martes, 20 de diciembre de 2016

MORELOS EN CONFIANZA, Vicente Leñero (Nexos)

MORELOS EN CONFIANZA

Vicente Leñero

Dicen que sufría espantosas migrañas y que por eso se anudaba la cabeza con un paliacate o se ponía chiqueadores en las sienes. No se sabe más. Quizá se le había formado un tumor en el cerebro, que iba creciendo y creciendo, pero no llegó a lo peor porque lo fusilaron cuando acababa de cumplir cincuenta años y a nadie se le ocurrió hurgar en sus adentros. Para qué. No necesitaban hurgar en sus adentros para descubrir que era un tipo fuera de serie; estratega genial, dicen que dijo Napoleón cuando oyó de las hazañas guerreras de don José María Morelos y Pavón. Con cincuenta como ése, dicen que dijo Napoleón en francés, me hubiera quedado chiquito el mundo.
Lo que sí dijo y escribió Jesús Reyes Heroles, en cambio, fue que Morelos había sido el primero en entender el concepto de nación. Ni siquiera lo entendía bien el cura Hidalgo cuando mandó al párroco de Carácuaro, antiguo discípulo suyo en sus clases de teología de la liberación, a combatir en el sur. Hidalgo y sus alzados luchaban por el Fernando VII que pintó Goya para el Museo del Prado y no clachaban que México podía ser, iba a ser, estaba siendo, lo que se dice una Nación. Morelos sí, aunque luego, en su proceso penal, se retractó y firmó muchas tonterías porque tuvo un miedo espantoso a morir excomulgado por los jerarcas de la Iglesia virreinal, aliados como siempre a los poderosos. Se la tenían sentenciada: el canijo cura se había metido en política, se había pasado por el arco del triunfo el celibato sacerdotal —engendró hijos por dondequiera— y no se había tentado el corazón para degollar prisioneros como si fueran gallinas. El caso es que Morelos sintió un miedo pavoroso y abjuró, y hasta delató a sus compañeros. Al menos eso testimonian las relaciones de los juicios militar y religioso, aunque bien pudieron ser amañadas por sus captores —como sostiene el doctor Ernesto Lemoine— para dejar asentado en la historia escrita y deformada desde el poder que José María Morelos y Pavón, el Rayo del Sur, se retractó, cobarde, en el momento final.
Morelos
De nada le sirvió. De todos modos se lo llevaron de la Escuela de Medicina de Donceles —frente a la plaza de los evangelistas de Santo Domingo—, primero a la Ciudadela —donde está la Biblioteca México y donde su envejecido director, José Vasconcelos, también se retractó y expurgó sus memorias para la editorial Jus de Salvador Abascal—, y después al Ecatepec de Onésimo Cepeda. Ahí, cerquita del Canal del Desagüe, lo fusilaron. Desde luego el edificio de Donceles no era entonces, ni es ahora, la Escuela de Medicina —era la cárcel de la Inquisición—, ni existía la biblioteca de la Ciudadela, ni por Ecatepec cruzaba todavía el apestoso canal. Era un paraje tranquilo que a Morelos le pareció “demasiado árido”, donde lo único que se conserva es la iglesita
—con tamaño monumento de Boutier a Morelos— en la que el insurgente se preparó para el viaje. Lo atendió el padre Salazar, no el funesto Onésimo: le sirvió un caldito de pollo, le dio a fumar un habano, y lo invitó a arrodillarse frente a los cuatro sardos realistas. Murió de dos descargas: la primera lo dejó retorciéndose y la segunda lo envió al paraíso del Dante, supongo.
Carlos Pellicer escribió en un poema:
Imaginad:
una espada
en medio de un jardín.
Eso es Morelos.
Tu fuiste una espada de Cristo
que alguna vez, tal vez, tocó el demonio.
Antes de ser monumento nacional, José María Teclo, huérfano de padre y una carga económica para su madrecita viuda, Juana Pavón, decidió emular al Benito Juárez pastor de borreguitos en Oaxaca y se puso a trabajar con su tío: de arriero, como los de Pedro Páramo. Su madre lo mandó a estudiar al seminario, y luego de que se ordenó sacerdote lo nombraron párroco de Carácuaro. Ahí le llegaron los vientos de la Revolución de la Independencia, como la llamó Luis Villoro, y ni tardo ni perezoso corrió a buscar al cura Hidalgo. Lo encontró en Indaparapeo, o en Charo. Como el cura Hidalgo andaba a las carreras y tenía poco tiempo para discutir estrategias con su acelerado discípulo, resolvió la entrevista con un apurado cortón: si quieres combatir, vete al sur.
Desde Guanajuato, todo el sur era el sur, y Morelos se lanzó a la lucha con una facilidad sorprendente para conseguir adeptos y seguidores. Salió bueno para mandar y combatir, ya lo dijo Napoleón. Lo hemos visto de sobra organizando batallas, soportando y rompiendo los setenta y dos días del sitio de Cuautla, en películas exaltadas como la de Miguel Contreras Torres, El Rayo del Sur, donde Morelos tiene el rostro, el cuerpo y el coraje de don Domingo Soler. Igual lo hemos visto en las telenovelas históricas de Ernesto Alonso, remedado unas veces por Narciso Busquets y otras por Sergio Bustamante, si mal no recuerdo. También Juan José Gurrola hizo un Morelos para el teatro, pero sólo dio tres funciones y salió huyendo, vencido por la inmensa personalidad del caudillo.
José María Morelos y Pavón no batallaba ni triunfaba solo. Tengo dos brazos, decía. El brazo derecho era el intelectual cura Matamoros, y el izquierdo el analfabeta Hermenegildo Galeana. Cuando se los mataron se angustió. Me quedé manco, dijo. Y se soltó a degollar prisioneros. Para su desgracia, de los hijos que fue regando por el país, entre batalla y batalla, uno le salió reaccionario, Juan Almonte, que se confabuló con sus colegas conservadores para traer a gobernar a Maximiliano, hágame usted el favor. De saberlo, a Morelos le hubiera dado el patatús con la noticia. Un hijo rata a él: al Morelos de los Sentimientos de la Nación y del Congreso de Apatzingán, al gran estadista que México sigue necesitando para salir del bache.
Se han escrito libros y más libros de Morelos: historias oficiales y extraoficiales, pero el maestro Pellicer sólo necesitó de cuatro versos para decir todo lo que cabe decir de José María Morelos y Pavón:
Gloria a ti por la tierra repartida.
Piedad por tu crueldad de mármol negro.
Gloria a ti porque hablaste tu voz diciendo América.
Piedad por tu flaqueza en el martirio.
Hoy, en México, todo es Morelos. No hay pueblo en el país, por rascuache que sea, que no tenga tres calles con los nombres de Hidalgo, de Juárez, ¡y de Morelos! Hay tiendas, talleres mecánicos, misceláneas, escuelas oficiales o de paga, hoteles, supermercados, cines, teatros, neverías, restoranes, tendajones, peluquerías, boutiques, estacionamientos, edificios, salones de baile, cantinas, centros sociales, compañías, células subversivas, centrales camioneras, hospitales, dispensarios, lo que usted guste y mande, que se llaman Morelos. Un satélite se llama o se llamó Morelos. Y hay timbres postales de todos los tiempos con la efigie de Morelos. Y escudos. Y monedas. Y billetes. El peso mexicano fue muchas veces Morelos y hoy es Morelos el billete recortado de cincuenta varos.
Todos los pintores y escultores han reproducido a Morelos. Diego Rivera pintó a cada rato, en sus murales, a un Morelos que precisamente se parece a Diego. José Chávez Morado hizo un Morelos de mosaico en la Secretaría de Obras Públicas que derribó el temblor del 85. Los del Taller de la Gráfica Popular reprodujeron a pasto grabados de Morelos. Lo pintó Luis Arenal en Chilpancingo y Arturo García Bustos en el Palacio de Gobierno de Oaxaca y Alfredo Zalee en el Museo de Morelia y Vlady en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada y O’Gorman por dondequiera, lo mismo que Jorge González Camarena. Siqueiros por supuesto.
De estatuas, ni se diga. Hay un Morelos en la Columna de la Independencia y en la Ciudadela y en el bosque de Chapultepec y en la Calzada de Tlalpan. Janitzio es todo un monumento a Morelos, y en el estado que lleva su nombre, ni hablar: el Morelos de Olaguíbel, cerquita del Palacio de Cortés; el Morelos que mira a la autopista de Cuernavaca-México… Oaxaca, Morelia, Cuautla, Chilpancingo, se atestan de monumentos para el héroe indiscutible.
Seguro que sí: Morelos está a la vuelta de cada calle y de cada pueblo y de cada vida mexicana. Nacemos y vivimos viendo y sabiendo de Morelos. Lo que falta es la independencia. n
(Núm. 285, septiembre de 2001)

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