GENERACIÓN Z POR ALBERTO CHIMAL
El nombre de “generación Z”, pensado para cierto grupo de autores mexicanos, no tiene nada que ver con el narcotráfico. Es un juego más que una marca y tiene que ver con los zombis: con la figura del zombi, o tal vez con su espíritu.
La explicación se divide en dos partes:
1. MELANCÓLICA
Hace falta todavía contar una historia de los escritores, y en especial los narradores, de mi edad: los que se acercaban a los treinta años cuando comenzó el siglo. Hace unos años hubo cierta polémica alrededor de nosotros; no se enteró casi nadie más allá de los propios colegas, como suele suceder en México, pero la discusión giró alrededor de algunos libros de entonces, su mérito o su falta de mérito, lo poco que se parecían a una obra maestra como las de las grandes figuras, y lo que esto implicaba para la generación. Este término se volvió mala palabra. Muchas personas hablaban de la generación sólo para recalcar que no estaban en la generación. Lo que queda ahora de esas discusiones es una idea de esageneración que no resulta una revelación, pues parece referirse a algo como el periódico de ayer o los coches del año pasado: una crisis de los cuarenta que nos regalaron, sobre todo, amigos y conocidos de edad ligeramente menor.
Hubo, sin embargo, una observación interesante que se repitió varias veces. La gente de la generación, se decía, no tiene una propuesta común. Los textos que han publicado no comparten una poética. Todos están, en fin, dispersos, desunidos cuando –presumiblemente– los de otras generaciones habrían escrito de modo más concertado y esto habría sido mejor. La idea ya se había usado para hablar de autores apenas un poco mayores —nacidos en la segunda mitad de los años sesenta— en el prólogo de la antología Dispersión multitudinaria, compilada por Roberto Max y Leonardo Da Jandra y publicada en 1997; diez años después la imagen de la generación dispersa se repitió en muchas ocasiones y se volvió popular.
La imagen, por otro lado, es falsa.
En los mismos años noventa hubo una tendencia que siguieron muchos narradores principiantes de la generación: una más popular que cualquier otra de su momento. Los libros que le sirven ahora de testimonio comenzaron a aparecer precisamente alrededor de 1997: eran novelas y colecciones de cuentos publicados por personas nacidas en los primeros años de los setenta o un poco antes; en general apenas había quien rebasara la treintena. Casi todos esos libros fueron publicados por editoriales independientes, casi subterráneas, o bien por el estado; sólo unos pocos aparecieron en los catálogos de empresas como Planeta, Plaza y Janés, Océano u otras. En su momento, los lectores simplemente no advertimos que todos compartían varios rasgos comunes: narradores pasivos y contemplativos, tramas casi desprovistas de acontecimientos —aunque algunas de sus premisas iniciales fueran estrambóticas o escandalosas—, un ambiente urbano y contemporáneo visto de manera no desapasionada pero sí distante y, sobre todo, una sensación de desencanto: profunda melancolía que desembocaba en amargura, en efusiones sentimentales o en observaciones cínicas sobre una realidad hostil.
Este grupo de textos afines apareció, simplemente, sin que mediara ningún plan ni manifiesto. Algunos tendían a lo experimental, otros se centraban en la exploración de personajes, otros en tramas entendidas de manera más convencional, pero los temas centrales eran siempre dos: el tiempo y la memoria, y todas las historias desembocaban en la misma idea de un daño o una pérdida: en angustia ante el existir en un mundo donde ya nada es posible y sólo se puede repasar lo que fue, lo ya irremediable, lo que no y lo que nunca.
Abundaban ejemplos de la voz narrativa que no podía comenzar a contar su historia, de modo análogo al del narrador de El libro vacío de Josefina Vicens; había personajes vueltos caricatura en bares (con ecos de John Fante o de Charles Bukowski) o dedicados a repetir la misma serie de consideraciones sobre la desesperación o el abandono; había también tramas que optaban por la violencia o la sordidez constantes, o bien que reducían al mínimo su propio peso al contarse como largos pasajes retrospectivos que después eran cuestionados o matizados por sus propios narradores. Tal vez sin que sus autores los hubiesen leído, muchos recordaban también a libros como Los largos días, de Joaquín Armando Chacón, o Ahora que me acuerdo, de Agustín Ramos, que intentaron articular la decepción de quienes habían vivido las luchas políticas de los años sesenta tras la masacre de Tlatelolco en 1968 y el comienzo de la “guerra sucia” mexicana en los años setenta. No todos escribíamos este tipo de narraciones, y más de uno entre quienes escribíamos algo distinto las miraba con desconfianza, pero éramos —evidente, visiblemente— una minoría.
Pienso ahora que este grupo no llamó la atención como podría haberlo hecho por dos razones. Por un lado, los textos eran parte del espíritu de la época. El “fin de siglo”, con sus asociaciones apocalípticas, se había puesto de moda gracias a los medios y se explotaba en ellos de muchas formas; a la vez, tras la caída del Muro de Berlín y de la mayoría de los regímenes comunistas en los tempranos noventa, otra noción popular era la del “fin de la historia”, a partir del libro del politólogo estadunidense Francis Fukuyama, muy discutido en ese tiempo aunque casi nadie lo hubiera leído. La burguesía más o menos ilustrada a la que pertenecía el grueso de los escritores que éramos jóvenes entonces se había quedado sin asidero ideológico, o por lo menos sin sustento para una serie de ideas frívolas y optimistas sobre el futuro que habían sido parte de nuestra educación sentimental y de la cultura popular desde nuestra infancia. Habíamos heredado estas ideas de la contracultura de los años sesenta y habíamos reflexionado tan poco sobre ellas como sobre el libro de Fukuyama o las profecías de Nostradamus.
Además, seguíamos resintiendo el golpe de la crisis económica y política de finales de 1994: a pesar del entusiasmo que todavía provocaba el movimiento del EZLN en Chiapas, el ánimo general se encontraba en un estado semejante al descrito porGeneración X de Douglas Coupland, aquel libro ya olvidado pero que tanto influyó, también, en el imaginario de la época. Las promesas del futuro habían resultado ser mentiras; nuestras “posibilidades de desarrollo” no eran mayores sino menores que las que habían tenido nuestros padres; habíamos llegado tarde a la historia que podíamos comprender y lo que se vislumbraba no era claro ni reconfortante.
La narrativa del tiempo y la memoria documenta, siempre, sufrimientos y pareceres individuales alrededor de esta visión de lo incierto y de la desorientación de un momento en el que —de modo muy semejante a como sucedió en Europa en el periodo entre las dos guerras mundiales— los valores y el pensamiento tradicionales estaban en crisis. El cinismo del temprano siglo XXI tiene su precursor en la perplejidad y el desconsuelo de muchas historias de este momento, cuyos personajes ensayan con frecuencia, mediante prueba y error, formas de articular su pasado (aunque sea para descubrir que es irrecuperable) o de resignarse y soportar su presente.
Por otra parte, las historias de ese momento y ese ánimo apenas dejaron huella. La causa fue, sobre todo, que la mayoría de los textos apenas se difundieron. Durante los noventa hubo un gran auge de la publicación “no comercial” de escritores jóvenes, al amparo de proyectos independientes o contraculturales o de iniciativas del Estado como el Conaculta, pero el aumento en la publicación no estuvo acompañado por nuevas formas de distribución que le permitieran llegar más allá de unos pocos lectores: todo esto ocurrió justamente antes de que las tecnologías de internet se volvieran populares y modificaran por completo, como lo han hecho, las alternativas de la edición independiente en el país. Para ser precisos, la mayoría de los textos del tiempo y la memoria no aparecieron siquiera en libros sino en revistas: publicaciones de tirada diminuta, casi invariablemente de corta vida, con nombres como Ostraco, Pedimos la Palabra o Cuadernos del Canguro Bolsón, o bien en colecciones de plaquettes. Y los libros tenían, en general, los mismos problemas que estas publicaciones. Aunque en algunas hemerotecas se pueden encontrar ejemplares de revistas y plaquettes y también documentos acerca de la recepción y crítica de muchos libros —reseñas, noticias de presentaciones, etc.—, lo cierto es que casi todos los tirajes quedaron sin leerse más allá del círculo muy reducido de los conocidos de sus autores y el “medio” literario en el que se desenvolvieran. De esta manera se encontró mi “generación” con el problema de la ausencia de grandes masas de lectores, que es de todo Occidente desde comienzos del sigloXX pero más agudo en un país como México, con el sistema educativo en crisis perpetua que tenemos.
Hay que agregar, por supuesto, que la calidad de lo publicado era irregular, como cabía esperar, y en general no muy elevada. De los libros, quedan pocos siquiera con algún interés histórico y sólo un puñado de ellos merece releerse y reconsiderarse; entre esos pocos textos rescatables estarían Marcos’ fashion (1997), de Edgardo Bermejo —cuyo subtítulo podría haber sido un lema: “de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo”—, Tránsito obligatorio (1995) de Alejandra Bernal, Los extraditables (1999) de Marcela Rodríguez Loreto y los que me parecen los tres mejores de todo ese movimiento virtual, descentrado pero no inexistente: No volverán los trenes (1998) de Andrés Acosta, La risa de las azucenas (1997) de Socorro Venegas e Y por qué no tenemos otro perro (1997) de José Ramón Ruisánchez (es significativo que los tres haya sido publicados en el Fondo Editorial Tierra Adentro del Conaculta).
Un resumen de la narrativa de mi generación hecho en ese momento y centrado en los textos del tiempo y la memoria, como si éstos fueran todo lo que hubiésemos podido producir, sería injusto, evidentemente, pero no es posible negar que, a pesar de muchos momentos estimables e incluso brillantes, ninguno de estos libros podría considerarse la mejor obra de sus autores ni un libro central de la narrativa mexicana.
En los primeros años del siglo XXI, la narrativa del tiempo y la memoria desapareció.
Ahora da la impresión de que ocurrió de la noche a la mañana: el “grupo” del tiempo y la memoria, que no había terminado de destacarse ni ofrecido una obra maestra, dejó de representar una tendencia mayoritaria porque la mayoría de sus autores simplemente dejó de escribir. Ésta, y no las que le han colgado luego, es la derrota de la narrativa de mi generación: todas se desgastan, por supuesto, y en ese desgaste todas demuestran la necesidad de la persistencia (la verdad de la imagen de la escritura literaria como una carrera de resistencia), pero lo sucedido fue el equivalente de una extinción en masa: probablemente el fin de miles de carreras y proyectos. ¿Qué produjo el desencanto de tantas personas? Además de las razones individuales de cada autor, que rara vez podrán determinarse, los últimos años del sigloXX y los primeros del XXI fueron de pasmo y desconcierto general: a las convulsiones locales se agregaron cambios violentos en el mundo entero que no sólo fueron profundos sino que llegaron muy rápidamente, uno tras otro, durante años. El presente comenzó a cambiar muy velozmente cuando —pienso— todavía no nos acostumbrábamos como generación a las circunstancias que parecían habernos tocado a comienzos de los años noventa, o peor todavía: cuando muchos escritores ya habían fijado sus temas y sus obsesiones. Éstas se volvieron obsoletas: la reflexión sobre el tiempo y la memoria dejó de tener sentido antes de que hubiese podido dar sus mejores frutos. A todo lo que ya se había vivido se agregó la popularización del uso de internet (que ahora parece un cambio mucho más profundo que los otros), el surgimiento del “nuevo orden mundial” y, en México, el paso a una nueva etapa de nuestra lentísima transición democrática, que no sólo no se aceleró sino que ha terminado por desembocar, como sabemos, en un gravísimo deterioro del tejido social. El sentido de nuestra época —de lo que podría haber sido nuestra época— cambió rápidamente y varias veces antes de que pudiéramos terminar de asirlo. Ya he mencionado la sensación de “llegar tarde” a la que se refieren muchos textos del tiempo y la memoria: en los noventa debo haber leído al menos una docena de veces, en cuentos y novelas, la frase “La fiesta comenzó sin nosotros” u otras muy parecidas, y es muy triste constatar que los autores se referían a la vida de sus padres o sus hermanos mayores: los grandes acontecimientos de los años sesenta y de sus primeros años de infancia, y no a lo que pasaba realmente entonces, ante sus narices. Llegaron tarde —llegamos tarde— dos veces.
No es imposible que en el futuro se pueda escribir todavía un testimonio de esto: un relato de este vértigo, estas incertidumbres, esta ceguera y esta frustración, capaz de poner en perspectiva el trabajo de tantas personas y lo que vivieron. De momento ese texto no existe. En eso, por lo demás, la época se parece a otras. No hay todavía una novela definitiva sobre los movimientos sociales de 68, por ejemplo, ni sobre las transformaciones de los años ochenta, de las que los terremotos de 1985 podrían ser, aún, una metáfora poderosa.
Entretanto la impresión que queda es, desde luego, de vacío. El que una población viva tiempos interesantes no quiere decir que deba o pueda estar a la altura de sus circunstancias. La narrativa del tiempo y la memoria seguirá siendo invisible. La palabra generación seguirá, al menos por un tiempo, cargada de esas connotaciones desagradables.
2. ZOMBI
Para precisar o matizar lo anterior, hay que agregar lo siguiente: no todos en la generación hemos muerto, ni de veras ni para la literatura. No todos escribimos entonces, ni ahora, de esos temas dolorosos y melancólicos. Y la perplejidad, la desorientación y la frustración no sólo fueron experiencias de escritores. Y además están los zombis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario