lunes, 14 de marzo de 2016

NONOS VAMOS A MORIR MAÑANA, Geney Beltrán Félixz (fragmento de novela) (Confabulario / El Universaal)


No nos vamos a morir mañana

 GENEY BELTRÁN FÉLIX 
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Apenas lo vio arribar —Claudio llevaba en la derecha su carné electrónico luego del último filtro—, Elisa irguió la mano, sacudió los dedos hacia sí. “Llegaron tres en la madrugada”, le dijo en un susurro en cuanto él inclinó la cabeza. “Y Rigo sigue perdido, en ninguna cantina lo han hallado”. El dolor en la pierna se había extendido a la rodilla, y no quería siquiera pensar Claudio en que el moretón podría llegarle pronto al pie. “¿Rigo borracho? Qué novedad. Y cuando lo encuentren, ¿qué? ¿Murena lo va a correr por fin? ¿O sólo a mí me trae entre ceja y ceja?” La mujer le sonrió como a un niño ingenuo. “Tú que le crees sus amenazas. Rigo es bien chingón, pero no más que tú. Lo que a Murena le causa pensión es que en sus borracheras se junte con quién sabe quién, se vaya de lengua y luego vengan a causar problemas… Pero córrele, Seguridad quiere los tres finiquitos pal mediodía”.
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Claudio cruzó el pasillo lentamente, se detuvo frente al despacho del jefe. Sonaba dentro el timbre de lo que parecía un celular, pero cuando ya casi hacía caer los nudillos sobre la puerta, hizo Claudio mejor el gesto de quien escupe, retomó el camino hacia el ascensor. Ahí en el fondo del pasillo estaba El Cuentachiles, quien luego le señaló la pierna: “¿Y esa renguera, carnal? ¿Es también producto del divorcio? ¿Inés te acomodó una santa madriza antes de tomar el avión?” El rostro flaco y arrugado del chofer lució una mueca sonriente que a Claudio le desató la confianza, llevado por la cual, antes de siquiera percatarse, le hubo de soltar lo que ni a Romo y Rosina se había atrevido.
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“No mames”, contestó el hombre, “si eso se tarda nueve meses. Y pa eso ocupas tirarte a una vieja, cosa que sabemos no te gusta, putirrín. Por algo te dejó la Inés”. Claudio soltó la risotada mientras ambos se metían al ascensor. “Pus ya ves. Y tiene tres años. Es bien guapo como su padre”. “¿Sí es tuyo, estás seguro? Porque si salió guapo en un descuido es mío y yo que ni me acuerdo…” El hombre acompañó a Claudio hasta la cámara de finiquitos, una sala espaciosa de paredes blancas y techo alto en que resonaba el runrún del congelador. Los tres cuerpos se hallaban sobre la plancha. “¿Dónde los tiraron a estos pobres?”, preguntó Claudio. El otro bajó la mirada. “No quieres saber esas cosas, carnal. Murena me llamó a las cinco de la madrugada. Pero no te preocupes: estos de hoy son unos pobres diablos, nadie vendría a causar problemas por ellos…”
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Ya de guantes y cubreboca, Claudio jaló el banco hasta la mesa y sin parsimonia apretó la cara del cuerpo más cercano. Era un hombre alto y delgado, de rostro pálido y ojos grises —sesenta años fácil ya tendría—, destacaba su huesudo cráneo sin cabello. Claudio le alzó un párpado con el pulgar, no dejando ver en su gesto el aire frío de un patólogo que confirma un deceso, sino, ahora, como si a través de ese ojo quisiera decirle a este infortunado que él sabía de su angustia, la de quien querría mas no puede ya responder una palabra: ese pobre tipo ahí estaba, con sus sentidos en efecto aún vivos, oyéndolo todo, cruzado por balas en el abdomen, la voz perdida en una condición fronteriza entre la vida y la muerte, esa larga postrimería en que la conciencia no ha terminado de diluirse aunque el cuerpo ya esté íntegramente desleído de oxígeno. Su trabajo de drenarles la flema y así ayudarlos a terminar de irse por entero hacia la nada lo venía, Claudio, haciendo siempre, los últimos años, con desapego: un cuerpo va, otro viene. Ya los vería, reducidos, en los noticieros de la noche, en los reportes de caídos (números sin nombres) por las refriegas de las que el gobierno insistía en señalarse inocente. Hoy en Claudio eso era distinto: alguien había alterado los patrones de un equilibrio antes basado en la frialdad y el desentendimiento.
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Mientras la rodilla le pulsaba pidiéndole un emplasto, los dedos de un médico, el por qué traslúcido en una radiografía, cayó en la cuenta de cómo le bombeaba la sangre en las sienes, obligándolo a fijar varios segundos más los ojos en el rostro ante sí, como si ahí hubiera bisbiseos, palabras rotas de un evangelio que él y sólo él tuviera que aceptar: ese cuerpo ahí podría llevar un secreto mensaje que él, Claudio sin vocación ni estudios pero que ha venido sobreviviendo por la macabra destreza de sus manos, ha desconocido por ciego, por flácido del alma. Desoyendo la voz del chofer que, así como se revisaba las uñas, le pidió “Cuéntame pues del chilpayate”, Claudio le murmuró al casi cadáver: “Y tú en qué chingadera te habrás metido”, al tiempo que tomaba del instrumental a su derecha una jeringa, y procedía a pinchar el tórax. 
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[…]
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El domingo muy temprano, al regresar del aeropuerto en que despidió a su hermano y cuñada, y al ir ya subiendo las escaleras de su edificio, escuchó el celular. Sofocó un bostezo al recibir la voz de Juliana: “Ulises ya no quiere verte, quiere ver a Tomás. ¿Qué le hiciste?” Había pasado él con su hijo ya dos tardes: la del miércoles en el parque con Rosina y el día anterior: fueron solos al cine y luego a comer a un restaurante con juegos infantiles.
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“Lo de la otra vez fue un accidente, ya te dije. Se zafó del columpio y ni las manos metió antes de pegarse en la cara con el suelo. Tengo testigos de que no fue mi culpa, mi cuñada…” Se detuvo en el rellano de la escalera. Luego de agacharse, aflojó un poco las agujetas del zapato derecho y en ese momento el cansancio y el sueño como que le endurecieron con más crueldad los músculos de la espalda.
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“¿Qué hacemos? Dime, ¿lo tratarás con cuidado?”
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“No hagamos nada. Si no quiere verme, pues ahi muere. Así he estado viviendo, sin saber que tenía un hijo, y mírame”. Se recargó en la pared; cayó en la cuenta, y esto antes de que ella le dijese (como en efecto le dijo): “Óyeme, no te recuerdo así”, de que por vez primera le estaba, él, hablando con hosquedad. ¡Y claro que la deseaba! Cerró los ojos. Por supuesto que había fantaseado con volver a cogérsela. ¿Y entonces? Siguió cerrando los ojos mientras su cerebro le hacía saber que —acaso por el sueño que se cargaba, o por la circunstancia inusual de hoy, al haberse despedido en el aeropuerto de su cuñada y de Romo— lo que huiría en esos momentos de sus labios no habría de poder controlarlo: “Escucha. Cuando anduvimos algo pasó conmigo, no era el yo de siempre… Y no, no era por el alcohol que llegué a sentir por ti todas esas cosas. Pero yo nunca había… así de a de veras, nunca por nadie… Suena mamón, y te aseguro que no me hace sentir bien decírtelo hasta ahora. Pero Inés era igual de fría que yo, por eso embonábamos. Déjame contarte una cosa, no creo habértelo dicho en aquellos tiempos: cuando me dijeron de la muerte de mi padre en el avionazo, no entendí nada, y creo que tampoco sentí nada, sólo veía la confirmación de que dentro de mí había una pura cosa glacial: no sabes con qué distanciamiento escuché la noticia, el llanto de mi mamá… Yo tenía siete años”. Se quedaron en silencio. “En serio, ¿por qué no buscas a Tomás?”
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“Ya lo hice. Pero no aparece por ningún lado…”
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“¿No trabajaban juntos?”
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“Desde hace un año lo corrieron, por sus problemas… Tenía muchos problemas para dejar la heroína… Yo lo estuve manteniendo luego. Desde que se largó nadie me da noticias de él… Y él bien sabe, o sabía, que Ulises lo adora…”
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“¿Y para qué le dijiste que no era su hijo?”
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Ella luego de una larga muda pausa colgó. No le marcó de nueva cuenta Claudio: algún remordimiento se le mantuvo en el tórax por esa última pregunta, pero nada que no se diluyera en los lodos del sueño que entre los ojos le colgaba. ¿Qué sentía con el niño? Era una cosa enredada: entre el orgullo viril de quien aquilata el parecido físico entre ambos como una garantía de su continuidad en el mundo, hasta el rehusarse a la penosa invasión de un ser ahora pequeño que irá creciendo y así exigiendo fragmentos de su futuro, de su tiempo, su energía: hasta, sin duda, por entero vaciarlo. Para eso están los hijos —se decía—: para devorarnos. Y, también, como si la sola existencia de Ulises le cuestionara su mortecino oficio; como si el niño lo pudiera observar desde ya con transparentes ojos, responsabilizándolo por todo lo atroz que, a como creciera, podría él mismo querer llegar a hacer. Estos días se había venido poniendo Claudio tan incómodo al drenar flema en la cámara de semimuertos: creía distinguir signos de alerta, amenazas, en la piel o la cara de este o aquel cuerpo sobre la plancha: acaso este pobre sea un amigo viejo de la secundaria, quizá se lo cruzó hace una semana en un banco, tal vez tiene hijos que: que: Traía mucho sueño…
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En la cámara lo recibió la media luz. Antes de oprimir el interruptor de la entrada escuchó los jadeos. El cuerpo de Rigo se hallaba despatarrado en la mecedora. “Carnal, llegaste justo a tiempo. Pero vas después de mí”. A un lado de la plancha se veía al Cuentachiles de espaldas, con los pantalones abajo: empujaba el cuerpo hacia adelante mientras de sus brazos salían dos piernas morenas sin calzado.
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“¿Y cómo fue que nos tocó un regalito?”, se escuchó Claudio decir.
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El Rigo tenía la mano sobre la bragueta al responder: “Esta vez no se dieron abasto esos putos de Seguridad. Una matazón fenomenal. Siempre se quedan con la mejor carne y sólo nos mandan puro pinche bato correoso, y mira ahora, una señorita por fin…” Cesaron los jadeos del Cuentachiles y el Rigo animoso se puso en pie, hurgándose la hebilla del cinturón. Claudio sintió una como mosca picándole en el ojo. Se llevó la mano a la cara, talló una vez y otra. Se tocó la pierna: ¿no le había estado doliendo este rato? Porque ahora sí. Se acercó a la pared y al levantar la mirada cayó en cuenta de que tenía el cuerpo de la mujer a tres metros: el Rigo ya le levantaba, a la pobre, las piernas —se había acomodado un banquito bajo los pies para que su cintura alcanzara el nivel de la plancha—. Con todo y la irritación, los ojos le fueron poco a poco haciendo ver, a Claudio, el cuerpo: tenía cuatro heridas de bala en el tórax, los ojos tercamente entreabiertos y el pelo oscuro alborotado: “¡Yo la conozco, cabrones!” gritó pero hasta ahí se hubo de quedar porque el dolor en la pierna arreciaba: creía ver el hocico de un perro aferrándosele ahí. Calló entonces, sonrió con nerviosismo: ni el Rigo ni el chofer había reparado en su grito. Condujo la vista a un lado y otro; ¿era ella? ¡Era ella! Él no diría nada, estos culeros ni se podrían imaginar: apenas el Rigo termine, él secuestraría mejor el cuerpo de Juliana. Y luego encerrarla en el departamento de Bosco, cogérsela a diario e irla reavivando (así se tardara meses) a base de tanques de oxígeno y flema robada de los finiquitados cada día —o podría comprar más con sus amigos en el mercado negro.
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“¿No quieres echarte mejor al chilpayate? Yo no le hago a esas cosas, pero tú sí tienes cara de pervertido”, escuchó la voz del Cuentachiles ya por salir de la cámara. La pregunta casi lo hace caer. A un lado de Juliana estaba el cuerpo desnudo de un niño. Con apenas verle la piel blanca dejó Claudio salir un suspiro: no era Ulises. Pero ¿entonces quién era? El chico traía un casco de futbol americano, dorado con una flor de lis en el centro. Claudio le arrancó el casco y hubo de encontrar la cabeza, reducida, de su hermano Romo.
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Fragmentos de la novela corta inédita No nos vamos a morir mañana.
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Geney Beltrán Félix. Editor, traductor, ensayista, crítico literario y novelista. Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos por su ensayo El biógrafo de su lector. En 2015 se hizo acreedor al Premio Bellas Artes de Narrativa Colima por su novela Cualquier Cadáver. También ha publicado la novela Cartas ajenas y el volumen de cuentos Habla de lo que sabes. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
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*FOTO: Con presencia constante en suplementos y revistas de literatura, Geney Beltrán alterna el ejercicio crítico con la escritura de cuentos y novelas/ Germán Espinosa/ EL UNIVERSAL.

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