lunes, 4 de mayo de 2015

TIEMPO, Antonio fernández López (Granada, España)

         Para que nadie pueda decir que los temas nos llegan y con la misma premura que nos llegan se nos van,  apuntillamos que ya superan los 7000 los muertos de Nepal y de las zonas del interior casi nadie sabe nada y la ayuda que llega se queda en el aeropuerto y no hay organización suficiente para repartirla con rapidez y a todos los lugares donde la necesidad apremia. Del drama del Mediterráneo, solo sabemos que siguen llegando gota a gota las pateras con gente desesperada y en estos días no tenemos constancia de nuevos naufragios, lo que hay que entender como una buena noticia, sencillamente porque no es mala. Pero la vida sigue y nuestros temas siguen apareciendo con su complejidad.
         Hoy pretendemos comentar la noción del tiempo según las distintas épocas de la vida. En teoría tendríamos que entender que los minutos tienen su duración correspondiente y se miden con el mismo baremo, tanto si estamos hablando de un recién nacido como si se trata de un anciano pero no hay más que abrir un poco la memoria para darnos cuenta que la realidad no es eso lo que nos presenta. En el momento en que una persona ve la luz parece que su tiempo está tan vivo que cada instante cuenta. Como si cada minuto tuviera valor por sí mismo. Y puede que sea así. Con los niños muy pequeños el tiempo se cuenta en horas, en días, en semanas, en meses… Como si el deslizamiento de la vida por el pasar de los días nos fuera facilitando el paso y cada vez nos resultara más fácil deslizarnos a través de los días. Da la sensación de que los primeros días de la vida son tan fundamentales que cada unidad es importante por sí misma. No hay más que recordar y veremos como la medida misma del tiempo se hace en lotes más pequeños y lo comprobamos cuando decimos que un recién nacido tiene ya diez días, como si con eso estuviéramos explicando toda una historia.
         A medida que el tiempo pasa por nosotros o nosotros por el tiempo, las secuencias se van distanciando y cada minuto va perdiendo entidad por sí mismo y se va acumulando en unidades cada vez más grandes: días, semanas, meses, años…y, sin darnos cuenta llega un momento en la vida en que ya hasta el mismo hecho de cumplir años se nos hace demasiado pequeño y el deseo es el de que no cumplamos más.  Con frecuencia sucede que, guiados por las modas de exaltación de la permanente juventud como valor absoluto o como mérito por sí misma, sencillamente decidimos suprimir de nuestro propio calendario el paso del tiempo y escondemos nuestra verdadera edad. No es posible aplicar la razón a semejante actitud pero estoy seguro que todos conocemos personas que sistemáticamente han decidido ignorar la edad que tienen y plantarse en el tiempo y negarse a reconocer que el tiempo pasa por ellos lo mismo que por todos. Es como si entablaran una lucha contra el crono en la que, a base de negarlo, estuvieran  prolongando una juventud imposible o retrasaran la llegada de una vejez inevitable.
         Al margen del seguimiento de modas en las que la juventud y el esplendor que se le supone se convierten en los reyes de la vida a los que hay que aferrarse con desesperación para convertirla en eterna. Seguramente hay otros elementos que también debemos considerar y que nos hablan de la importancia de cada medida del tiempo en función de la época de la vida a la que nos estemos refiriendo. Probablemente una hora en los primeros días de la vida tiene un peso específico en nuestra vida muy superior  al de los 40 años. Los primeros tiempos, lo hemos dicho ya muchas veces y de muchas maneras, tienen el valor de lo nuevo, de lo que empieza y pasan por nosotros o nosotros por ellos haciendo señales, las primeras señales, que se convierten en surcos experimentales y nos van dejando experiencias en las que vamos sustentando los conocimientos posteriores. Por eso decimos tantas veces y de tantas maneras hasta qué punto son fundamentales las primeras sensaciones, porque se convierten en indicadores o guías de nuestra vida.

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