jueves, 27 de junio de 2013

LA LLAMA INEXTINGUIBLE, David Huerta (Tomado de la Revista de la UNAM)

Los libros sin ilustraciones “ni diálogos”, piensa Alicia al principio del libro donde se cuentan sus aventuras, no valen la pena. ¿Texto y texto solamente; texto página tras página, sin imágenes, dibujos, mapas, retratos, estampas, paisajes? No: ¡inconcebible, inadmisible! Un libro debe contener ilustraciones, de ser posible bien anudadas al texto y para acompañarlo y cumplir con la noble finalidad de darle animación visible a la tipografía, invento inerte.
Eso opina el personaje más famoso de Lewis Carroll. Es perfectamente posible opinar lo contrario: las imágenes impresas en los libros distraen, contaminan, pervierten la pura experiencia literaria, el contacto con las letras y su elocuencia heroica, su garrulería abismal; conforme las letras se enlazan en palabras y las palabras en frases y éstas, a su vez, en oraciones y cláusulas (o en versos y estrofas), deben irle bastando al lector, ese individuo peculiar —el lector: colmo de la civilización, según he oído por ahí.
Se trata de posturas extremas y aquí nadie va a zanjar esa disputa menor de la cultura libresca. Debe decirse cuanto antes, sin embargo, lo siguiente: hay libros hechos de puras letras, autosuficientes en su discurrir tipográfico y textual; hay libros con ilustraciones y textos, también inañadibles, por así decirlo, o virtuosamente autónomos. (Una clase rara de libros es la de los libros con ilustraciones solamente, sin texto; conozco uno y reside en la parte superior de mi cama —es uno de mis “libros de cabecera”—: cuenta la historia de un niño y un armadillo, y lo hace con solas imágenes).
En casi todas las bibliotecas domésticas a mi alcance, he visto, asimismo, una clase de libros de lujo, suntuosos, y a menudo muy bellos: los catálogos de exposiciones pictóricas. (Yo mismo poseo algunos de esos catálogos). Cierto: en ellos importa menos el texto y son esenciales, en cambio, las imágenes de los cuadros reproducidos. Esos tomos suelen ser obras de gran formato; algunos evocan directamente, por sus dimensiones, los museos o galerías donde han tenido lugar las exposiciones de las cuales son documentos formidables: resultan una especie de maquetas o modelos a escala de los espacios públicos, o semipúblicos, donde los cuadros fueron expuestos. Las exposiciones de artes plásticas —pintura, escultura, dibujo…— son el origen o están en la raíz de esos volúmenes. Excepcionalmente, los textos alcanzan ahí interés por sí mismos: cuando eso sucede, la escritura acompaña e “ilustra” las imágenes, al revés de lo acostumbrado (es decir: las imágenes ilustradoras de lo dicho en el texto).
Los cuatro párrafos anteriores pueden pasarse por alto, si se desea, como una módica colección de lugares comunes. Se me antoja pensar, empero, lo siguiente: preparan el terreno para el tema de estos renglones, con ese encabezado astronómico evocado o convocado por la hermosa palabra “estrella” y esa otra palabra resonante y tan prometedora: el adjetivo “inextinguible”. Una estrella; por añadidura, inextinguible: ¿cuál es el tema, en fin, de todo esto? Una estrella brilla y perdura, quizá para siempre. En el orbe de la literatura, los astros más deslumbrantes son los grandes poetas. He aquí el tema.
Como en cifra, registremos la gravitación gongorina de los años 2012 y 2013, los del cuarto centenario de los grandes poemas de don Luis de Góngora y Argote (1561-1627): las Soledades y la Fábula de Polifemo y Galatea, compuestos por el poeta cordobés y puestos en circulación hace 400 años, en 1612 y 1613. La estrella inextinguible es Góngora: su obra magnífica, sus poemas. Con esa frase se le dio título a una exposición montada en Madrid y en Córdoba en 2012. El catálogo de la exposición gongorina “La estrella inextinguible” (subtítulada “Magnitud estética y universo contemporáneo”) es el asunto, pues, de esta “agua aérea”.
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Pablo Picasso, Góngora, 1947-1948
©Wikicommons
Aclaro de una buena vez: no asistí a la exposición. A cambio de ello, poseo desde hace algunas semanas el catálogo, puesto en mis manos por la magia de la amistad, en un reciente viaje a España.
El catálogo no es un mero sustituto de la exposición: la ilustra, la documenta, la celebra, desde luego; pero tiene, aun podría decirse, algunas ventajas sobre la exposición: permite, por ejemplo, leer con todo detenimiento los ensayos de la plana mayor del gongorismo moderno. Ese solo hecho convierte al catálogo de “La estrella inextinguible” en un libro único: sus imágenes son extraordinarias, desde luego; pero sus textos no lo son menos. De ahí su originalidad. Ahora está domiciliado en los estantes de mi biblioteca doméstica junto al libro gongorino de Pablo Picasso, regalo generosísimo de la familia Férez Kuri.
Así, entonces, ¿cómo es ese catálogo, cómo fue la exposición? Ya está insinuado antes, pero trataré de explicarlo un poco mejor. Cuando me refiero a la “plana mayor del gongorismo moderno”, pienso en los nombres más notorios de esa comunidad ilustre: Robert Jammes, Antonio Carreira, Mercedes Blanco, Amelia de Paz, cuatro estudiosos, investigadores, filólogos y críticos como cuatro puntos cardinales de una posible carta celeste gongorina, cuyo centro —centro solar: estrella inextinguible— deberá ser la poesía toda del gran cordobés.
“Gongorismo moderno” es una expresión contrastante, por implicación, con otros dos tipos de gongorismo, por lo menos: el del siglo XVII , en primer lugar; el de la primera mitad del siglo XX, en segundo. El primero está formado por un grupo de grandes lectores, algunos de ellos amigos, o conocidos personales, de don Luis: García de Salcedo Coronel, Pedro Díaz de Rivas, el Abad de Rute (Francisco Fernández de Córdoba), Pedro de Valencia. Los gongoristas de la primera mitad del siglo XX son más o menos fáciles de enumerar; he aquí algunos de sus nombres: Alfonso Reyes, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Biruté Ciplijauskaité, Zdislas Milner, los hermanos Juan e Isabel Millé.
El profesor francés Robert Jammes, de la Universidad de Toulouse Le Mirail, nació en el año paradigmático del gongorismo moderno: 1927, fecha de conmemoración del tercer centenario de la muerte del poeta. En mi experiencia lectora, los libros de Jammes ocupan un primerísimo sitio: su inteligencia crítica y su sensibilidad literaria, sus conocimientos históricos y su lucidez filológica lo sitúan al lado de los grandes autores del pensamiento moderno en el campo literario. Algo semejante debe decirse de Antonio Carreira, un gallego enérgico cuya potencia de trabajo apenas tiene parangón: para demostrarlo me bastaría mencionar únicamente, entre decenas de trabajos suyos dentro del orbe gongorino, los cuatro volúmenes de su edición crítica (es decir,variorum) de los romances de don Luis.
El lugar eminente de Robert Jammes en el gongorismo moderno está indicado, en el marco de “La estrella inextinguible” —aquí me refiero específicamente al catálogo—, por este hecho: el primer texto está firmado por él. Es el decano, ha sido el maestro de muchos de los otros autores de ensayos y estudios, sus libros continuaron, ensanchándola y profundizándola —con frecuencia, polemizando con ella y enmendándola— la obra gongorina de Dámaso Alonso. Por eso tiene ese lugar en este gran documento gongorino del siglo XXI.
Así como Jammes y Carreira recogieron en su momento la estafeta de los estudiosos de la primera mitad del siglo, en primer lugar de Dámaso Alonso; así, también, ellos tienen herederos cuyas contribuciones ya ocupan lugares notables; pienso, sobre todo, en la investigadora Amelia de Paz. A ella se debe el más grande descubrimiento archivístico del gongorismo en estos años: el hallazgo de un manuscrito autógrafo de don Luis en los acervos de la Inquisición: una extraordinaria querella en contra de un obispo de conducta irregular, denunciado por el poeta. El documento tiene un limitado interés poético; pero su valor para los estudios biográficos del “cisne andaluz” es y será, sin duda alguna, inmenso.
Podría escribir páginas y páginas repletas de entusiasmo sobre los textos dedicados al poeta-racionero. Debo ocuparme de las imágenes de este catálogo: un gozoso deber, por supuesto.
El retrato de Góngora hecho por Diego Velázquez forma parte del acervo del Museo de Bellas Artes de Boston y está, como no podría ser de otra manera, en el catálogo aquí comentado. Lo menciono por una razón cardinal: la opinión corriente acerca de Góngora depende en buena medida de ese retrato. Es un hecho curioso: muchas personas podrán no haber leído un solo verso de don Luis pero sí han visto el retrato velazqueño y afirman, como si de veras se hubieran enterado: “Góngora era un hombre muy severo, muy grave. Todo lo miraba con el ceño fruncido, considerándolo en su importancia y su trascendencia”. Es decir, era un pesado (un “pesao”, para ponerlo a la andaluza).
Los testimonios indican lo contrario: la ligereza de espíritu del poeta, su sentido del humor, su cordialidad, su buen talante. El retrato de Velázquez corresponde, sí, a un cortesano ceñudo, pues Góngora lo fue durante un tiempo lleno de pesares y contratiempos. Pero no pinta o comunica lo principal de su personalidad, es decir: su luz deslumbradora de “estrella inextinguible”. El retrato de Góngora por Picasso, hecho en 1948 para ilustrar una traducción al francés de veinte sonetos de don Luis, procede del cuadro velazqueño.
A la casa de los Góngora iba de visita el sabio Ambrosio de Morales —anticuario y arqueólogo avant la lettre— y él fue el primero en entender el genio naciente, en formación, de esa inteligencia luminosa: el adolescente Luis, hijo de don Francisco de Argote y doña Leonor Góngora —los apellidos trocaron lugares más adelante—, era muy diestro con las palabras, de ingenio rápido y agudo: eso lo vio Morales con claridad y lo proclamó ante el universo mundo. “¡Qué gran ingenio tienes, muchacho!”, exclamó Ambrosio de Morales.
Me acerco al final de estos renglones y apenas he hablado del catálogo. Si comenzara a ocuparme como quisiera de este enorme volumen, nunca terminaría: me harían falta horas y horas, planas y planas de nuestra revista.
El catálogo tiene más de 400 páginas de fino y denso papel. Mide 28 centímetros de alto por 24 de ancho. Recoge más de doscientas imágenes de las piezas exhibidas en Córdoba y en Madrid en 2012: cuadros antiguos y modernos, ilustraciones, manuscritos, ediciones, autógrafos, fotografías. Es un álbum monumental; es también un libro de erudición y de imágenes, de textos e ilustraciones. Los posibles “diálogos” (conversations) con esta obra son virtualmente interminables. Si hubiera sido gongorina, Alicia habría entrado con enorme placer en este libro de maravillas: el oceánico tomo titulado “La estrella inextinguible”.
En la extensa bibliografía gongorina preparada por Antonio Carreira especialmente para el catálogo, figuran algunos nombres de estudiosos, filólogos y lectores mexicanos. Sin incurrir en absoluto en un nacionalismo chirle, quiero creer, debo confesar mi gusto ante ese hecho.

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