domingo, 26 de mayo de 2013

EL JOVEN DICKENS, Graham Greene

El joven Dickens
Graham Greene
Un crítico debe intentar no ser prisionero de su tiempo y, si hemos de apreciar Oliver Twist en su verdadero valor, debemos olvidar el gran estante cargado de libros, toda la sofocante importancia de un gran autor, los escándalos y controversias de la vida privada; sería bueno si también pudiéramos olvidar la pasta del libro y las ilustraciones de Cruikshank, que han congelado el excitado, excitable mundo de Dickens como una galería de trabajos de cera donde las patillas del señor Mantalini siempre tienen el mismo corte, donde el señor Pickwick levanta la cola de su abrigo perpetuamente y en la Cámara de Horrores Fagin se agazapa sobre un fuego interminable. Sus ilustradores, brillantes artesanos como eran, hicieron a Dickens un mal servicio, porque ningún personaje caminará nunca más por vez primera en nuestra memoria tal como lo imaginamos nosotros y nuestra imaginación tiene tanto derecho a la verdad como la de Cruikshank.
Sin embargo, el esfuerzo para regresar bien vale la pena. El viaje es de sólo un poco más de cien años y en el otro extremo del camino se encuentra un joven autor cuyo único reconocimiento en 1836 había sido la publicación de algunos esbozos periodísticos y unas cuantas operetas cómicas. The Strange Gentleman, The Village Coquette, Is She His Wife? Dudo que cualquier Cortez [sic] literario de esa fecha los haya colocado en su librero. Y de repente con The Pickwick Papers vino la popularidad y la fama. La fama cae como una mano muerta sobre el hombro de un autor, y es bueno para él cuando ésta cae sólo tarde en su vida. ¿Cuántos en el lugar de Dickens habrían resistido lo que James llamó “el gran contacto corruptor del público”, y hallado popularidad, como es casi siempre, en las debilidades más que en la fuerza de un autor?
El joven Dickens, a los veinticinco años, había hallado una mina que le otorgó enormes dividendos. Fielding y Smollet, compuestos y refinados para la nueva burguesía industrial, la habían salado ambos, Goldsmith había aportado sentimentalismo y Monk Lewis horror. El libro era enorme, informe, familiar (esa importante receta para la popularidad). Lo que James escribió para un crítico mucho tiempo atrás olvidado se aplica bien al joven Dickens: “Es casero, familiar y coloquial; recarga sus codos en el escritorio y hace de su presupuesto semanal un paquete que es lo opuesto a compacto. Usted puede contemplarlo como a un tendero despachando tapioca y poniendo el peso íntegro; su estilo parece un tegumento de papel de estraza.”
Esto es, desde luego, injusto para The Pickwick Papers. El crítico más seco no podía haber parpadeado ante esas grandes iluminaciones repentinas de genio cómico que se agitan a través del desperdicio de palabras como relámpagos difusos, ¿pero podía haber previsto él una segunda novela, no una repetición de su gran bolso abierto, sino un melodrama corto, compacto en su construcción, casi totalmente falto en comedia amplia, y poseyendo sólo el triste humor torcido del asilo de huérfanos?
“Usted hará su fortuna, señor Sowberry” dijo el alguacil (bedel) mientras clavaba su pulgar y el dedo índice en la caja de rapé que ofrecía el enterrador: que era un ingenioso modelo pequeño de un ataúd evidente.
Tal desarrollo era tan inconcebible como la transformación gradual de esa espesa prosa pantanosa en las delicadas y exactas cadencias poéticas, la música de la memoria que tanto influenció a Proust.
Estamos muy inclinados a recibir a Dickens como un todo y tratar su juvenilia con la misma bondad o dureza que su trabajo posterior. Oliver Twist aún es juvenilia, magnífica juvenilia: es el primer paso en el camino que llevó de Pickwick Great Expectations, y condonamos las faltas de gusto en el libro temprano en forma más decidida si reconocemos las distancias que Dickens tuvo que recorrer. Estos dos pasajes típicamente didácticos pueden tomarse como los dos primeros hitos de principios del viaje, el primero de Pickwick, el segundo de Oliver Twist.
Y son en verdad numerosos los corazones a los que la Navidad trae una breve temporada de felicidad y diversión. Cuántas familias, cuyos miembros se han apartado y dispersado a lo largo y a lo ancho, en luchas sin reposo por la vida, se reúnen, y entonces se encuentran una vez más en ese estado feliz de compañerismo y buena voluntad mutua, que es la fuente de tan puro y auténtico deleite, y es uno tan incompatible con las preocupaciones y las penas del mundo que, las creencias religiosas de todas las naciones civilizadas, y las ásperas tradiciones de los más rudos salvajes, las cuentan juntos entre las primeras alegrías de una futura condición de existencia, provista para la bendición y la felicidad.
El muchacho se revolvió y sonrió mientras dormía, como si esas marcas de lástima y compasión hubiesen despertado algún sueño placentero de amor y afecto que él nunca antes conociera. Así, una tonada de suave música, o el murmullo del agua en un lugar silencioso, o el aroma de una flor, o la mención de una palabra familiar, a veces traerá tenues remembranzas repentinas de escenas que en su vida nunca fueron; que se desvanecerán como un suspiro cual breve recuerdo de una existencia más feliz hace mucho ya ida que pareciera despertar, que ningún esfuerzo voluntario de la mente podía hacer recordar.
La primera es sin duda papel de estraza; lo que envuelve ha sido escogido por el tendero de acuerdo al gusto de sus clientes, ¿pero no podemos detectar de inmediato en el segundo pasaje el tono de la prosa secreta de Dickens, ese sentido de una conciencia hablando consigo misma sin que nadie la escuche, como lo hallamos en Great Expectations?
Era un magnífico clima de verano otra vez, y, mientras caminaba, los tiempos en que yo era una pequeña criatura indefensa y mi hermana no me dejaba en paz, retornaron con viveza. Pero retornaban con un tono suave en ellos que suavizaba incluso el filo de Tickler. Porque ahora, el mero olor de los frijoles y el trébol susurraba a mi corazón que debería llegar el día que sería bueno para mi memoria que otros caminando bajo el sol debiesen suavizarse al pensar en mí.
Es un error pensar que Oliver Twist es una historia realista: Fue tarde en su carrera que Dickens aprendió a escribir de modo realista sobre seres humanos; al principio inventó la vida y nosotros no creemos más en la existencia temporal de Fagin o de Bill Sikes de lo que creemos en la existencia de ese Gigante al que torció mientras rugía su Fi Fai Fo Fum. Había Fagins y Bill Sikes y Bumbles reales en la Inglaterra de su tiempo, pero no los dibujó como dibujaría más tarde al convicto Magwitch; estos personajes de Oliver Twist son simplemente partes de una gran escena inventada, lo que Dickens en su propio prefacio llama “las húmedas e inhóspitas medias noches callejeras de Londres”. Cómo sigue cual un eco la frase a través de los libros de Dickens hasta que la encontramos de nuevo muchos años después en “‘las fatigadas calles ponientes de Londres de una polvorienta noche de primavera” que eran tan melancólicas para Pip. Pero Pip sería tan real como las calles fatigadas, en tanto Oliver era tan irreal como la fría media noche húmeda de la que formaba parte.
Esto no es tanto criticar el libro como describirlo. ¡Porque cuánta imaginación tenía este joven de veintiséis años que podía inventar una leyenda completa tan monstruosa! No nos perdemos con Oliver Twist alrededor de Saffron Hill: nos perdemos en los intersticios de un joven, iracundo, melancólico cerebro, y las imágenes opresivas se yerguen afuera a lo largo del camino como las figuras iluminadas a lo largo del camino en el túnel del Tren fantasma.
Contra el muro estaba colocada, en orden regular, una larga hilera de tablas cortadas de la misma forma, pareciendo en la luz tenue como altos fantasmas hombro a hombro con las manos en los bolsillos de sus pantalones.
Todos hemos visto esos impresos del siglo XIX en donde los cuerpos de mujeres desnudas forman la cara de un personaje, el Diplomático, el Avaro, y por el estilo. Así, la figura encorvada de Fagin parece formar la boca, Sikes con su garrote los rasgos sobresalientes, y el triste Oliver perdido los ojos de un hombre tan perdido como Oliver.
Chesterton, en un magnífico pasaje imaginativo, ha descrito el misterio detrás de las tramas de Dickens; el sentido de que incluso el autor no estaba al tanto de lo que en realidad pasaba, así que cuando vienen las explicaciones y llegamos, amontonada en las últimas páginas de Oliver Twist una desnuda narrativa compleja de ilegitimidad y testamentos quemados y evidencias destruidas, nosotros simplemente no creemos.
La secrecía es sensacional; el secreto está domesticado. La superficie de la cosa parece más terrible que el núcleo de ésta. Casi parece como si estas figuras espeluznantes, la señora Chadband y la señora Clennam, la señorita Havisham y la señorita Flite, Nemo y Sally Brass estuvieran manteniendo algo oculto para el autor tanto como para el lector. Cuando se cierra el libro no conocemos su verdadero secreto. Ellas apaciguaron al optimista Dickens con algo menos terrible que la verdad.
Lo que atrapa más la atención en este universo cerrado de Fagin son los diferentes niveles de irrealidad. Si, como uno está inclinado a pensar, el escritor creativo percibe su mundo de una vez y para siempre en la infancia y adolescencia y toda su carrera es un esfuerzo para ilustrar su mundo privado en términos del gran mundo público que compartimos, podemos entender por qué Fagin y Sikes en sus exageraciones más extremas nos tocan más que la benevolencia del señor Brownlow o la dulzura de la señorita Maylie; aquéllas tocan con miedo en tanto las otras nunca tocan con amor en realidad. No era que el niño infeliz con su orgullo herido y su sentido de inseguridad desesperada no hubiera encontrado bondad humana; simplemente no había sabido reconocerla en esas calles entre Gadshill y Hungerfor Market que habían estado tan estrechamente encerradas como las de Oliver Twist. Cuando en su período temprano Dickens trató de describir la bondad, parece haber recordado las pequeñas tiendas de papelería en el camino a la fábrica ennegrecida con sus pedazos de papel coloreados de ángeles y vírgenes, o tal vez la cara de algún viejo caballero que le hubiera hablado amablemente afuera de la factoría de Warren. Él había nadado hacia la bondad desde lo más profundo de su experiencia mundana, y en este nivel superficial el cerebro consciente había dado una mano, tratando de construir personajes para representar la virtud y, porque su edad lo demandaba, virtud triunfante, pero todo lo que pudo producir fueron pelucas polveadas y anteojos relucientes y mucho bullicio con tazones de consomé y una pálida cara angélica. Compare el modo en que por vez primera encontramos el mal con su introducción a la bondad.
Las paredes y el techo estaban perfectamente negros por el tiempo y la suciedad. Había una mesa de acuerdos frente al fuego sobre la cual estaba una vela clavada en una botella de cerveza de jengibre, dos o tres ollas de peltre, una hogaza de pan y mantequilla, y un plato. En una sartén para freír, que estaba sobre el fuego, y que estaba atada a un anaquel de la mesa por una cuerda, se cocinaban algunas salchichas, y parado ante éstas con un tenedor para asar en su mano, un muy viejo judío arrugado, cuya cara repulsiva de villano era oscurecida por una cantidad de pelo enmarañado. Estaba vestido con una túnica de franela grasienta, con el pescuezo descubierto… “Este es él, Fagin”, dijo Jack Dawkins: “mi amigo Oliver Twist”. El judío sonrió ampliamente, y haciendo una gran reverencia a Oliver, lo tomó de la mano y confió en que tendría el honor de su cercanía íntima.
Fagin lleva siempre sobre sí esta cualidad de tinieblas y pesadilla. Nunca aparece en las calles a la luz del día. Incluso cuando lo vemos por última vez en su celda de condena es en las horas antes de anochecer. La mano de Dickens rara vez va a hurgar en las tinieblas de Fagin. Escúchelo dando la vuelta de tuerca al horror cuando Nancy habla de los pensamientos de muerte que la han obsesionado:
“Imaginación”, dijo el caballero, calmándola.
“Imaginación, no”, replico la muchacha con voz áspera. “Juraré que vi ‘ataúd’ escrito en cada página del libro en grandes letras negras, sí, y pasaron uno junto a mí hoy en la noche.”
“Eso no tiene nada de raro” dijo el caballero. “Los han pasado junto a mí muchas veces.”
“Reales” , replicó la muchacha. “Éste no lo era.”
Ahora de vuelta al mundo del día nuestra primera visión de Rose:
La dama más joven estaba en la floreciente y encantadora feminidad; en esa edad, cuando, si alguna vez los ángeles por los buenos designios de Dios entronizaron en formas mortales, ellos pudieron, sin impiedad, presentarse en formas como las de ella. No rebasaba los diecisiete. Proyectada en tan leve y exquisito molde, tan afable y suave, tan puro y hermoso, que la tierra no parecía ser su elemento, ni sus burdas criaturas dignas de su compañía.
O el señor Brownlow, cuando se le aparece a Oliver por primera vez:
Ahora, el viejo caballero entró tan enérgico como era necesario; pero apenas había levantado sus anteojos a su frente, y puesto sus manos tras los faldones de su túnica para echar una buena mirada larga a Oliver, su semblante se sometió a una gran variedad de extrañas contorsiones… El hecho es, si ha de decirse la verdad, que el corazón del señor Brownlow, siendo tan grande como los de seis viejos caballeros de disposición humana, forzó una provisión de lágrimas en sus ojos por medio de algún proceso hidráulico del que no estamos en condiciones filosóficas suficientes para explicar.
¿Cómo podemos creer realmente que estos inadecuados fantasmas de bondad pueden triunfar sobre Fagin, Monks y Sikes? Y la respuesta, desde luego, es que ellos nunca podían haber triunfado sin la elaborada maquinaria de la trama revelada en las últimas páginas. El mundo de Dickens es un mundo sin Dios, y como sustituto del poder y la gloria del omnipotente y omnisciente hay algunas referencias sentimentales al cielo, los ángeles, los dulces rostros de los muertos, y Oliver diciendo: “El cielo está lejos en el camino, y ellos están demasiado felices ahí para bajar junto a la cama de un pobre muchacho.” En este mundo maniqueo podemos creer en la fechoría, pero la bondad se marchita en filantropía, amabilidad y esa extraña enfermedad vaga en la que caen con frecuencia las jóvenes mujeres de Dickens y que parece a sus ojos un distintivo de virtud, como si hubiera un mérito en la muerte.

Detalle de grabado de George Cruikshank, para Oliver to Fagin Tomada de Wikimedia, bajo licencia Creative Commons
Pero cómo el genio de Dickens reconoció instintivamente la falla e hizo de ella una virtud. No podemos creer en el poder del señor Brownlow, pero Dickens tampoco, y de su inhabilidad para creer en su propio personaje bueno salta la tensión real de su novela. El muchacho Oliver puede no alojarse en nuestro cerebro como David Copperfield y, a pesar de que muchas frases del señor Bumble se han convertido y merecen haberse convertido en citas familiares, podemos sentir que él era manufacturado: nunca respira como el señor Dorrit; sin embargo, el predicamento de Oliver, el combate de pesadilla entre las tinieblas, donde caminan los demonios, y la luz del sol, donde la bondad inefectiva hace su última presentación en un mundo condenado, será parte de nuestra imaginación para siempre. Leemos la derrota de Monks, y de Fagin gritando en su celda de condena, y de Fagin colgando de su propio lazo, pero no creemos. Hemos sido testigos demasiadas veces de los escapes de Oliver y de su inevitable recaptura: ahí está la verdad y la experiencia creativa. Nosotros sabemos que cuando Oliver sale de la casa del señor Brownlow para caminar unos pocos cientos de yardas hasta el vendedor de libros, sus amigos van a esperar en vano su regreso. Todo Londres fuera de la sombreada calle tranquila pertenece a sus perseguidores, y cuando escapa de nuevo dentro de la casa de la señorita Maylie en los campos más allá de Sheppertone, sabemos que su seguridad es falsa. Podrán pasar las estaciones, pero la seguridad no depende del tiempo sino de la luz del día. De niños todos supimos eso: cómo podíamos olvidar todo el día la oscuridad y el viaje a la cama. Es con un sentido de alivio que al fin en el crepúsculo vemos las caras del judío y Monks atisbar en la ventana de la cabaña entre las ramitas de jazmín. En ese momento nos damos cuenta cómo todo el mundo, y no sólo Londres, pertenece a estos dos cuando oscurece. Dickens, tratando sus finales felices y sus irreales retribuciones, nunca podrá arruinar la validez y la dignidad de ese momento. “Lo han reconocido, y él a ellos, y su visión estaba tan firmemente impresa en su memoria, como si hubiera estado grabada profundamente en piedra y puesta ante él desde su nacimiento.”
“Desde su nacimiento”; Dickens puede haber intentado esa frase para referir los complicados enredos que yacen fuera de la novela, “algo más terrible que la verdad”. ¿En cuanto a la verdad, es demasiado fantástico imaginar que en esta novela, como en muchos de sus libros posteriores, se desliza, irreconocible para el autor, la mancha atrayente del maniqueo, con sus simples y terribles explicaciones de nuestra situación, de cómo el mundo fue hecho por Satanás y no por Dios, arrullándonos con la música de la desesperación?
Traducción de Rubén Moheno

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