lunes, 13 de junio de 2016

A PARTIR, MUCHAHOS y SIN VIENTOS, Alejandra Sotelo Federland (Buenos Aires, Argentina)

BREST, Francia, 1861.                              El puerto de Brest, Circa 1855.
El balanceo del barco amarrado al muelle, que ya muchos miraban como algo a lo que había que acostumbrarse, o un preludio, una profecía de mayores calamidades una vez que la nave se internara en el Océano, no la perturbo en lo mas mínimo, mejor aún aquel movimiento le era agradable, como si todo el barco fuera una enorme cuna que la mecía, le cantaba alguna nana, una nana de despedida.
Ya nadie instaba a apurarse como cuando estaban en tierra, que todos parecían perseguidos por las Furias, como si no quisieran estar ni un minuto más en su tierra: desde el largo camino en el carro saltando sobre los bártulos, se lo gritan desde que sale de su casa en el campo los muchachones que se quedan pastando o van a las tareas rurales, las dependientas de las tiendas de poca monta soñando con las Américas, los que viajan, recordándole a cada instante que no le queda otro remedio, otro camino, otro destino. Se lo graban en cada rincón de la cabeza y hasta los cabellos del moño, las voces de los viejos que no pueden soñar con irse, de los hombres en tono perentorio, y de las viejas que   parecen recordárselo como el latido de un corazón:
-       ' ¡A partir, muchacha'- sin descifrar si era una orden, una bendición, un mantra. Una frase repetida que se colaba en el puerto, una babel de gente en la cual va enlazada a su gente, no por miedo sino para no perderse en un mar no de agua sinó de gentes que parecen hormigas arremolinadas, mientras la frase rebota entre los saludos, las despedidas de grupos de viajeros de distinta laya; los rateros que quieren hacer su agosto,  los vendedores de frutas, comidas, fruslerías, un último recuerdo de la Francia.
 -        A partir, muchacha- informó un adusto inspector de Aduanas una vez chequeados los documentos, simples papeles, de quienes la acompañaban y los autorizo a abordar, siendo recibidos por aquella zaranda de agua. Era una sensación maravillosa ser acunado por las deidades del agua, un gesto casi maternal de cariño, de dulzura; no comprendía porque la mayoría acomodaba sus petates donde pudiera con  expresiones talladas por el dolor, la tristeza, la preocupación, el miedo: para la mayoría de aquellos que se embarcaban buscando mejores horizontes para su vida, la esperanza era un pájaro que solo hacia un  rápido planeo, demasiado breve, como para contrarrestar al resto de emociones que se colaban como polizones entre los bultos del equipaje.
Sin embargo, se le antojaba una aventura fascinante, como tantas que había oído en sus pocos años, solo que no iba a escucharla sino a vivirla, cosa que avisó con estruendo la sirena estridente del buque. En una de las tantas cubiertas abarrotadas, por encima de su cabeza, vio como los uniformados marineros que ya tenían dispuesto lo necesario en las alturas, grandes paños como sábanas, pero a su nivel  tenían problemas para ubicar las planchadas de acceso entre medio del gentío que colmaba la nave. Vio  como los mal presentados y hasta sucios obreros del puerto con una rapidez increíble, desamarraron las maromas más gruesas que sus brazos, que el brazo de un hombre incluso; tironeó la falda de su tía para indicarle algo, pero el rostro de esta era una catarata de lágrimas, y el de su tío una máscara impenetrable. Los marineros a bordo recogieron aquellos cabos que se le antojaron fantásticos como  los tentáculos de un pulpo gigantesco que se replegaba a dormir;  y, con otro silbido que hizo trizas el aire de Brest, los  remolcadores a fuerza de remo arrancaron de una vez y para siempre no solo un barco, sino a cientos de personas de su tierra en Francia. La abarrotada proa enfilo decidida aguas afuera, pero  como muchos giro la cabeza hacia atrás justo a tiempo para ver la popa, rezagada que se negaba a separarse del muelle y solo la fuerza bruta ejercida por aquellos brazos sobre los botes lograban aquella diagonal línea de zarpada, aquel corredor del antes y del después de un destino.
Sonó nuevamente la sirena más tiempo, estridente, penetrante, doliente y vio por sobre sus cabezas el aletear de los pañuelos  y las frases que voz en cuello se dirigían desde y hacia el muelle.
- ¡Escríbeme!
- ¡No nos olvides!
- ¡Avisa cuando podamos viajar!
- Adieu!
Frases entre las familias que ese ulular parecía partir en varios pedazos, los que estaban a bordo y los del muelle, por igual tenían la garganta anudada y los ojos anegados por un mar propio.
Los sonidos de las voces de tierra se escuchaban cada vez mas débiles, cada tanto solo alguna voz forzada lograba hacerse oír, alguna promesa de amor eterno, de espera, de paciencia, un amor confesado a destiempo; el balanceo se hizo más notorio como si aquel mar quisiera acunar por última vez a los suyos, confortarlos, mientras de la chimenea una nube de humo negro empezó a trazar pinceladas sobre el lienzo del cielo.
La nave empezaría a moverse por sus propios medios, pensó;  para quien no tenía de quien despedirse, era como estar sobre un ser viviente, un gigantesco monstruo marino, benigno que los cargaba en sus entrañas, en su lomo...
Vio como los gruesos cables que los unían a los remolcadores eran liberados uno a uno, y  cuando el ultimo chasqueó, caracoleando en el aire, cortaba el ultimo cordón que lo ataba a la vieja Patria.
Brinco de alegría al ver que la elegante escritura de humo era ahora un denso penacho, y la mano de algún hombre de su familia o de su pueblo sobre su hombro refreno tanta alegría, se limitó a mirar hacia abajo y al instante olvido aquella presión que la contenía mirando las ondas del agua que se deslizaban a lo largo del casco, una tras otra, persiguiéndose mutuamente.
Era algo maravilloso, y sin embargo, un vistazo a la abarrotadísima proa le mostraba las mil caras del dolor y del quebranto: juntos el monárquico y el republicano, el campesino, el comerciante arruinado dejaban atrás diferencias y se hallaban hermanados quisieran o no, en aquella masa de seres que según escucho por primera vez, emigraba.
Miro una vez más las ondas que jugaban a lo largo de la línea de flotación, el penacho de humo denso, y aquellos paños enormes que colgaban como sábanas que empezaban a tomar la forma de  vientre de mujer grávida;  y el subir y bajar alternativamente, algo que le recordaba al viejo caballito de madera familiar  donde jugaba a ser un valiente jinete y realizar proezas de hombre siendo solo una niña, una muchacha. Una muchacha con sus padres muertos, y el último intento por casarse fallido que solo le dejaban como camino el surcar las aguas y ver que había más allá: más allá de las aguas y de un hemisferio, más allá de medio mundo. Un subir y bajar más pronunciado la hizo reír en voz alta: era una aventura fantástica y sim embargo su tío la reconvino:
- Compórtate bien, Catherine. Para eso eres una Coirtoix.
Ser una Coirtoix implicaba muchas cosas; algunas de las cuales las hacía de buen grado y hasta con alegría. Debía ser una una buena chiquilla, ser buena alumna, tener bella letra, ser buena con su madre, cosas que le salían quizás naturalmente. Quería a su madre, era fácil ser buena alumna y le gustaba que se lo dijeran. Ser Coirtoix también incluía ser de carácter manso, dócil, aprender a bordar bien ya fuere por educación de una señorita o por motivos laborales,  y jamás contradecir a un hombre; de todo eso lo que mejor le salía era coser y bordar.
Ser Coirtoix era fácil dentro del mundo de su hogar, aunque le llegaran a sus oídos comentarios como que sus padres le estaban dando demasiada ala a una chiquilla sin mayores chances en el mundo; aunque le regalaran la mejor educación que pudieran y fuera una aventajada alumna, estos carecían de experiencia y mundo: eran gente encorsetada en el rígido entramado social, arraigados al trabajo, la pobreza y la falta de oportunidades. Sin nadie que le abriera camino en el mundo, los conocimientos de mujer de hierbas de su madre, los suyos de la escuela, el bordado y la bella letra se estrellarían contra la dura realidad del mundo que afora la gente según se tenga, según se vista y según a que escalón se pertenezca.

-   Ayuda a tu tía- la orden de su tío que el tono no dejaba lugar a dudas le recordaba esto. Su tía estaba mareada con el movimiento del buque, pero no tenía la menor intención de meterse dentro de este. Le divertía el movimiento pronunciado, y con este,  acompañó a su tía que iba a trompicones hasta la borda, como muchos que estaban en peor estado que ella, frotándole la espalda a veces arqueada.

-   ¿Tía?- y esta de tanto ver a otros echar por la boca desde la esperanza hasta la codicia de enriquecerse en las Américas, se deshace en bilis.  El estómago también le aprieta a la buena Coritoix, pero por otros motivos. Como fuere, el mundo que conoce se desvanece ante sus ojos y por primera vez siente la estocada del dolor en su carne; se arquea también pero lo que la doblega es un dolor de otra índole que le quema la boca del estómago  y duele como el infierno mientras mira esa línea de agua que se sucede ondulante sobre los maderos bamboleantes, la ultima esperanza que le queda, después que su pasaje fuera pagado con el ultimo dinero que le dejara de tapadillo su madre.

Pese al dolor, le pasa un pañuelo a su tía,  dice las palabras amables que se esperan de ella, mientras el mundo empieza a girar en todas direcciones, arriba-abajo, un costado-otro costado, arriba-costado, abajo-otro costado, y las cosas empiezan a perder el sentido. Francia es apenas una linea dibujada en el horizonte, hecha por un Dios que quizás escriba derecho con lineas torcidas, rotas, desgarradas, que apenas se entreveen en la lejanía de la calma repentina del viento en el que se mueve el barco, y el motorcito apenas si lo mantiene en curso. Todo pierde sentido y cuando las arcadas de su tía cesan, la acompaña contra unos rollos de gruesos cabos y la ayuda a sentarse dejándose caer a su lado, pañuelo en mano, siendo la buena chica dispuesta a ayudar aunque se haya derrumbado. Fue allí cuando la vio.

Parecía mas joven de lo que era, mas pequeña, frágil, y mas que una “mala mujer”, muy sola. El cabello rubio muy claro quizás le daba la mala fama, el vestido de mejor calidad y el modesto sombrerito también pero la tristeza estaba tallada en sus facciones e inundaba sus ojos claros. Aprovechando que su tia se adormilaba, se acerco hasta ella a pedirle agua de la cantimplora que llevaba en bandolera y se puso a conversar con ella.
- Esto no es nada- dijo la muchachita apenas mareada – Espera que el barco se interne en el Oceáno y lo que has visto no es nada.- Decía llamarse Clementine pero hablaba con acento extranjero y quizás por fin, a esa muchachita de negros ojos que empezaban a combar la tristeza y de cabellos oscuros no afectados todavía  por la sal, que le dijo llamarse Catherine, bien podía contarle su historia, entre las personas mas desparramadas que sentadas sobre la cubierta poco dispuestos a refugiarse en la estructura del navío, y donde los marineros deben esquivarlos si deben maniobrar, mientras mira a tu tía que yace sentada  mirando el ultimo rastro de su tierra por el espacio abierto en la borda, la muchacha le dice que es para dejar salir el agua. Dejar salir el agua durante las  tormentas, le explica con un fría calma que contradice sus años. Con su carácter naturalmente expansivo y espontáneo, sin medias tintas, se dispuso a internarse en la historia de la otra,  tan fría y calmada.
 - Quiero irme. Quiero irme. Quiero irme- susurraba la pobre  Uthe mirando desde el ventanuco carente de vidrio a la calle, y estirando su brazo, abriendo como una flor su mano sobre el aire.
No sabía bien a donde, ni como, ni cuándo, ni a hacer qué. Solo sabía que quería irse de allí, y lo único que podía hacer era sacar su flaco bracito por el agujero por donde el frío entraba sin pedir permiso y acariciar esa porción de libertad.
Aquel agujero, le mostraba tanto los carruajes con grandes señores, damas de sociedad, el presunto buen pasar de las burguesas, y el apuro de los pobres, cargados de elementos de trabajo, con sus ropas amarronadas o grisáceas ya fuera según el uso o la suciedad. Eran más los marrones y grises que los demás juntos, pero nadie se detenía a mirar hacia arriba, donde por aquel ventanuco mal hecho, la pequeña manito trataba de asir el aire. Nada de aquello le pertenecía, ni el carillón que daba la hora, ni las campanas de las iglesias, o el campanilleo alegre de algún vendedor, ni el perfume de la vendedora de flores, el aroma del pan recién horneado que voceaba un panadero, las gallinas camino al mercado y su muerte, las risas de un grupo de muchachas trabajadoras, la seriedad de las damas, o las dichas de algún enamorado o los quebrantos del amor; solo podía reconocer el dolor de algún cortejo fúnebre, pero nada más, abrir su agrietada y joven mano en el vacío para intentar tocar  un poco de aquella vida que sólo veía pasar.

- Uthe Lassen- llamó una voz seca, dura como el metal y así de fría - ¿qué está haciendo la señorita allí arriba?
- Desmanchando las camisas, señora- respondió con docilidad, una docilidad estudiada, porque si a alguien odiaba más que al Demonio era a la preceptora, un odio mutuo.- Quedarán como nuevas.
- Más te vale, hace horas que estás ahí. Baja de una vez, ¿es que no escuchas el llamado para orar?
- El gremio de los pañeros es muy exigente y yo también. No me perdonaría que se quejen que no tienen su ropa blanca como se merecen- dijo bajando rápidamente y con la cabeza gacha, como correspondía, lo que dejó a su vista sus suecos gastados, y su vestido gris oscuro, de tela gastada, deprimente.
- ¿Cómo es que no estás mojada? - la preceptora la tiró del rubio cabello que escapaba de la seria toca, mirando su ropa seca, y duplicó el tirón del pelo liso, casi corto, como corresponde a una huérfana.
- Cuido la ropa que me provee el Buen Señor y las buenas gentes - para sus 13 años había aprendido a mentir con ligereza y naturalidad, no tenía nada que agradecerle a los pañeros que cedían aquellas telas bastas, finas, para morir de frio, y de un color de gris tan triste que nadie en su sano juicio usaría para los vestidos y era preferible el gris de la suciedad. Los odiaba, como odiaba a todo allí - Hay tantos niños necesitados que no pueden darme un vestido nuevo a cada rato.
La mujer la estudio con sus ojillos pequeños, calculó el impacto de un golpe de su corpachón contra la flaca criatura, su respuesta que se le antojo falsa; en cuarenta y tantos años la mujer había aprendido a detectar mentiras y respuestas estudiadas como esa. Pese a todo la soltó y de un empujón le hizo bajar 3 escalones.
- Rápido, a orar y prepararse para ir a la cama, que mañana es sábado, día del señor.- le recordó.
 Sin embargo, antes de entrar al refectorio, la desnuda sala donde todas las huérfanas se reunían a rezar largamente y comer brevemente como buenas calvinistas, la esperaba otra sorpresa -le tocaba en echadas suertes o más bien desgracias, lavar los trastos y el lugar-, y en verdad la niña maldijo el día que había empezado mal. Ya su vecina de jergón la había molestado con sus ruidos durante la noche: dos años mayor se revolvía en el  lecho en un caldo que no comprendía. A veces por la escasa luz que penetraba por las estrechas  ventanas, veía las cobijas  retorcíendose como serpientes enroscándose, un culebreo, y algún sonido que  no la dejaba dormir. Al parecer era la única que se despertaba, las demás dormían o fingían hacerlo. Se había despertado cansada y su demora en levantarse fue castigada. Recibió tres golpes y tuvo que hacer y deshacer dos veces su jergón, y llegar a tomar apenas dos cucharadas de avena por el retraso, para ir a la clase.
La clase era un eufemismo. No aprendían nada interesante, salvo como ser mejores sirvientas, lavanderas, nada de verdadero conocimiento, nada de poder escribir como su padre o hacer cálculos como hacía su madre y abuela.
  
A diferencia de muchas, Uthe podía remontar su ascendencia no solo hasta su padre y madre, sino hasta sus abuelos maternos, y recordar algo de su lejana -más bien otra vida- de infancia, cuando vivían todos juntos, una época que se le antojaba como una época gloriosa, iluminada por el mejor sol del mundo. Poco importaba que vivieran en una cabaña donde el mueble más importante era la chimenea y cocina donde siempre pendía una olla sahumando el ambiente con el aroma del plato del día, dos escabeles para los abuelos, una silla enclenque para el padre, un banquito para la madre y  la paja limpia en el suelo para acomodarse ella y sus hermanos varones cada cual  como pudiera. Era una buena época, la mejor de todas cuando se levantaba, se embutía en sus vestidos que de alguna forma siempre estaban como para ir a la feria, su madre o su abuela trenzaban su cabello al que llamaban 'de ángel' y la coronaban con una toca blanca como la nieve. Era maravilloso salir corriendo tras sus hermanos entre los pastos que acariciaban sus piernas, las flores silvestres, maravillosas y radiantes en su sencillez le sonreían y las nubes cotilleaban y hacían apuestas acerca de quién de los hermanos llegaría primero al establo para empezar a ordeñar las vacas. Era un trabajo pero también un juego, por su edad, el primer jarro de leche recién ordeñada, tibia, a la temperatura de la vaca era para ella, y sus hermanos reían del blanco bigote que el jarro de hojalata le dejaba en el labio. Podía correr tras los abuelos, hacer que ayudaba a su abuela con la colada, como llamaban sin saber porque al lavado de ropa y ver los trucos de esta para sacar o en el peor de los casos, ocultar manchas en la ropa que se usaba una y otra vez. La sonrisa del su abuelo, cuando muy seria y creyéndose mayor de lo que era, iba con un cazo de agua mientras este trabajaba entre maderas; no recordaba bien que cosas hacía, solo que estaba siempre entre maderos, y como este simulaba que sin su ayuda, sin el agua de la vida que portaba no lograría terminar el trabajo y desfallecería. Acompañar a su madre a las ferias, imitar su ropa, su cofia, o quedarse fascinada con su padre en el pequeño molino, donde la tela gastada de las aspas se movía en un círculo eterno como una gigantesca cometa, un insecto gigante en medio del prado, y desde la altura de la ventana en la cilíndrica construcción, maravillarse de la altura del dique portentoso y más allá de este bañados, un barrizal eterno y a lo lejos, el brillo enceguecedor  del mar.
Hasta el invierno, con su manto blanco de nieve podía ser mágico, aun cuando parecieran fardos de tanta ropa superpuesta y aun así, se quejaran del frio, lo cual no impedía que jugaran con la nieve o patinaran en las leves capas de hielo; o cuando se quedaban todos en la cabaña, mágicamente calentada por la chimenea donde entre el cric-crac con que protestaba la madera, o el olor de la boñiga, se cocía el caldo de la vida. La vida había sido generosa entonces. Maravillosa. Solo que Holanda tenía un vecino peligroso, y ese peligro venía de ese maravilloso brillo de joya centelleante llamado mar. Nunca, pero nunca, fiarse del mar.

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