lunes, 5 de septiembre de 2011

SIEMPRE TRAS EL CRISTAL



Siempre tras el cristal. A uno y otro lados. Todo ojos. Mirándolo todo, con la condena de ser sólo testigo de los acontecimientos. Vivir para ver. Esperar si acaso la ruptura de la densa tela de la rutina. Estar en pos de la sorpresa y el sobresalto, buscar cubrirse -así sea por unos instantes- de curiosidad.

El ojo alucinado por la vida, fidelidad letal a la observación, eterna envidia por el cuerpo yerto. Ojos sin cuerpo, la mirada se goza en sí misma y alucina por ser la visión propia en lontananza.

El cristal no sucumbe ante el impacto; ser visto no es su misión, pero no importa, crece su curiosidad: sueña que mira. No evita, no obstante, las miradas ajenas. Ser visto también es otro modo de confirmar la tarea que consiste en capturar imágenes y reflejarlas con el sueño. Ganarle tiempo al tiempo: hartarse de imágenes, contar en el proyecto las imágenes pasadas. Todavía más: inventar las posibilidades futuras. El ojo crispa su visión, salta desde el altar del recuerdo y sucumbe al presente: una lágrima, tinta en sangre, hace chirriar los goznes del futuro. La pestaña se aleja, brinca y vuela; carece de sentido -piensa-: el espejo, aquél ojo y este destiempo fatal.

Tras otros cristal inexistente un ojo irreal guiña. Es la nada, es la mortalidad absoluta; es la muerte con disfraces infinitos, son los múltiples tonos del negro y el gris. Es la oquedad del frío. Es la tapia altísima de la soledad. Son tus ojos no vueltos a ser mirados. Es tu voz no recordada. Es una mujer en un lóbrego callejón creyendo que carga al niño ya perdido. Es la fatalidad vestida de infortunio. Es el infortunio descarnado. Es el azar con sonrisa de enemigo. Es una roca helada que colocan ante mi tumba. Es la falta de datos en mis funerales. Es el oprobio con piel, huesos y sangre. Es el desdén por la obscenidad de la noche.

Risas tras del brumoso andar de la luna. Narciso y la luna son humillados por el río y descubiertos en su fragil relación pasajera. Narciso es humilde por trece segundos y reconoce que amanece. La luna se escapa dejando algunos velos tras la bruma. Sabe llegar a ninguna parte. Altamar es la utopía. Pero correr es su destino, su pasado se lo recuerda. De pronto, improviso, un cristal que se soñaba espejo cae al río, en una rama de un árbol seco queda, pendiendo de un trozo de párpado, un ojo que dormita. Narciso es mortal: nadie llora: todos los árboles del entorno desaparecen convertidos en un torrencial aguacero.

Los árboles se arriman a la filosofía para no perecer. Una tía se baña en el río. Canturrea mientras recoge sus ropajes de las ramas de un añoso ejemplar. Crece el susurro del viento. La tía cesa en su canto. Dos mariposas sonrojadas acuden hacia el sol por no querer sacar su infancia a relucir. Trasluce sin embargo, en el río, luego del baño de aquella tía: Heráclito de Efeso qué hubiera deseado, con el amor que guarda de cuando niño, poderse bañar en aquellas aguas, las mismas: pero no es posible, todo mundo lo sabe.

Confundidos, el sueño y la vigilia se estremecen. No es posible meditar si hay temas prefigurados. El alcance máximo de nuestras eternidades es la nada. Un punto fijo en el espacio se pinta solo de blanco y llama que le sigamos. Mal haríamos en no dar crédito a la única invitaciòn que nos hará humanos. La posibilidad de la humanidad se renueva como flor exótica cada trescientos apocalipsis.

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