lunes, 12 de agosto de 2013

UN POCO MÁS, Guillermo Fadanelli

Un poco más
Guillermo Fadanelli ( Ver todos sus artículos )
 
 
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Yo tengo en mi librero a Aristóteles. Y de vez en cuando me entran ganas de volver a leer fragmentos de su obra. Lo leo sin demasiadas pretensiones porque no sé hasta qué punto es posible comprender algo escrito hace tanto tiempo. Sin embargo, aprecio el orden y la sencillez con que han sido escritos sus tratados. La apariencia de claridad me despierta el ánimo pues, tomando en cuenta el desorden que hay dentro de mi mente, la promesa de obtener cierta clase de armonía en tan ambiguo terreno será siempre bien recibida. Desde mi diminuta estatura de escritor comprendo a Bertrand Russell cuando decía no haberse suicidado sólo porque deseaba saber un poco más de matemáticas. Lo contrario sería haber llegado a la conclusión de que ya no puede conocerse más, o que el agotamiento no nos ofrece ya el entusiasmo suficiente para desear. También podría uno ponerse escéptico y renunciar a todo conocimiento verdadero de las cosas. Si uno es escéptico, ¿qué caso tendría entonces evitar el suicidio para saber un poco más de matemáticas?

Leer a Aristóteles, o los escritos que se supone escribió una persona que se llamaba así, es hasta cierto punto aburrido porque su relativa sencillez da la impresión de lindar con la monotonía. En este caso no debería uno confiarse, ya que la sencillez no es cosa sencilla y es probable que la arrogancia nos empuje a menospreciar lo que comprendemos demasiado aprisa. Es también un hecho común, entre los letrados, que prefieran los escritos complicados a los sencillos pese a no comprender nada de nada. El misterio y el hermetismo que encierran ciertos textos continúan despertando admiración entre muchas personas. Los dolores de cabeza que despierta la obra de Joyce o esa crueldad desmedida a la que nos somete la lectura de tantos pasajes en la filosofía hegeliana, resultan ser un ejercicio casi militar para quien ahonde en sus páginas. En lo que concierne a mí, ya no me enredo a las primeras de cambio y soy precavido con respecto a mis propios y limitados recursos. Pasó la época en que no me arredraba ante ningún libro y continuaba su lectura aunque después de la página quinientos no hubiera sacado nada en claro. Sabía, de alguna manera, que mi sacrificio representaba una especie de educación espartana que tarde o temprano me haría más hábil a la hora de enfrentarme al hermetismo de algunos textos de literatura y de filosofía. Me equivoqué rotundamente porque las obras oscuras seguirán existiendo mientras los hombres seamos humanos y porque ningún esfuerzo será capaz de abrir las puertas que no existen.

Debido a que la fecha de mi muerte se encuentra más próxima a mí que la fecha de mi nacimiento, me resisto a saltar vallas o a correr de nuevo el maratón. Ya no puedo seguir algunos ensayos de Quine y tampoco me muestro dispuesto a entrar en los detalles mecánicos de las teorías de John Searle, pese a que su Actos de habla haya sido un libro tan importante para los estudiosos de la filosofía del lenguaje. Intenté comprender sus premisas fundamentales y enseguida salí corriendo o, como debo ya acostumbrarme a decir: salí medio trotando.

Richard Rorty, a quien leo aún con bastante tranquilidad, publicó en 1995 un brevísimo ensayo que se titula Filosofía y futuro y que narra las causas del desprestigio que cargan los filósofos debido a su aparente necesidad de llegar a alguna clase de verdad que no sea rebatible. Si de lo que se trata en estos tiempos de confusión es de ponernos de acuerdo, ¿por qué no entonces usar la filosofía para este propósito, en vez de condenarla a ser una disciplina hermética y ensimismada en la búsqueda de un saber absoluto?: “Debemos dejar de preocuparnos por la pureza de nuestra disciplina”, escribe Rorty y enumera en el ensayo citado los tres peligros o tentaciones más graves que acosan a la filosofía: el deseo revolucionario y vanguardista de cambiarlo todo de un solo golpe; el impulso escolástico de retirarse y permanecer dentro de los límites de la propia disciplina (monjes académicos); y la inclinación chauvinista a pensar que cada nación, país o región necesita de una filosofía propia que dé cuenta de sus problemas particulares. Para evitar estas tentaciones no hay nada mejor, sugiere Rorty, que conversar, intrigarse por las diferencias que provoca esa conversación, conocer, persuadir, conciliar, relacionarse y buscar formas comunes para sobrevivir. ¿Eso es todo? Podría preguntarse un hombre reacio al pragmatismo y que no desea ver la filosofía reducida a mera actividad cívica. Claro que no, pero eso ya es mucho si se vive en una época antifilosófica y sufrida.

Si Russell no se suicidó con tal de saber un poco más de matemáticas, entonces es posible que existan hombres que no se suiciden con tal de leer algunas buenas novelas que aún no han pasado por sus manos. Yo me encuentro, por desgracia, entre los seres que esperan milagros en la literatura y aguardo estos milagros aunque sé que el cansancio y aburrimiento me abatirá dentro de unos pocos años. O quizás no. n

Guillermo Fadanelli. Escritor. Entre sus libros: Mis mujeres muertasMariana Constrictor yHotel DF.

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