jueves, 20 de junio de 2013

POLIFEMO, Carlos Sobrino Sánchez


Número: 18


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Polifemo

Cuando abrí la puerta, el hombre casi no me dio tiempo a reaccionar. Me enseñó un carnet y dijo que venía a inspeccionar la instalación de gas. Luego se metió en mi casa.
Antes de que llamara al timbre yo estaba sacando la ropa de la lavadora para tenderla en la terraza, y había dejado en la encimera de la cocina un barreño con las prendas. El hombre se quedó un momento mirando el barreño, como si fuese a decir algo, y luego dejó su caja de herramientas al lado. Llevaba un mono azul oscuro que se le ponía tirante en el abdomen. Era muy velludo y sus manos eran anchas y grandes. Sacó un aparato, una especie de mando a distancia, y con él en la mano empezó a moverse por la cocina, midiendo cosas que apuntaba en una hoja. Usaba gafas y tenía un ojo de cristal. Me di cuenta de ello enseguida, porque el ojo bueno lo movía hacía todos lados, mientras que el otro, mucho más abierto de lo normal, tenía un color desvaído, estaba fijo y parecía cubierto de una capa gelatinosa.
—Soy como Polifemo —dijo al darse cuenta que miraba su ojo de cristal.
—¿Qué?
—Polifemo, el de Ulises. ¿No vio la serie de dibujos en la tele? A mi hija le gustaba mucho.
Le miré y no dije nada. Observaba la forma en que manejaba los aparatos con sus manos anchas y peludas. En cierto modo, me recordaba a un niño pequeño. Pensé en cuando a mi hijo le compramos una casita con orificios en la que tenía que introducir bloques de diferentes formas y colores. Pero supuse que a pesar de las apariencias sabría hacer su trabajo.
—Siga con lo que estaba haciendo —dijo—. No se preocupe por mí.
Creí que lo diría porque el barreño le estorbaba para su trabajo y me agaché a terminar de sacar la ropa de la lavadora. Cuando me levanté con el barreño en las manos, estaba parado mirándome y tuve la sensación de que me había estado observando todo el tiempo. Sonrió mostrando unos dientes manchados de nicotina.
—¿Vive solo, no? —me dijo. Y sin esperar mi respuesta, añadió—: Mi mujer también se fue.
Le observé con más detenimiento y traté de imaginarme cómo podría haber sido su mujer.
—¿Tiene hijos? —me soltó de pronto.
—No, no tengo —le respondí casi sin pensar, y no era cierto.
—Es dura la convivencia con una mujer. Sobre todo si hay críos —dijo mientras metía el aparato de antes en la caldera del gas y abría el grifo del agua caliente.
—Nunca están satisfechas, aunque uno se mate a trabajar por ellas —añadió. Y luego me miró como esperando una confirmación, algo así como un gesto de camaradería por mi parte.
Yo asentí con la cabeza y respondí un breve “sí”, casi inaudible.
—Voy a salir a tender la ropa y así tiene más sitio para moverse —le dije y abrí la puerta de la terraza.
—Por mí no se moleste —dijo. Y me siguió unos pasos mientras observaba el barreño de ropa con el ojo sano.
—Al principio fue duro. Estuve sin poder ver a mi hija casi cuatro meses —se lamentó. Luego se quedó parado, mirándome, con las manos caídas a los lados del cuerpo.
Yo no sabía si debía corresponder con otra confidencia.
—Mi mujer se fue a vivir a otra ciudad hace más de un año —le dije al fin.
Me miró fijamente. El ojo bueno le brillaba mucho en comparación con el artificial. Por la forma como me miraba parecía como si adivinase los detalles del abandono de mi mujer. Fue a decir algo pero desistió. Luego se volvió para encender los quemadores de la cocina. Yo permanecía de pie en la entrada de la terraza. Había dejado el barreño en el suelo y no sabía qué hacer. Decidí que tendería la ropa cuando se marchase y volví a entrar en la cocina, aunque me quedé cerca de la puerta de la terraza.
—No se imagina lo que hay por ahí —me dijo con una mueca burlona en la cara y acercando su corpachón a escasos centímetros de mí.
—Mi mujer era ecuatoriana —continuó—. La conocí en una casa que tuve que revisar. No vea como vivían sus señores. Menudo palacio.
Al hablar se le formaba una rebaba blancuzca en la comisura de los labios, que de vez en cuando se quitaba con la punta de la lengua, en un movimiento casi animal. Siguió midiendo y anotando en la hoja mientras hablaba. Yo permanecía inmóvil observándole.
—Me puso una denuncia, ¿sabe? —dijo con cierto tono de fiereza en la voz.
—¿Quién? —pregunté un poco sorprendido.
—Me acusó de pegarla y quería irse a su país con la niña —continuó.
Yo le miraba sin saber qué decir. Como única respuesta intenté esbozar una sonrisa, aunque no estaba seguro si era lo más apropiado. Miré sus manos e imaginé lo que serían capaces de hacer.
—Bueno, ya está. Firme aquí —me dijo y me tendió la hoja que había estado rellenando.
Al coger la hoja nuestras miradas se cruzaron y el ojo artificial me pareció más opaco que al principio. Pensé que podría molestarle si me detenía a leer la hoja antes de firmarla. Miré su ojo sano, que se movía con inusitada rapidez, y luego miré el artificial. Imaginé lo terrible de su aspecto cuando se enfadara. Firmé y le devolví la hoja.
—Me da un vaso de agua —dijo—. Es que con tanto trasiego se me seca la garganta.
—Sí, claro —me apresuré a responder—. ¿Prefiere mejor una cerveza?
—No, no. Agua. Ya no bebo —dijo y movió las manos para acompañar sus palabras.
—¿La quiere fría, del frigorífico?
—No, no se moleste, la cojo del grifo.
Le alcancé un vaso. Lo llenó y se lo bebió rápidamente, haciendo un extraño ruido al tragar. Dejó el vaso en el fregadero y se volvió hacia mí.
—Sus abogadas decían que mi caso era de libro —se rió y me enseñó los dientes—. Y me mandaron a un sicólogo para quitarme a mi hija —continuó, con una mueca de desprecio en la boca, mientras se apoyaba de espaldas en el fregadero.
—Lo que sí me han quitado es mi piso —se lamentó—. Y a la niña sólo la puedo ver cada quince días.
Yo ya no sabía cómo actuar. Quería que se fuera y que no siguiera mirándome con su ojo.
—Usted se quedó con el piso, ¿no? —me soltó de pronto.
—Sí, bueno, ella se fue a vivir a Barcelona.
Dudé un momento si debía seguir contándole más detalles, pero opté por callarme.
—Ya —, dijo por toda respuesta. Y torció el ojo en dirección a la terraza.
Cuando por fin se marchó y cerré la puerta, fui a la cocina y lavé con cuidado el vaso. Luego caminé hasta el salón y me dejé caer en el sofá. A los pocos segundos llamaron al timbre, pero esta vez no abrí la puerta.

Carlos Sobrino sánchez

© 2003

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