Mary Flannery
O'Connor (1925-1964) fue una de las narradoras más importantes de los Estados
Unidos en el siglo XX. Cuentista, sobre todo, se dedicó en su obra a describir
la vida de su región (el sur de su país; ella provenía del estado de Georgia) y
se le encuadra dentro de la vertiente llamada gótico americano: su énfasis en lo grotesco y en los conflictos morales
de sus personajes es constante. Graduada del famoso programa de escritura
creativa de la Universidad de Iowa, vivió poco --murió a causa de una
enfermedad degenerativa a los 39 años de edad-- pero su obra, ya reconocida
durante su propia vida, ha seguido siéndolo desde entonces.
"Un hombre bueno es difícil de
encontrar" es el cuento más famoso de O'Connor y parece apropiado en estos
días. Además de su superficie de horror y de varios detalles argumentales, que
a muchos lectores recordará temores actuales de buena parte del mundo respecto
de los Estados Unidos, uno de sus grandes temas es la división: la
imposibilidad de comprender el pensamiento de otros, de tender puentes que
puedan impedir una catástrofe. Para O'Connor. esta división tenía que ver con
diferencias religiosas e iedológicas, particularmente entre el norte y el sur.
Ahora tal vez esas diferencias se manifiestan de otro modo --en visiones del
mundo, en fuentes de información inconciliables-- pero no son menos
destructivas.
Esta traducción del cuento se encuentra en
varios sitios de la red y quiere representar la diferencia de acentos en el
inglés del sur de los Estados Unidos. La versión original ("A Good Man is
Hard to Find") apareció por primera vez en 1953 en la antología The Avon Book of Modern Writing.

Flannery
O'Connor según Kevin Christy. Fuente
UN HOMBRE BUENO ES DIFÍCIL DE ENCONTRAR
Flannery O’Connor
La abuela no quería
ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee
y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey
era el hijo con quien vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde
de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
—Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto,
léelo.
Y se puso en pie, con una mano en la
delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el
periódico.
—Aquí, ese tipo que s'hace llamar el
Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a
Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a
ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi
conciencia si lo hiciera.
Bailey no levantó la cabeza, así que la
abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven
en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un pañuelo
verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo.
Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de
un tarro.
—Los niños y'han estao en Florida —dijo la
anciana señora—. Deberías llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras
partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
La madre de los niños no pareció oírla,
pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con anteojos, dijo:
—Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te
quedas en casa? Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de
entretenimiento en el suelo.
—No se quedaría en casa aunque la nombraran
reina por un día —dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
—¿Y qué harían si este hombre, el
Desequilibrado, los agarrara? —preguntó la abuela.
—Le daría un puñetazo en la cara —respondió
John Wesley. —No se quedaría en casa ni por un millón de dólares —afirmó June
Star—. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
—Muy bien, señorita —dijo la abuela—.
Acuérdate d'eso la próxima vez que me pidas que te ondule el pelo.
June Star dijo que sus rizos eran
naturales.
A la mañana siguiente la abuela fue la
primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran
bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella
escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor
intención de dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría mucho
de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por
accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del asiento trasero,
con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el
bebé se sentaron adelante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y
cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque
pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando
regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
La anciana se sentó cómodamente, se quitó
los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de
atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con
el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino
con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con
pequeños lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado
con encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela
de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera
muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.
Dijo que pensaba que sería un buen día para
conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey
que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches
patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de
árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a
aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña
Stone, el granito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la
carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura,
y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles
estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros
destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
—Pasemos Georgia a toda velocidad, así no
tendremos que verla mucho —dijo John Wesley.
—Si yo fuera un niño —dijo la abuela—, no
hablaría d'esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia,
colinas.
—Tennessee n'es más que un muladar lleno de
pueblerinos y Georgia es también un estado asqueroso.
—Tú l'has dicho —dijo June Star.
—En mis tiempos —dijo la abuela
entrecruzando los dedos, delgados y venosos—, los niños tenían más respeto por
su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena
entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! —Y señaló a un niño negro plantado
ante la puerta de una choza—. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
Todos se volvieron para mirar al negrito
por la luneta trasera. Él saludó con la mano.
—Ese chico no llevaba pantalones —observó
June Star.
—Probablemente no tiene —explicó la
abuela—. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si
supiera pintar, pintaría ese cuadro.
Los niños intercambiaron sus historietas.
La abuela se ofreció a tomar al bebé y la
madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo
sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por
la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara
delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le
dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con
cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
—¡Mirar el camposanto! —dijo la abuela
señalándolo—. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la
plantación.
—¿Dónde está la plantación? —preguntó John
Wesley.
—El viento se la llevó —dijo la abuela—.
Ja, ja.
Cuando los chicos terminaron de leer todos
las historietas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo
comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una
aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de
papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a
jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John
Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley
dijo: «No, un coche», y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse
por encima de la abuela.
La abuela dijo que les contaría un cuento
si se quedaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco,
movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita,
la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia.
Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por
la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien,
un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en
la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero
ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio
las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y
reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca
se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela
dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un
caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y
había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
Se detuvieron en The Tower para tomar unos
bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de
estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo
regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá
sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que
rezaban:
PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY.
¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO!
¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!
Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera
de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos
treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño,
chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más
alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
El interior de The Tower era una larga
habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de
baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la
esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros
que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos
insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el «Vals de Tennessee», y la
abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey
si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella
y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían.
Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star
dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claqué. Entonces la madre
de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a
la pista de baile y bailó el claqué de costumbre.
—¡Qué graciosa! —exclamó la mujer de Red
Sam, inclinada sobre la barra—. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
—Claro que no —contestó June Star—. No
viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un millón de dólares. Y
salió corriendo hacia la mesa.
—¡Qué graciosa! —repitió la mujer,
estirando la boca con amabilidad.
—¿No te da vergüenza? —susurró la abuela.
Red Sam entró y le dijo a su mujer que
dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los
pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre
ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a
una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
—No hay manera. No hay manera —dijo, y se
secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris—. En estos tiempos que corren,
no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
—Desde luego, la gente ya no es como antes
—sentenció la abuela.
—La semana pasada vinieron aquí dos tipos
—explicó Red Sammy— que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero
bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el
molino y ¿saben que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron?
¿Por qué hice yo semejante cosa?
—¡Porque usté es un hombre bueno! —contestó
de inmediato la abuela.
—Bueno, supongo que es así —dijo Red Sammy
como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba
los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en
equilibrio sobre el brazo.
—No hay una sola alma en este mundo de Dios
en la que se pueda confiar —dijo—. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie
—afirmó mirando a Red Sammy.
—¿Han leído algo sobre ese criminal, el
Desequilibrado, que se escapó? —preguntó la abuela.
—No me sorprendería na que llegase a atacar
este lugar —dijo la mujer—. Si oye lo qu'hay aquí, no me sorprendería verlo. Si
se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que...
—Basta —dijo Red Sam—. Trae las Coca-Colas
a esta gente. Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
—Un hombre bueno es difícil d'encontrar
—dijo Red Sammy—. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo m'acuerdo de
qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó.
Él y la abuela hablaron de tiempos mejores.
La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual.
Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que
estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso
y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del
sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose
pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
De nuevo partieron en la tarde calurosa. La
abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las
afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había
visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión
tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que
conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te
sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con
exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey
no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más
hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos
pequeñas glorietas seguían en pie.
—Había un panel secreto en la casa —afirmó
astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera—, y se contaba que
toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero
nunca la encontraron...
—¡Eeeh! —dijo John Wesley—. ¡Vamos a verlo!
¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l'encontraremos! ¿Quién vive
allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
—¡Nunca hemos visto una casa con un panel
secreto! —chilló June Star—. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá,
¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
—No está lejos d'aquí, lo sé —aseguró la
abuela—. No tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula
tan rígida como la herradura de un caballo.
—No —dijo.
Los chicos comenzaron a alborotar y a
gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a
patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del
hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni
siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé
empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento con tal fuerza que
su padre notó los golpes en los riñones.
—¡Muy bien! —gritó, y aminoró la marcha
hasta parar a un costado de la carretera—. ¿Quieren cerrar la boca? ¿Quieren
cerrar la boca un minuto? Si no se callan, no iremos a ningún lado.
—Sería muy educativo pa ellos —murmuró la
abuela.
—Muy bien —dijo Bailey—, pero métanse esto
en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la
última.
—El camino de tierra donde debes doblar
queda dos kilómetros atrás —observó la abuela—. Lo vi cuando lo pasamos.
—Un camino de tierra —gruñó Bailey.
Después de dar la vuelta en dirección al
camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso
vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John
Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
—No se puede entrar en esa casa —dijo
Bailey—. No sabemos quién vive allí.
—Mientras ustedes hablan con la gente
delante de la casa, yo correré hacia la parte d'atrás y entraré por una ventana
—propuso John Wesley.
—Nos quedaremos todos en el coche —dijo la
madre.
Doblaron por el camino de tierra y el coche
avanzó a tropezones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los
tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros
representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se
encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto
se hallaban en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules
de los árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión
rojiza dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
—Mejor será que aparezca ese lugar antes de
un minuto —dijo Bailey—, o daré la vuelta.
Daba la impresión de que nadie había pasado
por aquel camino desde hacía meses.
—No falta mucho —comentó la abuela, y
apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal
vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus
pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En
el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la
cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro
de Bailey.
Los chicos cayeron al suelo y su madre, con
el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la
tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil
dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del
camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato —de rayas
grises, cara blanca y hocico naranja— todavía agarrado al cuello como una
oruga.
Tan pronto como los chicos se dieron cuenta
de que podían mover los brazos y las piernas, salieron arrastrándose del coche
y gritaron: «¡Hemos tenío un accidente!». La abuela estaba hecha un ovillo bajo
el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera
sobre ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era
que la casa que recordaba tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en
Tennessee.
Bailey se quitó el gato del cuello con las
manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un pino. Luego salió
del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la
cuneta, con el chico, que no paraba de llorar, en brazos, pero sçolo había
sufrido un corte en la cara y tenía un hombro roto. «¡Hemos tenío un
accidente!», gritaban los chicos en un delirio de felicidad.
—Pero nadie se ha muerto —señaló june Star
con cierta desilusión, mientras la abuela salía rengueando del coche, con el
sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto y levantado
en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.
Se sentaron todos en la cuneta, excepto los
chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
—Tal vez pase algún coche —dijo la madre de
los niños con voz ronca.
—Creo que m'hecho daño en algún órgano
—comentó la abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
A Bailey le castañeteaban los dientes.
Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un azul vivo
y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar que
la casa en cuestión estaba en Tennessee.
La carretera quedaba unos tres metros más
arriba y sólo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la
cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los
pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina;
avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela
se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El
automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a
aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían
pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había
tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y durante unos
minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacía donde estaban sentados,
sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se
apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja
con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del
grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa
burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y
un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se
acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y se quedó
junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y
llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía
el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos
tejanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y
una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
—¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los
niños.
La abuela tuvo la extraña sensación de que
conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le
hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se
alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo
cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba
calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
—Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un
accidente de na.
—¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo
la abuela.
—Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram,
prueba el coche a ver si funciona —indicó en voz baja al muchacho del sombrero
gris.
—¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John
Wesley—. ¿Qué va hacer con ella?
—Señora —dijo el hombre a la madre de los
chicos—, ¿le importaría decirles a esos chicos que se sienten a su lao? Los
niños me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
—¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos
hacer? —preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de los árboles se
abrió como una oscura boca.
—Vengan aquí —dijo la madre.
—Verá usted —dijo Bailey de pronto—,
estamos en un apuro. Estamos en...
La abuela soltó un chillido. Se levantó
trabajosamente y lo miró de hito en hito.
—¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he
reconocío na más verlo!
—Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió
levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido—,
pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo
a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a
llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
—Señora —dijo—, no se disguste. A veces un
hombre dice cosas que no piensa. No creo qu'haya querido hablarle d'esa manera.
—Tú no dispararías a una dama, ¿verdá?
—dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los
ojos.
El Desequilibrado clavó la punta del zapato
en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
—No me gustaría na tener qu'hacerlo.
—Escucha —dijo la abuela casi a gritos—, sé
qu'eres un buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los demás. ¡Sé que
debes de venir d'una buena familia!
—Sí, señora —afirmó él—, la mejor del
mundo. —Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes blancos—. Dios
nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón d'oro puro.
El muchacho de la sudadera roja se había
colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El Desequilibrado se acuclilló.
—Vigila a los niños, Bobby Lee —dijo—.
Sabes que me ponen nervioso.
Miró a los seis apiñados ante él y dio la
impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
—No hay ni una nube en el cielo —comentó
alzando la vista—. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
—Sí, es un día hermoso —dijo la abuela—.
Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que en el
fondo eres un hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
—¡Calla! —gritó Bailey—. ¡Calla! ¡Cállense
todos y déjenme a mí arreglar esto! —Estaba en cuclillas como un atleta a punto
de iniciar la carrera, pero no se movió.
—Muchas gracias, señora —dijo el
Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
—Tardaremos una media hora en arreglar el
coche —avisó Hiram mirando por encima del capó abierto.
—Bueno, primero tú y Bobby Lee lleven a él
y al niño allá —dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley—. Los
muchachos quieren preguntarle algo —explicó a Bailey—. ¿Le importaría
acompañarlos hasta el bosque?
—Escuche —comenzó Bailey—, ¡estamos en un
gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu'es esto. —Y se le quebró la voz.
Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se quedó
absolutamente inmóvil.
La abuela levantó la mano para ponerse bien
el ala del sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le desprendió entre
los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer al suelo. Hiram
levantó a Bailey tomándolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano.
John Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos.
Se encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se
dio la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
—¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame,
mamá!
—¡Vuelve ahora mismo! —exclamó la abuela,
pero todos desaparecieron en el bosque—. ¡Bailey, hijo! —gritó con voz trágica,
pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que estaba
acuclillado delante de ella—. Sé muy bien qu'eres un hombre bueno —le dijo con
desesperación—. ¡No eres una persona corriente!
—No, no soy un hombre bueno —repuso el
Desequilibrado un instante después, como si hubiera considerado su afirmación
con sumo cuidado—, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo decía que yo
era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. «Mira —decía
mi viejo—, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y
otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es d'estos últimos. ¡Va
estar en to!»
Se puso el sombrero y súbitamente alzó la
mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se sintiera incómodo.
—Perdonen qu'esté sin camisa delante de
ustedes, señoras —añadió encorvando un poco los hombros—. Enterramos la ropa
que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que
consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
—No pasa na —observó la abuela—. Tal vez
Bailey tenga otra camisa en su maleta.
—Luego la buscaré —dijo el Desequilibrado.
—¿Adónde se lo están llevando? —gritó la
madre de los niños.
—Papá era un gran tipo —dijo el Desequilibrado—.
No había quien l'engañara. Pero nunca tuvo problemas con las autoridades. Tenía
l'habilidá de saber tratarlos.
—Tú podrías ser honrado si te lo
propusieras —afirmó la abuela—. Piensa en lo bonito que sería establecerse en
algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t'estuviera persiguiendo to el
tiempo.
El Desequilibrado escarbaba en el suelo con
la culata de la pistola como si estuviera reflexionando sobre estas palabras.
—Sí, siempre hay alguien persiguiéndote
—murmuró.
La abuela reparó en cuán delgados eran sus
omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo miraba desde arriba.
—¿Rezas alguna vez? —preguntó.
Él negó con la cabeza. Ella sólo vio cómo
el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.
—No.
Sonó un disparo de pistola en el bosque,
seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana dio una
sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como una
larga inspiración satisfecha.
—¡Bailey, hijo! —gritó.
—Durante un tiempo fui cantante de gospel
—explicó el Desequilibrado—. He sido casi to. Serví en el Ejército de Tierra y
en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de
sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un
tornado, una vez vi quemar vivo un hombre. —Y miró a la madre de los chicos y a
la niña, que estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos
vidriosos—. Hasta he visto azotar a una mujer.
—Reza, reza —empezó a repetir la abuela—,
reza, reza...
—No era un chico malo por lo que recuerdo
—prosiguió el Desequilibrado con voz casi soñadora—, pero en algún momento hice
algo malo y m'enviaron a la penitenciaría. M'enterraron vivo.
Miró hacia arriba y mantuvo la atención de
la abuela con una mirada fija.
—Fue entonces cuando deberías haber
comenzado a rezar —dijo ella—. ¿Qu'hiciste pa que te enviaran a la
penitenciaría la primera vez?
—Doblabas a la derecha y había una pared
—explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin nubes—.
Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo,
mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu'había hecho, señora. Me quedaba
sentado allí tratando de recordar lo qu'había hecho y, hasta el día de hoy, no
lo recuerdo. De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
—Tal vez t'encerraron por error —apuntó la
anciana. —No —dijo él—. No hubo error. Había pruebas contra mí. —Tal vez
robaste algo.
El Desequilibrado soltó una risita burlona.
—Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de
médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho fue matar a mi
padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve de
la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L'enterraron en el
cementerio de la iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por
sí misma.
—Si rezaras —dijo la anciana—, Cristo te
ayudaría.
—Así es.
—Entonces, ¿por qué no rezas? —preguntó
ella, temblando de súbita alegría.
—No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas
me van bien.
Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con
paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros azules
estampados.
—Tírame esa camisa, Bobby Lee —dijo el
Desequilibrado.
La camisa llegó volando, aterrizó en su
hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le hacía recordar esa
camisa.
—No, señora —prosiguió el Desequilibrado
mientras se abrochaba los botones—, comprendí que el delito da igual. Puedes
hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del coche,
porque tarde o temprano t'olvidas de lo qu'has hecho y simplemente te castigan
por ello.
La madre de los chicos comenzó a emitir
sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.
—Señora —dijo él—, ¿podrían usted y la
pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
—Sí, gracias —dijo la madre débilmente. Su
brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había quedado
dormido, en el otro.
—Ayuda a la señora, Hiram —dijo el
Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja—. Y tú,
Bobby Lee, toma a la pequeña de la mano.
—No quiero que me dé la mano —replicó June
Star—. Parece un cerdo.
El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la
tomó de la mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.
Sola con el Desequilibrado, la abuela se
dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola nube en el cielo, y
tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que
debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo.
Finalmente se encontró a sí misma diciendo: «Jesús, Jesús». Quería decir «Jesús
t'ayudará», pero de la manera en que lo decía era como si estuviera
maldiciendo.
—Sí, señora —dijo el Desequilibrado como si
le estuviera dando la razón. Jesús rompió el equilibrio de todo. Le ocurrió lo
mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en mi caso
pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra
mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma.
Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu'haces y te
quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu'has hecho y podrás contraponer el
delito con el castigo y ver si se corresponden y al final tendrás algo pa
probar que no t'han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado porque
no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he
soportao durante`l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en el bosque,
seguido de inmediato por un disparo.
—¿Le parece bien a usté, señora, que a uno
le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
—¡Jesús! —gritó la anciana—. ¡Tienes buena
sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes d'una familia
buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el dinero
que tengo!
—Señora —repuso el Desequilibrado mirando
hacia el bosque—, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al
sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela
levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: «¡Bailey,
hijo, Bailey, hijo!», como si fuera a partírsele el corazón.
—Jesús es el único qu'ha resucitao a los
muertos —continuó el Desequilibrado—, y no tendría qu'haberlo hecho. Rompió el
equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo to y
seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos
minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole
la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad —dijo, y su
voz casi se había transformado en un gruñido.
—Tal vez no resucitó a los muertos —murmuró
la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan mareada que se
dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
—Yo no estaba allí, así que no puedo decir
que no lo hizo —repuso el Desequilibrado—. Ojalá hubiera estado allí —añadió
golpeando el suelo con el puño—. No está bien que no estuviera allí, porque
d'haber estao allí yo sabría. Escuche, señora —añadió alzando la voz—, d'haber
estao allí, yo sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de quebrarse y la
cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre contraída
cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de
mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El
Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le
disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se quitó las
gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y
se detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que estaba medio
sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas cruzadas como
las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado
estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e indefensa.
—Llévensela y déjenla donde dejaron a los
otros —dijo, y tomó al gato, que se estaba refregando contra su pierna.
—Era una charlatana —dijo Bobby Lee, y bajó
a la zanja cantando.
—Habría sido una buena mujer —dijo el
Desequilibrado— si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto
de su vida.
—¡Pequeña diversión! —dijo Bobby Lee.
—Cállate, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado—.
No hay verdadero placer
Mary Flannery
O'Connor (1925-1964) fue una de las narradoras más importantes de los Estados
Unidos en el siglo XX. Cuentista, sobre todo, se dedicó en su obra a describir
la vida de su región (el sur de su país; ella provenía del estado de Georgia) y
se le encuadra dentro de la vertiente llamada gótico americano: su énfasis en lo grotesco y en los conflictos morales
de sus personajes es constante. Graduada del famoso programa de escritura
creativa de la Universidad de Iowa, vivió poco --murió a causa de una
enfermedad degenerativa a los 39 años de edad-- pero su obra, ya reconocida
durante su propia vida, ha seguido siéndolo desde entonces.
"Un hombre bueno es difícil de
encontrar" es el cuento más famoso de O'Connor y parece apropiado en estos
días. Además de su superficie de horror y de varios detalles argumentales, que
a muchos lectores recordará temores actuales de buena parte del mundo respecto
de los Estados Unidos, uno de sus grandes temas es la división: la
imposibilidad de comprender el pensamiento de otros, de tender puentes que
puedan impedir una catástrofe. Para O'Connor. esta división tenía que ver con
diferencias religiosas e iedológicas, particularmente entre el norte y el sur.
Ahora tal vez esas diferencias se manifiestan de otro modo --en visiones del
mundo, en fuentes de información inconciliables-- pero no son menos
destructivas.
Esta traducción del cuento se encuentra en
varios sitios de la red y quiere representar la diferencia de acentos en el
inglés del sur de los Estados Unidos. La versión original ("A Good Man is
Hard to Find") apareció por primera vez en 1953 en la antología The Avon Book of Modern Writing.

Flannery
O'Connor según Kevin Christy. Fuente
UN HOMBRE BUENO ES DIFÍCIL DE ENCONTRAR
Flannery O’Connor
La abuela no quería
ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee
y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey
era el hijo con quien vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde
de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
—Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto,
léelo.
Y se puso en pie, con una mano en la
delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el
periódico.
—Aquí, ese tipo que s'hace llamar el
Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a
Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a
ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi
conciencia si lo hiciera.
Bailey no levantó la cabeza, así que la
abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven
en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un pañuelo
verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo.
Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de
un tarro.
—Los niños y'han estao en Florida —dijo la
anciana señora—. Deberías llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras
partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
La madre de los niños no pareció oírla,
pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con anteojos, dijo:
—Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te
quedas en casa? Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de
entretenimiento en el suelo.
—No se quedaría en casa aunque la nombraran
reina por un día —dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
—¿Y qué harían si este hombre, el
Desequilibrado, los agarrara? —preguntó la abuela.
—Le daría un puñetazo en la cara —respondió
John Wesley. —No se quedaría en casa ni por un millón de dólares —afirmó June
Star—. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
—Muy bien, señorita —dijo la abuela—.
Acuérdate d'eso la próxima vez que me pidas que te ondule el pelo.
June Star dijo que sus rizos eran
naturales.
A la mañana siguiente la abuela fue la
primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran
bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella
escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor
intención de dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría mucho
de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por
accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del asiento trasero,
con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el
bebé se sentaron adelante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y
cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque
pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando
regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
La anciana se sentó cómodamente, se quitó
los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de
atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con
el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino
con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con
pequeños lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado
con encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela
de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera
muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.
Dijo que pensaba que sería un buen día para
conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey
que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches
patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de
árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a
aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña
Stone, el granito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la
carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura,
y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles
estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros
destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
—Pasemos Georgia a toda velocidad, así no
tendremos que verla mucho —dijo John Wesley.
—Si yo fuera un niño —dijo la abuela—, no
hablaría d'esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia,
colinas.
—Tennessee n'es más que un muladar lleno de
pueblerinos y Georgia es también un estado asqueroso.
—Tú l'has dicho —dijo June Star.
—En mis tiempos —dijo la abuela
entrecruzando los dedos, delgados y venosos—, los niños tenían más respeto por
su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena
entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! —Y señaló a un niño negro plantado
ante la puerta de una choza—. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
Todos se volvieron para mirar al negrito
por la luneta trasera. Él saludó con la mano.
—Ese chico no llevaba pantalones —observó
June Star.
—Probablemente no tiene —explicó la
abuela—. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si
supiera pintar, pintaría ese cuadro.
Los niños intercambiaron sus historietas.
La abuela se ofreció a tomar al bebé y la
madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo
sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por
la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara
delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le
dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con
cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
—¡Mirar el camposanto! —dijo la abuela
señalándolo—. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la
plantación.
—¿Dónde está la plantación? —preguntó John
Wesley.
—El viento se la llevó —dijo la abuela—.
Ja, ja.
Cuando los chicos terminaron de leer todos
las historietas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo
comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una
aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de
papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a
jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John
Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley
dijo: «No, un coche», y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse
por encima de la abuela.
La abuela dijo que les contaría un cuento
si se quedaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco,
movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita,
la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia.
Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por
la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien,
un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en
la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero
ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio
las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y
reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca
se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela
dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un
caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y
había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
Se detuvieron en The Tower para tomar unos
bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de
estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo
regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá
sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que
rezaban:
PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY.
¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO!
¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!
Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera
de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos
treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño,
chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más
alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
El interior de The Tower era una larga
habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de
baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la
esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros
que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos
insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el «Vals de Tennessee», y la
abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey
si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella
y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían.
Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star
dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claqué. Entonces la madre
de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a
la pista de baile y bailó el claqué de costumbre.
—¡Qué graciosa! —exclamó la mujer de Red
Sam, inclinada sobre la barra—. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
—Claro que no —contestó June Star—. No
viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un millón de dólares. Y
salió corriendo hacia la mesa.
—¡Qué graciosa! —repitió la mujer,
estirando la boca con amabilidad.
—¿No te da vergüenza? —susurró la abuela.
Red Sam entró y le dijo a su mujer que
dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los
pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre
ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a
una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
—No hay manera. No hay manera —dijo, y se
secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris—. En estos tiempos que corren,
no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
—Desde luego, la gente ya no es como antes
—sentenció la abuela.
—La semana pasada vinieron aquí dos tipos
—explicó Red Sammy— que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero
bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el
molino y ¿saben que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron?
¿Por qué hice yo semejante cosa?
—¡Porque usté es un hombre bueno! —contestó
de inmediato la abuela.
—Bueno, supongo que es así —dijo Red Sammy
como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba
los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en
equilibrio sobre el brazo.
—No hay una sola alma en este mundo de Dios
en la que se pueda confiar —dijo—. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie
—afirmó mirando a Red Sammy.
—¿Han leído algo sobre ese criminal, el
Desequilibrado, que se escapó? —preguntó la abuela.
—No me sorprendería na que llegase a atacar
este lugar —dijo la mujer—. Si oye lo qu'hay aquí, no me sorprendería verlo. Si
se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que...
—Basta —dijo Red Sam—. Trae las Coca-Colas
a esta gente. Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
—Un hombre bueno es difícil d'encontrar
—dijo Red Sammy—. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo m'acuerdo de
qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó.
Él y la abuela hablaron de tiempos mejores.
La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual.
Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que
estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso
y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del
sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose
pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
De nuevo partieron en la tarde calurosa. La
abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las
afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había
visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión
tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que
conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te
sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con
exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey
no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más
hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos
pequeñas glorietas seguían en pie.
—Había un panel secreto en la casa —afirmó
astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera—, y se contaba que
toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero
nunca la encontraron...
—¡Eeeh! —dijo John Wesley—. ¡Vamos a verlo!
¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l'encontraremos! ¿Quién vive
allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
—¡Nunca hemos visto una casa con un panel
secreto! —chilló June Star—. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá,
¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
—No está lejos d'aquí, lo sé —aseguró la
abuela—. No tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula
tan rígida como la herradura de un caballo.
—No —dijo.
Los chicos comenzaron a alborotar y a
gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a
patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del
hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni
siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé
empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento con tal fuerza que
su padre notó los golpes en los riñones.
—¡Muy bien! —gritó, y aminoró la marcha
hasta parar a un costado de la carretera—. ¿Quieren cerrar la boca? ¿Quieren
cerrar la boca un minuto? Si no se callan, no iremos a ningún lado.
—Sería muy educativo pa ellos —murmuró la
abuela.
—Muy bien —dijo Bailey—, pero métanse esto
en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la
última.
—El camino de tierra donde debes doblar
queda dos kilómetros atrás —observó la abuela—. Lo vi cuando lo pasamos.
—Un camino de tierra —gruñó Bailey.
Después de dar la vuelta en dirección al
camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso
vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John
Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
—No se puede entrar en esa casa —dijo
Bailey—. No sabemos quién vive allí.
—Mientras ustedes hablan con la gente
delante de la casa, yo correré hacia la parte d'atrás y entraré por una ventana
—propuso John Wesley.
—Nos quedaremos todos en el coche —dijo la
madre.
Doblaron por el camino de tierra y el coche
avanzó a tropezones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los
tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros
representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se
encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto
se hallaban en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules
de los árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión
rojiza dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
—Mejor será que aparezca ese lugar antes de
un minuto —dijo Bailey—, o daré la vuelta.
Daba la impresión de que nadie había pasado
por aquel camino desde hacía meses.
—No falta mucho —comentó la abuela, y
apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal
vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus
pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En
el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la
cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro
de Bailey.
Los chicos cayeron al suelo y su madre, con
el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la
tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil
dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del
camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato —de rayas
grises, cara blanca y hocico naranja— todavía agarrado al cuello como una
oruga.
Tan pronto como los chicos se dieron cuenta
de que podían mover los brazos y las piernas, salieron arrastrándose del coche
y gritaron: «¡Hemos tenío un accidente!». La abuela estaba hecha un ovillo bajo
el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera
sobre ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era
que la casa que recordaba tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en
Tennessee.
Bailey se quitó el gato del cuello con las
manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un pino. Luego salió
del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la
cuneta, con el chico, que no paraba de llorar, en brazos, pero sçolo había
sufrido un corte en la cara y tenía un hombro roto. «¡Hemos tenío un
accidente!», gritaban los chicos en un delirio de felicidad.
—Pero nadie se ha muerto —señaló june Star
con cierta desilusión, mientras la abuela salía rengueando del coche, con el
sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto y levantado
en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.
Se sentaron todos en la cuneta, excepto los
chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
—Tal vez pase algún coche —dijo la madre de
los niños con voz ronca.
—Creo que m'hecho daño en algún órgano
—comentó la abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
A Bailey le castañeteaban los dientes.
Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un azul vivo
y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar que
la casa en cuestión estaba en Tennessee.
La carretera quedaba unos tres metros más
arriba y sólo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la
cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los
pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina;
avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela
se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El
automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a
aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían
pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había
tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y durante unos
minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacía donde estaban sentados,
sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se
apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja
con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del
grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa
burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y
un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se
acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y se quedó
junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y
llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía
el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos
tejanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y
una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
—¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los
niños.
La abuela tuvo la extraña sensación de que
conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le
hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se
alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo
cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba
calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
—Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un
accidente de na.
—¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo
la abuela.
—Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram,
prueba el coche a ver si funciona —indicó en voz baja al muchacho del sombrero
gris.
—¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John
Wesley—. ¿Qué va hacer con ella?
—Señora —dijo el hombre a la madre de los
chicos—, ¿le importaría decirles a esos chicos que se sienten a su lao? Los
niños me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
—¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos
hacer? —preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de los árboles se
abrió como una oscura boca.
—Vengan aquí —dijo la madre.
—Verá usted —dijo Bailey de pronto—,
estamos en un apuro. Estamos en...
La abuela soltó un chillido. Se levantó
trabajosamente y lo miró de hito en hito.
—¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he
reconocío na más verlo!
—Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió
levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido—,
pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo
a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a
llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
—Señora —dijo—, no se disguste. A veces un
hombre dice cosas que no piensa. No creo qu'haya querido hablarle d'esa manera.
—Tú no dispararías a una dama, ¿verdá?
—dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los
ojos.
El Desequilibrado clavó la punta del zapato
en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
—No me gustaría na tener qu'hacerlo.
—Escucha —dijo la abuela casi a gritos—, sé
qu'eres un buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los demás. ¡Sé que
debes de venir d'una buena familia!
—Sí, señora —afirmó él—, la mejor del
mundo. —Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes blancos—. Dios
nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón d'oro puro.
El muchacho de la sudadera roja se había
colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El Desequilibrado se acuclilló.
—Vigila a los niños, Bobby Lee —dijo—.
Sabes que me ponen nervioso.
Miró a los seis apiñados ante él y dio la
impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
—No hay ni una nube en el cielo —comentó
alzando la vista—. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
—Sí, es un día hermoso —dijo la abuela—.
Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que en el
fondo eres un hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
—¡Calla! —gritó Bailey—. ¡Calla! ¡Cállense
todos y déjenme a mí arreglar esto! —Estaba en cuclillas como un atleta a punto
de iniciar la carrera, pero no se movió.
—Muchas gracias, señora —dijo el
Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
—Tardaremos una media hora en arreglar el
coche —avisó Hiram mirando por encima del capó abierto.
—Bueno, primero tú y Bobby Lee lleven a él
y al niño allá —dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley—. Los
muchachos quieren preguntarle algo —explicó a Bailey—. ¿Le importaría
acompañarlos hasta el bosque?
—Escuche —comenzó Bailey—, ¡estamos en un
gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu'es esto. —Y se le quebró la voz.
Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se quedó
absolutamente inmóvil.
La abuela levantó la mano para ponerse bien
el ala del sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le desprendió entre
los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer al suelo. Hiram
levantó a Bailey tomándolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano.
John Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos.
Se encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se
dio la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
—¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame,
mamá!
—¡Vuelve ahora mismo! —exclamó la abuela,
pero todos desaparecieron en el bosque—. ¡Bailey, hijo! —gritó con voz trágica,
pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que estaba
acuclillado delante de ella—. Sé muy bien qu'eres un hombre bueno —le dijo con
desesperación—. ¡No eres una persona corriente!
—No, no soy un hombre bueno —repuso el
Desequilibrado un instante después, como si hubiera considerado su afirmación
con sumo cuidado—, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo decía que yo
era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. «Mira —decía
mi viejo—, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y
otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es d'estos últimos. ¡Va
estar en to!»
Se puso el sombrero y súbitamente alzó la
mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se sintiera incómodo.
—Perdonen qu'esté sin camisa delante de
ustedes, señoras —añadió encorvando un poco los hombros—. Enterramos la ropa
que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que
consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
—No pasa na —observó la abuela—. Tal vez
Bailey tenga otra camisa en su maleta.
—Luego la buscaré —dijo el Desequilibrado.
—¿Adónde se lo están llevando? —gritó la
madre de los niños.
—Papá era un gran tipo —dijo el Desequilibrado—.
No había quien l'engañara. Pero nunca tuvo problemas con las autoridades. Tenía
l'habilidá de saber tratarlos.
—Tú podrías ser honrado si te lo
propusieras —afirmó la abuela—. Piensa en lo bonito que sería establecerse en
algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t'estuviera persiguiendo to el
tiempo.
El Desequilibrado escarbaba en el suelo con
la culata de la pistola como si estuviera reflexionando sobre estas palabras.
—Sí, siempre hay alguien persiguiéndote
—murmuró.
La abuela reparó en cuán delgados eran sus
omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo miraba desde arriba.
—¿Rezas alguna vez? —preguntó.
Él negó con la cabeza. Ella sólo vio cómo
el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.
—No.
Sonó un disparo de pistola en el bosque,
seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana dio una
sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como una
larga inspiración satisfecha.
—¡Bailey, hijo! —gritó.
—Durante un tiempo fui cantante de gospel
—explicó el Desequilibrado—. He sido casi to. Serví en el Ejército de Tierra y
en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de
sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un
tornado, una vez vi quemar vivo un hombre. —Y miró a la madre de los chicos y a
la niña, que estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos
vidriosos—. Hasta he visto azotar a una mujer.
—Reza, reza —empezó a repetir la abuela—,
reza, reza...
—No era un chico malo por lo que recuerdo
—prosiguió el Desequilibrado con voz casi soñadora—, pero en algún momento hice
algo malo y m'enviaron a la penitenciaría. M'enterraron vivo.
Miró hacia arriba y mantuvo la atención de
la abuela con una mirada fija.
—Fue entonces cuando deberías haber
comenzado a rezar —dijo ella—. ¿Qu'hiciste pa que te enviaran a la
penitenciaría la primera vez?
—Doblabas a la derecha y había una pared
—explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin nubes—.
Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo,
mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu'había hecho, señora. Me quedaba
sentado allí tratando de recordar lo qu'había hecho y, hasta el día de hoy, no
lo recuerdo. De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
—Tal vez t'encerraron por error —apuntó la
anciana. —No —dijo él—. No hubo error. Había pruebas contra mí. —Tal vez
robaste algo.
El Desequilibrado soltó una risita burlona.
—Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de
médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho fue matar a mi
padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve de
la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L'enterraron en el
cementerio de la iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por
sí misma.
—Si rezaras —dijo la anciana—, Cristo te
ayudaría.
—Así es.
—Entonces, ¿por qué no rezas? —preguntó
ella, temblando de súbita alegría.
—No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas
me van bien.
Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con
paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros azules
estampados.
—Tírame esa camisa, Bobby Lee —dijo el
Desequilibrado.
La camisa llegó volando, aterrizó en su
hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le hacía recordar esa
camisa.
—No, señora —prosiguió el Desequilibrado
mientras se abrochaba los botones—, comprendí que el delito da igual. Puedes
hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del coche,
porque tarde o temprano t'olvidas de lo qu'has hecho y simplemente te castigan
por ello.
La madre de los chicos comenzó a emitir
sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.
—Señora —dijo él—, ¿podrían usted y la
pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
—Sí, gracias —dijo la madre débilmente. Su
brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había quedado
dormido, en el otro.
—Ayuda a la señora, Hiram —dijo el
Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja—. Y tú,
Bobby Lee, toma a la pequeña de la mano.
—No quiero que me dé la mano —replicó June
Star—. Parece un cerdo.
El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la
tomó de la mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.
Sola con el Desequilibrado, la abuela se
dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola nube en el cielo, y
tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que
debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo.
Finalmente se encontró a sí misma diciendo: «Jesús, Jesús». Quería decir «Jesús
t'ayudará», pero de la manera en que lo decía era como si estuviera
maldiciendo.
—Sí, señora —dijo el Desequilibrado como si
le estuviera dando la razón. Jesús rompió el equilibrio de todo. Le ocurrió lo
mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en mi caso
pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra
mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma.
Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu'haces y te
quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu'has hecho y podrás contraponer el
delito con el castigo y ver si se corresponden y al final tendrás algo pa
probar que no t'han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado porque
no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he
soportao durante`l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en el bosque,
seguido de inmediato por un disparo.
—¿Le parece bien a usté, señora, que a uno
le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
—¡Jesús! —gritó la anciana—. ¡Tienes buena
sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes d'una familia
buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el dinero
que tengo!
—Señora —repuso el Desequilibrado mirando
hacia el bosque—, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al
sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela
levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: «¡Bailey,
hijo, Bailey, hijo!», como si fuera a partírsele el corazón.
—Jesús es el único qu'ha resucitao a los
muertos —continuó el Desequilibrado—, y no tendría qu'haberlo hecho. Rompió el
equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo to y
seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos
minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole
la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad —dijo, y su
voz casi se había transformado en un gruñido.
—Tal vez no resucitó a los muertos —murmuró
la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan mareada que se
dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
—Yo no estaba allí, así que no puedo decir
que no lo hizo —repuso el Desequilibrado—. Ojalá hubiera estado allí —añadió
golpeando el suelo con el puño—. No está bien que no estuviera allí, porque
d'haber estao allí yo sabría. Escuche, señora —añadió alzando la voz—, d'haber
estao allí, yo sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de quebrarse y la
cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre contraída
cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de
mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El
Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le
disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se quitó las
gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y
se detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que estaba medio
sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas cruzadas como
las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado
estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e indefensa.
—Llévensela y déjenla donde dejaron a los
otros —dijo, y tomó al gato, que se estaba refregando contra su pierna.
—Era una charlatana —dijo Bobby Lee, y bajó
a la zanja cantando.
—Habría sido una buena mujer —dijo el
Desequilibrado— si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto
de su vida.
—¡Pequeña diversión! —dijo Bobby Lee.
—Cállate, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado—.
No hay verdadero placer
Mary Flannery
O'Connor (1925-1964) fue una de las narradoras más importantes de los Estados
Unidos en el siglo XX. Cuentista, sobre todo, se dedicó en su obra a describir
la vida de su región (el sur de su país; ella provenía del estado de Georgia) y
se le encuadra dentro de la vertiente llamada gótico americano: su énfasis en lo grotesco y en los conflictos morales
de sus personajes es constante. Graduada del famoso programa de escritura
creativa de la Universidad de Iowa, vivió poco --murió a causa de una
enfermedad degenerativa a los 39 años de edad-- pero su obra, ya reconocida
durante su propia vida, ha seguido siéndolo desde entonces.
"Un hombre bueno es difícil de
encontrar" es el cuento más famoso de O'Connor y parece apropiado en estos
días. Además de su superficie de horror y de varios detalles argumentales, que
a muchos lectores recordará temores actuales de buena parte del mundo respecto
de los Estados Unidos, uno de sus grandes temas es la división: la
imposibilidad de comprender el pensamiento de otros, de tender puentes que
puedan impedir una catástrofe. Para O'Connor. esta división tenía que ver con
diferencias religiosas e iedológicas, particularmente entre el norte y el sur.
Ahora tal vez esas diferencias se manifiestan de otro modo --en visiones del
mundo, en fuentes de información inconciliables-- pero no son menos
destructivas.
Esta traducción del cuento se encuentra en
varios sitios de la red y quiere representar la diferencia de acentos en el
inglés del sur de los Estados Unidos. La versión original ("A Good Man is
Hard to Find") apareció por primera vez en 1953 en la antología The Avon Book of Modern Writing.

Flannery
O'Connor según Kevin Christy. Fuente
UN HOMBRE BUENO ES DIFÍCIL DE ENCONTRAR
Flannery O’Connor
La abuela no quería
ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee
y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey
era el hijo con quien vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde
de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
—Mira esto, Bailey —dijo ella—, mira esto,
léelo.
Y se puso en pie, con una mano en la
delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el
periódico.
—Aquí, ese tipo que s'hace llamar el
Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a
Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a
ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi
conciencia si lo hiciera.
Bailey no levantó la cabeza, así que la
abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven
en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un pañuelo
verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo.
Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de
un tarro.
—Los niños y'han estao en Florida —dijo la
anciana señora—. Deberías llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras
partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
La madre de los niños no pareció oírla,
pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con anteojos, dijo:
—Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te
quedas en casa? Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de
entretenimiento en el suelo.
—No se quedaría en casa aunque la nombraran
reina por un día —dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
—¿Y qué harían si este hombre, el
Desequilibrado, los agarrara? —preguntó la abuela.
—Le daría un puñetazo en la cara —respondió
John Wesley. —No se quedaría en casa ni por un millón de dólares —afirmó June
Star—. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
—Muy bien, señorita —dijo la abuela—.
Acuérdate d'eso la próxima vez que me pidas que te ondule el pelo.
June Star dijo que sus rizos eran
naturales.
A la mañana siguiente la abuela fue la
primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran
bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella
escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor
intención de dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría mucho
de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por
accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del asiento trasero,
con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el
bebé se sentaron adelante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y
cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque
pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando
regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
La anciana se sentó cómodamente, se quitó
los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de
atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con
el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino
con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con
pequeños lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado
con encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela
de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera
muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.
Dijo que pensaba que sería un buen día para
conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey
que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches
patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de
árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a
aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña
Stone, el granito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la
carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura,
y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles
estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros
destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
—Pasemos Georgia a toda velocidad, así no
tendremos que verla mucho —dijo John Wesley.
—Si yo fuera un niño —dijo la abuela—, no
hablaría d'esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia,
colinas.
—Tennessee n'es más que un muladar lleno de
pueblerinos y Georgia es también un estado asqueroso.
—Tú l'has dicho —dijo June Star.
—En mis tiempos —dijo la abuela
entrecruzando los dedos, delgados y venosos—, los niños tenían más respeto por
su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena
entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! —Y señaló a un niño negro plantado
ante la puerta de una choza—. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
Todos se volvieron para mirar al negrito
por la luneta trasera. Él saludó con la mano.
—Ese chico no llevaba pantalones —observó
June Star.
—Probablemente no tiene —explicó la
abuela—. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si
supiera pintar, pintaría ese cuadro.
Los niños intercambiaron sus historietas.
La abuela se ofreció a tomar al bebé y la
madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo
sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por
la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara
delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le
dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con
cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
—¡Mirar el camposanto! —dijo la abuela
señalándolo—. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la
plantación.
—¿Dónde está la plantación? —preguntó John
Wesley.
—El viento se la llevó —dijo la abuela—.
Ja, ja.
Cuando los chicos terminaron de leer todos
las historietas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo
comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una
aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de
papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a
jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John
Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley
dijo: «No, un coche», y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse
por encima de la abuela.
La abuela dijo que les contaría un cuento
si se quedaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco,
movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita,
la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia.
Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por
la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien,
un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en
la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero
ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio
las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y
reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca
se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela
dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un
caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y
había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
Se detuvieron en The Tower para tomar unos
bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de
estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo
regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá
sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que
rezaban:
PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY.
¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO!
¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!
Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera
de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos
treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño,
chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más
alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
El interior de The Tower era una larga
habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de
baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la
esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros
que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos
insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el «Vals de Tennessee», y la
abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey
si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella
y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían.
Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star
dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claqué. Entonces la madre
de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a
la pista de baile y bailó el claqué de costumbre.
—¡Qué graciosa! —exclamó la mujer de Red
Sam, inclinada sobre la barra—. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
—Claro que no —contestó June Star—. No
viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un millón de dólares. Y
salió corriendo hacia la mesa.
—¡Qué graciosa! —repitió la mujer,
estirando la boca con amabilidad.
—¿No te da vergüenza? —susurró la abuela.
Red Sam entró y le dijo a su mujer que
dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los
pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre
ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a
una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
—No hay manera. No hay manera —dijo, y se
secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris—. En estos tiempos que corren,
no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
—Desde luego, la gente ya no es como antes
—sentenció la abuela.
—La semana pasada vinieron aquí dos tipos
—explicó Red Sammy— que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero
bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el
molino y ¿saben que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron?
¿Por qué hice yo semejante cosa?
—¡Porque usté es un hombre bueno! —contestó
de inmediato la abuela.
—Bueno, supongo que es así —dijo Red Sammy
como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba
los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en
equilibrio sobre el brazo.
—No hay una sola alma en este mundo de Dios
en la que se pueda confiar —dijo—. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie
—afirmó mirando a Red Sammy.
—¿Han leído algo sobre ese criminal, el
Desequilibrado, que se escapó? —preguntó la abuela.
—No me sorprendería na que llegase a atacar
este lugar —dijo la mujer—. Si oye lo qu'hay aquí, no me sorprendería verlo. Si
se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que...
—Basta —dijo Red Sam—. Trae las Coca-Colas
a esta gente. Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
—Un hombre bueno es difícil d'encontrar
—dijo Red Sammy—. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo m'acuerdo de
qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó.
Él y la abuela hablaron de tiempos mejores.
La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual.
Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que
estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso
y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del
sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose
pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
De nuevo partieron en la tarde calurosa. La
abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las
afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había
visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión
tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que
conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te
sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con
exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey
no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más
hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos
pequeñas glorietas seguían en pie.
—Había un panel secreto en la casa —afirmó
astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera—, y se contaba que
toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero
nunca la encontraron...
—¡Eeeh! —dijo John Wesley—. ¡Vamos a verlo!
¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l'encontraremos! ¿Quién vive
allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
—¡Nunca hemos visto una casa con un panel
secreto! —chilló June Star—. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá,
¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
—No está lejos d'aquí, lo sé —aseguró la
abuela—. No tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula
tan rígida como la herradura de un caballo.
—No —dijo.
Los chicos comenzaron a alborotar y a
gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a
patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del
hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni
siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé
empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento con tal fuerza que
su padre notó los golpes en los riñones.
—¡Muy bien! —gritó, y aminoró la marcha
hasta parar a un costado de la carretera—. ¿Quieren cerrar la boca? ¿Quieren
cerrar la boca un minuto? Si no se callan, no iremos a ningún lado.
—Sería muy educativo pa ellos —murmuró la
abuela.
—Muy bien —dijo Bailey—, pero métanse esto
en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la
última.
—El camino de tierra donde debes doblar
queda dos kilómetros atrás —observó la abuela—. Lo vi cuando lo pasamos.
—Un camino de tierra —gruñó Bailey.
Después de dar la vuelta en dirección al
camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso
vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John
Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
—No se puede entrar en esa casa —dijo
Bailey—. No sabemos quién vive allí.
—Mientras ustedes hablan con la gente
delante de la casa, yo correré hacia la parte d'atrás y entraré por una ventana
—propuso John Wesley.
—Nos quedaremos todos en el coche —dijo la
madre.
Doblaron por el camino de tierra y el coche
avanzó a tropezones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los
tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros
representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se
encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto
se hallaban en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules
de los árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión
rojiza dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
—Mejor será que aparezca ese lugar antes de
un minuto —dijo Bailey—, o daré la vuelta.
Daba la impresión de que nadie había pasado
por aquel camino desde hacía meses.
—No falta mucho —comentó la abuela, y
apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal
vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus
pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En
el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la
cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro
de Bailey.
Los chicos cayeron al suelo y su madre, con
el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la
tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil
dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del
camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato —de rayas
grises, cara blanca y hocico naranja— todavía agarrado al cuello como una
oruga.
Tan pronto como los chicos se dieron cuenta
de que podían mover los brazos y las piernas, salieron arrastrándose del coche
y gritaron: «¡Hemos tenío un accidente!». La abuela estaba hecha un ovillo bajo
el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera
sobre ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era
que la casa que recordaba tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en
Tennessee.
Bailey se quitó el gato del cuello con las
manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un pino. Luego salió
del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la
cuneta, con el chico, que no paraba de llorar, en brazos, pero sçolo había
sufrido un corte en la cara y tenía un hombro roto. «¡Hemos tenío un
accidente!», gritaban los chicos en un delirio de felicidad.
—Pero nadie se ha muerto —señaló june Star
con cierta desilusión, mientras la abuela salía rengueando del coche, con el
sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto y levantado
en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.
Se sentaron todos en la cuneta, excepto los
chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
—Tal vez pase algún coche —dijo la madre de
los niños con voz ronca.
—Creo que m'hecho daño en algún órgano
—comentó la abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
A Bailey le castañeteaban los dientes.
Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un azul vivo
y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar que
la casa en cuestión estaba en Tennessee.
La carretera quedaba unos tres metros más
arriba y sólo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la
cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los
pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina;
avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela
se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El
automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a
aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían
pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había
tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y durante unos
minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacía donde estaban sentados,
sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se
apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja
con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del
grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa
burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y
un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se
acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y se quedó
junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y
llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía
el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos
tejanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y
una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
—¡Hemos tenío un accidente! —gritaron los
niños.
La abuela tuvo la extraña sensación de que
conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le
hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se
alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo
cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba
calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
—Buenas tardes —dijo—. Veo que han tenío un
accidente de na.
—¡Hemos dao dos vueltas de campana! —dijo
la abuela.
—Una —corrigió él—. Lo hemos visto. Hiram,
prueba el coche a ver si funciona —indicó en voz baja al muchacho del sombrero
gris.
—¿Pa qué lleva esa pistola? —preguntó John
Wesley—. ¿Qué va hacer con ella?
—Señora —dijo el hombre a la madre de los
chicos—, ¿le importaría decirles a esos chicos que se sienten a su lao? Los
niños me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
—¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos
hacer? —preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de los árboles se
abrió como una oscura boca.
—Vengan aquí —dijo la madre.
—Verá usted —dijo Bailey de pronto—,
estamos en un apuro. Estamos en...
La abuela soltó un chillido. Se levantó
trabajosamente y lo miró de hito en hito.
—¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he
reconocío na más verlo!
—Sí, señora —dijo el hombre, que sonrió
levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido—,
pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo
a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a
llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
—Señora —dijo—, no se disguste. A veces un
hombre dice cosas que no piensa. No creo qu'haya querido hablarle d'esa manera.
—Tú no dispararías a una dama, ¿verdá?
—dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los
ojos.
El Desequilibrado clavó la punta del zapato
en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
—No me gustaría na tener qu'hacerlo.
—Escucha —dijo la abuela casi a gritos—, sé
qu'eres un buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los demás. ¡Sé que
debes de venir d'una buena familia!
—Sí, señora —afirmó él—, la mejor del
mundo. —Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes blancos—. Dios
nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón d'oro puro.
El muchacho de la sudadera roja se había
colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El Desequilibrado se acuclilló.
—Vigila a los niños, Bobby Lee —dijo—.
Sabes que me ponen nervioso.
Miró a los seis apiñados ante él y dio la
impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
—No hay ni una nube en el cielo —comentó
alzando la vista—. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
—Sí, es un día hermoso —dijo la abuela—.
Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que en el
fondo eres un hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
—¡Calla! —gritó Bailey—. ¡Calla! ¡Cállense
todos y déjenme a mí arreglar esto! —Estaba en cuclillas como un atleta a punto
de iniciar la carrera, pero no se movió.
—Muchas gracias, señora —dijo el
Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
—Tardaremos una media hora en arreglar el
coche —avisó Hiram mirando por encima del capó abierto.
—Bueno, primero tú y Bobby Lee lleven a él
y al niño allá —dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley—. Los
muchachos quieren preguntarle algo —explicó a Bailey—. ¿Le importaría
acompañarlos hasta el bosque?
—Escuche —comenzó Bailey—, ¡estamos en un
gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu'es esto. —Y se le quebró la voz.
Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se quedó
absolutamente inmóvil.
La abuela levantó la mano para ponerse bien
el ala del sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le desprendió entre
los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer al suelo. Hiram
levantó a Bailey tomándolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano.
John Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos.
Se encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se
dio la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
—¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame,
mamá!
—¡Vuelve ahora mismo! —exclamó la abuela,
pero todos desaparecieron en el bosque—. ¡Bailey, hijo! —gritó con voz trágica,
pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que estaba
acuclillado delante de ella—. Sé muy bien qu'eres un hombre bueno —le dijo con
desesperación—. ¡No eres una persona corriente!
—No, no soy un hombre bueno —repuso el
Desequilibrado un instante después, como si hubiera considerado su afirmación
con sumo cuidado—, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo decía que yo
era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. «Mira —decía
mi viejo—, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y
otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es d'estos últimos. ¡Va
estar en to!»
Se puso el sombrero y súbitamente alzó la
mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se sintiera incómodo.
—Perdonen qu'esté sin camisa delante de
ustedes, señoras —añadió encorvando un poco los hombros—. Enterramos la ropa
que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que
consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
—No pasa na —observó la abuela—. Tal vez
Bailey tenga otra camisa en su maleta.
—Luego la buscaré —dijo el Desequilibrado.
—¿Adónde se lo están llevando? —gritó la
madre de los niños.
—Papá era un gran tipo —dijo el Desequilibrado—.
No había quien l'engañara. Pero nunca tuvo problemas con las autoridades. Tenía
l'habilidá de saber tratarlos.
—Tú podrías ser honrado si te lo
propusieras —afirmó la abuela—. Piensa en lo bonito que sería establecerse en
algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t'estuviera persiguiendo to el
tiempo.
El Desequilibrado escarbaba en el suelo con
la culata de la pistola como si estuviera reflexionando sobre estas palabras.
—Sí, siempre hay alguien persiguiéndote
—murmuró.
La abuela reparó en cuán delgados eran sus
omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo miraba desde arriba.
—¿Rezas alguna vez? —preguntó.
Él negó con la cabeza. Ella sólo vio cómo
el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.
—No.
Sonó un disparo de pistola en el bosque,
seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana dio una
sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como una
larga inspiración satisfecha.
—¡Bailey, hijo! —gritó.
—Durante un tiempo fui cantante de gospel
—explicó el Desequilibrado—. He sido casi to. Serví en el Ejército de Tierra y
en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de
sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un
tornado, una vez vi quemar vivo un hombre. —Y miró a la madre de los chicos y a
la niña, que estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos
vidriosos—. Hasta he visto azotar a una mujer.
—Reza, reza —empezó a repetir la abuela—,
reza, reza...
—No era un chico malo por lo que recuerdo
—prosiguió el Desequilibrado con voz casi soñadora—, pero en algún momento hice
algo malo y m'enviaron a la penitenciaría. M'enterraron vivo.
Miró hacia arriba y mantuvo la atención de
la abuela con una mirada fija.
—Fue entonces cuando deberías haber
comenzado a rezar —dijo ella—. ¿Qu'hiciste pa que te enviaran a la
penitenciaría la primera vez?
—Doblabas a la derecha y había una pared
—explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin nubes—.
Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo,
mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu'había hecho, señora. Me quedaba
sentado allí tratando de recordar lo qu'había hecho y, hasta el día de hoy, no
lo recuerdo. De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
—Tal vez t'encerraron por error —apuntó la
anciana. —No —dijo él—. No hubo error. Había pruebas contra mí. —Tal vez
robaste algo.
El Desequilibrado soltó una risita burlona.
—Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de
médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho fue matar a mi
padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve de
la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L'enterraron en el
cementerio de la iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por
sí misma.
—Si rezaras —dijo la anciana—, Cristo te
ayudaría.
—Así es.
—Entonces, ¿por qué no rezas? —preguntó
ella, temblando de súbita alegría.
—No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas
me van bien.
Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con
paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros azules
estampados.
—Tírame esa camisa, Bobby Lee —dijo el
Desequilibrado.
La camisa llegó volando, aterrizó en su
hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le hacía recordar esa
camisa.
—No, señora —prosiguió el Desequilibrado
mientras se abrochaba los botones—, comprendí que el delito da igual. Puedes
hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del coche,
porque tarde o temprano t'olvidas de lo qu'has hecho y simplemente te castigan
por ello.
La madre de los chicos comenzó a emitir
sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.
—Señora —dijo él—, ¿podrían usted y la
pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
—Sí, gracias —dijo la madre débilmente. Su
brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había quedado
dormido, en el otro.
—Ayuda a la señora, Hiram —dijo el
Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja—. Y tú,
Bobby Lee, toma a la pequeña de la mano.
—No quiero que me dé la mano —replicó June
Star—. Parece un cerdo.
El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la
tomó de la mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.
Sola con el Desequilibrado, la abuela se
dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola nube en el cielo, y
tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que
debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo.
Finalmente se encontró a sí misma diciendo: «Jesús, Jesús». Quería decir «Jesús
t'ayudará», pero de la manera en que lo decía era como si estuviera
maldiciendo.
—Sí, señora —dijo el Desequilibrado como si
le estuviera dando la razón. Jesús rompió el equilibrio de todo. Le ocurrió lo
mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en mi caso
pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra
mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma.
Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu'haces y te
quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu'has hecho y podrás contraponer el
delito con el castigo y ver si se corresponden y al final tendrás algo pa
probar que no t'han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado porque
no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he
soportao durante`l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en el bosque,
seguido de inmediato por un disparo.
—¿Le parece bien a usté, señora, que a uno
le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
—¡Jesús! —gritó la anciana—. ¡Tienes buena
sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes d'una familia
buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el dinero
que tengo!
—Señora —repuso el Desequilibrado mirando
hacia el bosque—, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al
sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela
levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: «¡Bailey,
hijo, Bailey, hijo!», como si fuera a partírsele el corazón.
—Jesús es el único qu'ha resucitao a los
muertos —continuó el Desequilibrado—, y no tendría qu'haberlo hecho. Rompió el
equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo to y
seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos
minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole
la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad —dijo, y su
voz casi se había transformado en un gruñido.
—Tal vez no resucitó a los muertos —murmuró
la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan mareada que se
dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
—Yo no estaba allí, así que no puedo decir
que no lo hizo —repuso el Desequilibrado—. Ojalá hubiera estado allí —añadió
golpeando el suelo con el puño—. No está bien que no estuviera allí, porque
d'haber estao allí yo sabría. Escuche, señora —añadió alzando la voz—, d'haber
estao allí, yo sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de quebrarse y la
cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre contraída
cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
—¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de
mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El
Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le
disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se quitó las
gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y
se detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que estaba medio
sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas cruzadas como
las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado
estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e indefensa.
—Llévensela y déjenla donde dejaron a los
otros —dijo, y tomó al gato, que se estaba refregando contra su pierna.
—Era una charlatana —dijo Bobby Lee, y bajó
a la zanja cantando.
—Habría sido una buena mujer —dijo el
Desequilibrado— si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto
de su vida.
—¡Pequeña diversión! —dijo Bobby Lee.
—Cállate, Bobby Lee —dijo el Desequilibrado—.
No hay verdadero placer