Siempre tras el cristal. A uno y otro lados. Todo ojos. Miràndolo todo, con la condena de ser sòlo testigo de los acontecimientos. Vivir para ver. Esperar si acaso la ruptura de la densa tela de la rutina. Estar en pos de la sorpresa y el sobresalto, buscar cubrirse -asì sea por unos instantes- de curiosidad.
El ojo alucinado por la vida, fidelidad letal a la observaciòn, eterna envidia por el cuerpo yerto. Ojos sin cuerpo, la mirada se goza en sì misma y alucina por ser la visiòn propia en lontananza.
El cristal no sucumbe ante el impacto; ser visto no es su misiòn, pero no importa, crece su curiosidad: sueña que mira. No evita, no obstante, las miradas ajenas. Ser visto tambièn es otro modo de confirmar la tarea que consiste en capturar imàgenes y reflejarlas con el sueño. Ganarle tiempo al tiempo: hartarse de imàgenes, contar en el proyecto las imàgenes pasadas. Todavìa màs: inventar las posibilidades futuras. El ojo crispa su visiòn, salta desde el altar del recuerdo y sucumbe al presente: una làgrima, tinta en sangre, hace chirriar los goznes del futuro. La pestaña se aleja, brinca y vuela; carece de sentido -piensa-: el espejo, aquèl ojo y este destiempo fatal.
Tras otros cristal inexistente un ojo irreal guiña. Es la nada, es la mortalidad absoluta; es la muerte con disfraces infinitos, son los mùltiples tonos del negro y el gris. Es la oquedad del frìo. Es la tapia altìsima de la soledad. Son tus ojos no vueltos a ser mirados. Es tu voz no recordada. Es una mujer en un lòbrego callejòn creyendo que carga al niño ya perdido. Es la fatalidad vestida de infortunio. Es el infortunio descarnado. Es el azar con sonrisa de enemigo. Es una roca helada que colocan ante mi tumba. Es la falta de datos en mis funerales. Es el oprobio con piel, huesos y sangre. Es el desdèn por la obscenidad de la noche.
Risas tras del brumoso andar de la luna. Narciso y la luna son humillados por el rìo y descubiertos en su fràgil relaciòn pasajera. Narciso es humilde por trece segundos y reconoce que amanece. La luna se escapa dejando algunos velos tras la bruma. Sabe llegar a ninguna parte. Altamar es la utopìa. Pero correr es su destino, su pasado se lo recuerda. De pronto, improviso, un cristal que se soñaba espejo cae al rìo, en una rama de un àrbol seco queda, pendiendo de un trozo de pàrpado, un ojo que dormita. Narciso es mortal: nadie llora: todos los àrboles del entorno desaparecen convertidos en un torrencial aguacero.
Los àrboles se arriman a la filosofìa para no percer. Una tìa se baña en el rìo. Canturrea mientras recoge sus ropajes de las ramas de un añoso ejemplar. Crece el susurro del viento. La tìa cesa en su canto. Dos mariposas sonrojadas acuden hacia el sol por no querer sacar su infancia a relucir. Trasluce sin embargo, en el rìo, luego del baño de aquella tìa: Heràclito de Efeso què hubiera deseado, con el amor que guarda de cuando niño, poderse bañar en aquellas aguas, las mismas: pero no es posible, todo mundo lo sabe.
Confundidos, el sueño y la vigilia se estremecen. No es posible meditar si hay temas prefigurados. El alcance màximo de nuestras eternidades es la nada. Un punto fijo en el espacio se pinta solo de blanco y llama que le sigamos. Mal harìamos en no dar crèdito a la ùnica invitaciòn que nos harà humanos. La posibilidad de la humanidad se renueva como flor exòtica cada trescientos apocalipsis.
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