El bestiario humano de
José Emilio
José Ángel Leyva
En la portada de la ya extinta revista de poesía
Alforja, aparece José Emilio Pacheco con un gato en cuyo pelaje profuso se hunden sus manos y la mirada de ambos, del escritor y su mascota, se mimetizan ante la lente de su hija Laura Emilia, autora del retrato. Esa imagen del escritor se nos revela, y nos evidencia, la clave de muchos de sus poemas zoológicos. Sus versos devuelven al hombre a su condición animal y a la fauna le otorga un carácter humano, destacando rasgos etológicos, inherentes al hombre. La civilización es para el José Emilio poeta un hecho que no trasciende al animal, ignorante de su finitud, de su insignificancia, al tiempo que representa un milagro de la Naturaleza. De muchas maneras, en la mirada del poeta aparece el animal político, el animal de palabras, el animal urbano, el animal de carroña y aquel predador de sí mismo, traidor de sus orígenes. |
En su mirada hay severidad y escrutinio, inteligencia; en su rostro asoma un gesto adusto, cierta ironía propia de quien sabe evitar el exabrupto y resolver la situación con gracia. El gato y su amo nos miran desde un plano interior. Son ellos, iluminados, enmarcados de sombras, quienes parecen contemplar e inquirir al mismo tiempo a sus espectadores.
La memoria de José Emilio es de esos portentos que se combinan con el talento y la disciplina, la curiosidad y la malicia literaria. Él es un hueco enorme en los cuatro volúmenes de entrevistas de Versoconverso y Versos comunicantes (poetas entrevistan a poetas). En repetidas ocasiones, Alforja intentó en vano entrevistarlo. Siempre exponía sus razones. Incluso cuando le concedió una entrevista a una periodista chilena, cuando el gobierno de Chile le otorgó el Premio Pablo Neruda. En realidad, decía, “fue una situación ineludible, ella me hacía preguntas y yo me vi obligado a contestar por cortesía y educación. Pero no me gusta verme retratado en esos ejercicios orales en los que no estoy convencido de ser el yo que pretendo cultivar en mi escritura”. En verdad se sentía mal de no aceptar la solicitud de la revista, incluso cuando se le señalaba la paradoja de ser el compañero de una de las más grandes entrevistadoras de México, Cristina Pacheco. Él reía y buscaba otra excusa.
Me llamó un par de veces para hablarme de lo que él pensaba sobre las entrevistas. En una ocasión estuvimos, sin exagerar, cerca de una hora al teléfono, entre disculpas reiteradas y su tentación de ceder. Comencé a interrogarlo sobre su poesía, su trabajo narrativo, su labor ensayística, su columna en Proceso, que por entonces afirmaba ya había abandonado, y luego retomaría. De pronto le dije: “José Emilio, ¿te das cuentas de que ya te entrevisté y has respondido con elocuencia?” “Sí –aceptó–, pero he contestado consciente de que he cumplido tu deseo, pero no saldrá de nosotros. A nadie le importa lo que yo piense de mi trabajo y mi proceso creativo, en realidad a mí lo que me preocupa no es tanto lo que escribo sino lo que leo, y más aún, lo que me falta por leer.” Era la respuesta de la última pregunta que deseaba hacer.
La fotografía de la portada de Alforja me la había entregado el propio José Emilio. Cuando se publicó el número especial, descubrí con terror que la diseñadora me había adjudicado la autoría de dicha foto. Pusimos fe de errata, pero el daño estaba hecho. Tiempo después, con esa imagen viva en la memoria, propuse una antología temática a Antonio Cisneros. Lo comenté con Juan Manuel Roca y emprendimos la tarea. Roca escribió el prólogo y yo organicé el animalario lírico de Cisneros. Luego de un intercambio de propuestas quedó el título: A cada quien su animal, paráfrasis de un verso del poeta peruano pero, en el fondo, partía yo de la idea que me había provocado la fauna poética de José Emilio. Si en Cisneros el mundo animal ocupa buena parte de su imaginario, en José Emilio hay una clara conciencia de ese vínculo, metonimia de la bestialidad civilizatoria.
La lucha de lo transitorio contra la permanencia, la banalidad que intenta someter al pensamiento, las megaurbes como amenazas de implosión de los ecosistemas, son ejes temáticos en su extensa obra lírica, retratados en sus poemas epigramáticos o en los poemas a manera de fábulas audaces, donde es común ver el juego de la transmutación hombre-animal, animal-hombre. En el prólogo de La fábula del tiempo, el antólogo, Jorge Fernández Granados, destaca: “Tal vez José Emilio Pacheco es en esencia un gran fabulista. En su poesía los objetos, las personas, las plantas y, sobre todo, los animales operan con frecuencia como ejemplos de la reflexión ante la cual habrá una conclusión de conducta o moraleja […] Particularmente en los poemas de la serie Circo de noche […] algo recuerda a las Pinturas Negras de Francisco de Goya o los dibujos de José Guadalupe Posada, una extrema parodia de la sociedad humana. El espejo de la historia nos devuelve una fábula negra.”
La lucidez de Pacheco estriba en la sencillez, en el trazo diestro del calígrafo que sin soltar el pincel, de una sola línea, resuelve su propósito, lo dota de un gesto mordaz, casi escéptico, como en su “Poética I”: “Tenemos una sola cosa que describir: este mundo.” Menuda tarea la del poeta que, como el resto de los mortales, ignora su origen y su después. “Escribe lo que quieras. /Di lo que se te antoje: /de todas formas vas a ser condenado.” (“Arte poética II”). En esa entrevista que nunca grabé, ni publiqué, y en gran medida olvidé, recuerdo que hablamos de muchos de sus poemas o zoemas, de cerdos, del erizo, el caracol, los murciélagos, “Prehistoria”, pájaros, cocuyos, lobos, arañas, tigres, halcones, langostas, gatos, mosquitos, pero hubo uno del que no pregunté y, como afirma Marco Antonio Campos, resume el humor y la ironía de ese bestiario implícito, “Envidiosos”: “Levantas una piedra/ y los encuentras:/ ahítos de humedad,/ pululando.”
FOTO: Cisneros; archivo La Jornada.
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