados para dejar tan sólo a la más eficaz y rentable de sus características: la irreverencia. Pero al mismo tiempo ha desaparecido el humor. Y esa especie de depuración del humor, que llamo más bien degradación, ha conducido inevitablemente a esa ambigua definición bajo la cual todo es excusable: humor negro. Así parece, sin duda, que se puede decir cualquier cosa bajo la justificación del humor negro. De seguir el ritmo de evolución hasta ahora observado, no es improbable que en un tiempo relativamente corto uno pueda descuartizar a su primo segundo, comérselo con palillos macerado en una suculenta salsa de soja, para alegar posteriormente, ante la aprobación y posterior absolución del juez, que se trataba de su particular humor negro. Tempora mutantur, et nos mutamur in illis. Un siglo atrás, cualquiera que se burlara de una catástrofe con víctimas mortales o de una muerte en particular, era llevado, tras consejo familiar, al manicomio de mayor seguridad. Y no me extraña. Hoy a ese mismo tipo le remuneran por hacerlo.
Algunos confunden humor negro con psicopatía. Unas líneas más arriba me he referido, a modo de predicción hiperbólica, al canibalismo saciado con un primo segundo. Es algo macabro y puede considerarse humor negro. Pero es impersonal. No existe ese primo y no hace alusión a un caso concreto. El moderno defensor del humor negro hubiera procedido de manera inversa. Ante ese mismo suceso en la vida real, se hubiera apresurado a lanzar cualquier comentario pretendidamente humorístico. En este caso la propiedad conmutativa pierde su efectividad: el orden de los factores sí altera el resultado.
Es evidente la tendencia casi enfermiza a acortar cada vez más los plazos de condolencia. Antes pasaban cien años antes de que pudiera tratarse con frivolidad la muerte de alguien. Hoy pasan dos horas. Existe una verdadera carrera contrarreloj por decir la barbaridad más grande sobre una desgracia en el menor plazo de tiempo posible. De hecho, creo que hay un tipo de gente pegada a la pantalla de su ordenador y que, al informarse de una reciente desgracia, cronometra su reacción y su capacidad para ser desagradable. Es como un entrenamiento.
Bajo la denominación de «humor negro» suele encubrirse muchas veces a un psicópata pusilánime. Pero en realidad no es humor negro, es irreverencia. E irreverencia significa, simplemente, falta de respeto. No hay que ser, sin embargo, muy duros con estos modernos irreverentes. Quizá en el estado resbaladizo en el que se encuentra una persona cuando nace, embadurnado de lo que las venas encauzan, uno de estos se le cayera a la enfermera, dando a parar la sesera en el canto de un mueble, y anulando así para siempre su capacidad de empatía. Pero este hecho hay que descartarlo. Su capacidad de empatía es selectiva, no nula. Y ello se revela en el hecho del que siempre se ha considerado como piedra de toque del humor: el saber reírse de uno mismo. Sin embargo, estos neoirreverentes no parecen tener tanta prisa por mostrar su ingenio cínico ante las propias desgracias o ante las desgracias de su círculo cercano. Cuando se acaban de romper una pierna, podéis estar seguros de que no pensarán en una ingeniosa frase para describir el hecho. No hay que irse ni siquiera a los casos extremos con los que ellos se muestran irreverentes, como en la muerte ajena. En una simple extracción de muelas os aseguro que en lo último en lo que están pensando es en ver el lado gracioso del asunto.
Se diría que esta clase de gente permanece ignorante de que cada persona es hijo de su padre y de su madre, y que ante una desgracia ajena considera a la persona como un caso de creación ex nihilo. Nunca se han parado a considerar que el hecho de poder referirnos humoristicamente al asesinato de Julio César se basa en que no existe nadie que pueda llorarlo. Recientemente, una política por la que no sentía simpatía murió, y esta clase de gente salió de sus ratoneras para celebrar el hecho. Por supuesto, no se daban cuenta de la incoherencia moral. Si celebras la muerte de un ladrón, el resultado es el siguiente: ha muerto un ladrón, pero ha nacido un sádico. La apelación a la supuesta hipocresía de los que respetamos el dolor de una familia, es típica de una mente enferma. No hace falta sentir simpatía por alguien para respetar su dolor o, en este caso, para respetar el dolor de los familiares. No se trata de elogiar cuando ha muerto a quien criticamos en vida. Se trata de no llevar el rencor más allá de la propia vida en que se produjeron los motivos. Algunos, sin embargo, no pueden morderse la lengua, seguros de un letal envenenamiento. En ese comportamiento subyace, claramente, un tipo de conducta muy representativo de nuestra época, que trata de dar una imagen lo más anticonvencionalista posible, sin examinar si lo que convenciona está bien o no. Sin darse cuenta, tan siquiera, del convencionalismo de la anticonvención.
En resumen, existen dos tipos de personas: los que repiten sin cesar que la libertad acaba donde comienza la libertad del otro, y los que pensamos que la libertad acaba donde comienza el dolor evitable de otro. Hoy se defienden las más variadas cosas bajo nombres de reputación asegurada. Bajo la marca de libertad puede venderse cualquier cosa. Bajo la del humor, cualquier otra. Mucho cuidado, sin embargo, con las consideraciones morales de marca blanca.
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