miércoles, 14 de diciembre de 2016

UNA MIRADA FEMINISTA, Lucía Melgar

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Una mirada feminista

LUCÍA MELGAR
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Elena Garro no se consideraba feminista. Sin embargo, en su obra hay una mirada feminista. Tomar las palabras de la autora al pie de la letra es sustituir la entrevista por la crítica y olvidar que la obra, como escribiera Lukács acerca de Balzac, puede decir más de lo que el autor pretende, en ese caso mostrar las contradicciones de la sociedad burguesa de su época, además de retratarla. En cuanto a la obra de Garro, su importancia para el feminismo es innegable, si por mirada feminista se entiende una perspectiva crítica de la condición de la mujer, de la desigualdad y de la violencia machista. Ya en los años 70, la crítica chilena Gabriela Mora ofreció agudas lecturas del teatro de Garro desde la perspectiva de la entonces naciente teoría literaria feminista latinoamericana.
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Quizá se ponga en duda la pertinencia de definir como feminista a la autora de Los recuerdos del porvenir, Testimonios sobre Mariana, o La señora en su balcón debido a las contradicciones de su propia persona o de su personaje público. Elena Garro fue en más de un sentido una mujer de vanguardia: arrojada, independiente, capaz de tomar decisiones y de enfrentar al poder desde la fuerza de sus convicciones. Fue también una mujer vulnerada y vulnerable, arrebatada, que se volvió temerosa, a veces hasta la “paranoia” (fundamentada o no).
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En su obra, por otra parte, se cierne sobre las protagonistas de numerosas novelas y piezas de teatro una recurrente fatalidad que a veces se asocia con un vago destino y a veces remite a la violencia estructural que se deriva de la desigualdad de género. La cualidad de “rebeldes fracasadas” que atribuyó Mora a las protagonistas de las farsas de fines de los años 50, caracteriza también a las de las novelas de los 80 y 90, aunque éstas resulten cada vez menos rebeldes y más fracasadas. La repetición de la desesperanza y la pasividad de muchas personajes que carecen de capacidad de acción, de autonomía, puede desalentar a quienes buscan en la literatura escrita por mujeres a heroínas admirables o vanguardistas, aun si la autora cae en anacronismos, exageraciones o clichés. Lejos están las personajes garrianas de ese perfil, y lejos está también la exaltación de la super-mujer de la literatura feminista crítica.
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La obra de Elena Garro es importante para el feminismo, no porque cree mujeres liberadas, o heroínas de avanzada edad, sino porque capta con particular agudeza las desigualdades y violencias que afectan a mujeres y niñas y desmonta, y expone, los mecanismos de abuso, violencia psicológica, física y sexual que las limitan. Con gran lucidez sugiere también las conexiones entre la violencia política, social y personal, los efectos destructivos del machismo en las mujeres y en los hombres, así como la contaminación del discurso político y cotidiano por la mentira, la demagogia y el abuso del poder.
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Si muchos de estos temas han sido retomados y ampliados por el feminismo, Garro de hecho se adelantó a su tiempo. Su crítica del amor romántico, del matrimonio, y de lo que hoy llamamos estereotipos de género aparece ya en sus farsas de 1957, Un hogar sólidoLos pilares de Doña Blanca y Andarse por las ramas, con una fina ironía que mueve a la risa y a la reflexión. En sus dramas rurales Los perros y El rastro, como expondré aquí, pone en primer plano temas silenciados en su época y todavía problemáticos, como la violación y el feminicidio. No esquivó tampoco la violencia entre mujeres, por razones de clase y etnia, como ejemplifican las piezas El árbol y La mudanza. Supo plasmar, además, las contradicciones e injusticias de una sociedad clasista y racista, y de un mundo que encumbra a los poderosos, y excluye a los disidentes, a los pobres y marginados y a los millones de seres que, sin papeles, dinero, ni hogar, se convierten en ”no personas”, es decir, en gente sin derechos, para muchos desechable y en todo caso vulnerable.
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Más allá de su vigencia por las experiencias de vida y los problemas sociales que plantea con gran lucidez en su ficción y teatro, Elena Garro es una de las mejores plumas del siglo XX por la maestría de su escritura, por su sensibilidad para la oralidad, la agilidad de sus diálogos, la belleza o densidad de sus imágenes visuales, el ritmo y, en general, la calidad poética de su prosa, en sus mejores textos.
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A modo de invitación a la lectura o a la relectura en el centenario de la escitora, comentaré brevemente aquí Los perros y El rastro, obras muy sombrías e impactantes por su fuerza dramática y poética. Dejo de lado facetas más luminosas, como los cuentos con niñas protagonistas de La semana de colores (1964) donde la idealización del jardín de la infancia no vela del todo la represión de la sensualidad femenina pero se mantiene la fuerza de la imaginación como vía para superar la mediocridad del mundo.
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La magia negra de la palabra
Mientras que la mayoría de las obras de teatro en un acto de Garro mezclan ironía, fantasía y a veces humor, incluso cuando tratan del desamor o del fracaso matrimonial, Los perros y El rastro son textos obscuros. En ellos, el lenguaje poético revela el poder de la palabra y del silencio como instrumentos destructivos al servicio de los personajes masculinos. La intensidad poética refuerza las críticas de Garro contra la opresión y el machismo. La conjunción sensibilidad, sentido crítico e intensidad dramática al tratar temas tan complejos y dolorosos como la violación o el feminicidio en estos textos es magistral.
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Inspirada en el contacto de la escritora con el medio rural mexicano, Los perros expone la violación como un instrumento que, conforme a las normas sociales machistas, permite mantener a las mujeres en una posición social subordinada. En una choza aislada en un paisaje estéril, una madre y su hija de doce años se preparan para ir a la fiesta del pueblo a vender tortillas y a escoger un día colorido que les cambie la suerte. Úrsula, la hija, se resiste a ir pues, como intenta explicarle a su madre, ha captado una mirada amenazante, la de Jerónimo, un hombre que, como se confirma después, la desea, pese a su corta edad. Mientras que Manuela, la madre, trata de restarle importancia a los temores de su hija, el aislamiento en que viven, el silencio que las rodea y las palabras cargadas de amenazas con que su primo Javier finge advertir a la niña del destino que la espera, crean una atmósfera tensa y cargada de presagios.
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El poder de la palabra se refuerza aquí con la creencia de que si se enuncia algún hecho terrible (pasado o presente), éste sucederá (o se repetirá). Así, por ejemplo, a través de imágenes que humanizan la naturaleza y vuelven ominoso el silencio, Javier enuncia el rapto que va a suceder en la silenciosa obscuridad de la noche, como una violencia inevitable.
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La alusiones al deseo “torcido” de Jerónimo y al acto de quitar “la inocencia”, configuran la violación como un despellejamiento, casi ritual, que prácticamente destierra a la mujer del mundo, al convertirla en “la sin piel, la desgraciada, la que no puede acercarse al agua ni a la lumbre, ni dormir en paz con ningún hombre” (Los perros). Lejos de atribuir esta horrible transformación al mero “capricho” de un hombre sin escrúpulos, Garro expone los prejuicios de una sociedad machista que estigmatiza a la mujer violada, no al violador, y denuncia la violación como un arma con la que los hombres, con la complicidad social, impiden que ésta se convierta en “una mujer lucida y temida de los hombres”, es decir, en una mujer libre y autónoma.
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La visión crítica del machismo y de la violencia de género culmina con el relato de Manuela, quien rompe un silencio ancestral para narrar su propia violación a manos del padre de Úrsula. Su discurso no cambia el destino de la hija, que será raptada por los cómplices del violador. Sin embargo, la ruptura del tabú sobre la sexualidad y la violencia sexual que supone, es importante para Úrsula, ya que así podrá entender lo que le suceda, y sabrá que su madre irá a buscarla. Al mismo tiempo, la forma en que Manuela alude a su propia experiencia resignifica, desde una perspectiva femenina, la violencia sexual y pone en palabras el dolor del cuerpo vejado y violado.
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A la vez que rompe con la tradición occidental de velar la violación como “seducción”, en éste y otros textos, Garro evita la descripción gráfica de los hechos que pone al espectador o lectora en posición de voyeur. Aquí y en otros textos, como Los recuerdos del porvenir, recurre a la elisión o a un silencio que resulta más terrible que las palabras porque permite imaginar lo peor.
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La construcción de la enemiga
El rastro, cuya acción también se sitúa en un páramo aislado, puede leerse como complemento de Los perros. Aquí, el asesinato de la mujer se configura como consecuencia de un concepto exacerbado del machismo. Este ideal distorsionado contrapone a hombres y mujeres, conlleva una visión dualista de éstas como santas o prostitutas, y favorece la aceptación social de la violencia. Al mismo tiempo, Garro expone los códigos sociales del machismo que imponen a los hombres un concepto de masculinidad insostenible y destructivo. Además de promover la violencia contra las mujeres, este modelo social, inalcanzable, fomenta la violencia entre los mismos hombres, ya que quienes transgreden la norma han de ser castigados.
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En un paisaje nocturno similar al de algunos cuentos de Rulfo, el protagonista, Adrián Barajas, enuncia un discurso delirante mientras se encamina hacia su choza. De principio a fin, dos hombres anónimos lo observan y comentan sus palabras. Barajas lamenta la muerte de su madre y expresa su furia y sus amenazas implícitas contra su pareja, Delfina, quien, embarazada, lo espera junto al fogón.
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En un pasaje densamente poético, Barajas alude al asesinato con que espera liberarse de los lazos afectivos que ahora, dolido “huérfano”, le pesan como traición a su venerada madre. Ésta, imagina, lo espera en un cielo ensangrentado, donde “la tierra no devora la sangre y ésta permanece regada sobre los campos como hermosos granizos carmesíes”. En ese paisaje, anhela en su delirio encontrar a sus antepasados, a su madre, y a las mujeres “a las malignas, a las que nos atan a estas piedras, con los pechos cortados en cuatro lenguas de sangre “ (El rastro). El exceso metafórico de los ríos de sangre sugiere una honda y expansiva corriente de violencia, que denota la profunda misoginia que manifiestan testigos y protagonista, y la fuerza de la culpa, desesperación y rencor de éste. La intensidad poética de las imágenes transmite a la vez el sufrimiento del hombre y la crueldad que, con su puñal, descargará sobre su pareja.
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Al llegar a la choza, Barajas insulta a Delfina, la denigra como agente del mal, víbora, prostituta y devoradora insaciable. A las súplicas de la mujer que alude a su futura maternidad con la esperanza de salvarse, el hombre responde con saña. Barajas, idealiza a su madre pero denigra hasta la deshumanización a la mujer deseada, a la madre de carne y hueso, contraste que lleva hasta sus últimas consecuencias la dualidad atribuida al “mexicano” en El laberinto de la soledad.
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Tras matar a Delfina a cuchilladas, Barajas sale al campo y llora su soledad y su dolor: teme que el fantasma de ésta lo ronde y sigue lamentando su orfandad. Los hombres anónimos, testigos y cómplices silenciosos del asesinato, deciden entonces matarlo “para que aprenda, aunque sea tarde”. Lo que castigan no es el feminicidio sino el que Barajas se raje. Infligen así un castigo ejemplar a quien transgrede el patrón social de la masculinidad violenta y estoica. Como puede notarse, lejos de caer en la mera denuncia, Garro desmonta en este texto los mecanismos del machismo, de la opresión y la violencia, y muestra claramente su destructividad.
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Por la lucidez de su mirada crítica, feminista, y su prosa excepcional, Elena Garro es sin duda una de las escritoras más significativas para nuestro tiempo.

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