Juan Domingo Argüelles
Adiós, Hugo, hasta siempre
A Lucinda, con cariño
Poeta por encima de todo, pero también promotor cultural, periodista, cronista, divulgador del teatro, traductor y hombre afable y generoso dispuesto siempre a abrazar las mejores causas, Hugo Gutiérrez Vega (1934-2015) murió en la víspera de cumplirse un año de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, ese crimen de Estado que el Estado trata de esconder con discursos.
En el último tramo de sus peregrinaciones, Hugo se fue a acompañar a la abuela que hablaba con pájaros creyéndolos ángeles. Con sus palabras, con sus versos, podemos decirle hoy: “La muerte grande te besó en las mejillas/ y nosotros lloramos y reímos./ Estábamos contigo./ Tu memoria no se detuvo nunca.”
La certeza mayor del poeta fue saber que “lo único que hace la poesía es cantar lo que a todos pertenece”. Y así cantó siempre. “Me gusta la vida y me aterra la posibilidad de que la destruyan”, escribió también, poéticamente, proféticamente, en un país donde la destrucción de la vida se ha vuelto moneda corriente, como la retórica y la demagogia de los políticos que ahora, más que nunca, andan de la mano con los criminales y se tapan con la misma cobija.
Luego de tantas peregrinaciones (las del deseo y las de la realidad), sentenció: “Me inquietan las jornadas submarinas./ Sé volar y lo hago raras veces./ Aquí paré mi tienda. Sólo espero/ esa fiesta nocturna. Me moriré/ cuando el placer termine.” Así fue: el placer terminó, justamente en un tiempo, en un mundo y en un país donde el placer de vivir cada vez es más raro. Regresaron al poder los de siempre: a hacer lo de siempre. La antipoesía lo invade todo, y la muerte es cosa que ya no asombra a nadie; sobre todo, la muerte que viene con el tufo de la podredumbre cómplice.
En la poesía de Hugo están siempre las cosas pequeñas, las indefensas, las causas perdidas, los paraísos devastados, la vida de todos los días con sus ires y venires, los soles griegos, pero también las íntimas canciones y melodías, la nostalgia, la defensa de la infancia, el gusto de paladear cada palabra y cada instante, el amor que se parece mucho a la felicidad, y la alegría de abrir los ojos a un nuevo día. Citando a Camus, dijo: “En el hombre hay más cosas dignas de compasión que de odio.” Más que piedad, lo que le dio al mundo fue comprensión. La grosería, la estupidez, la maldita cosa que hoy los políticos llaman (llenándose la boca) “tolerancia cero”, nada tenía que ver con él, porque “tolerancia cero” no es otra cosa que intolerancia, justamente ésa que impulsa los resortes de la represión y el crimen.
En 1968, Hugo escribió: “No queda mucho por decir/ después de tanto discurso./ Los poetas tendrían que hablar/ con acciones silenciosas.” Luego añadió una posdata: “Iremos todos caminando por el aire./ Los sentados en el suelo,/ los del pasillo de los manicomios,/ los de la puerta del quirófano,/ los que seguimos las carrozas fúnebres,/ los que cerramos los ojos de las amadas gentes,/ los que amamos a la orilla del mar.”
Sabinianamente y sabiamente, Hugo se fue cantando la hermosa vida. Nos queda su poesía y su gesto noble y generoso, siempre dispuesto a ponerse del lado de más débil, del desvalido, del condenado a perder que ganará con la pérdida. Pero es que Hugo fue eso: un ganador que perdió todo. Prestó servicios al país como diplomático y no se hizo rico. Otros, en cambio, con menos que eso se hacen millonarios y se sacan la lotería cada lunes. Vivió de su trabajo, y trabajando hasta los últimos días, no sólo en La Jornada Semanal, sino también en otras tareas del diario, aun con las dificultades de su andar que lo hicieron un viejo más querido.
Hugo supo que todos los días perdemos algo, pero lo dijo con tal hondura que la pérdida se volvió fortaleza: aprender a renunciar a aquello que nos deja, y quedarnos con su esencia: lo vivido. Por ello escribió: “Agradezco las noches que me han dado,/ me inclino en la mañana,/ y agradezco estos rayos de sol,/ pero sé que en la puerta/ algo se habrá perdido,/ ‘el esplendor tan encendido antaño’/ se ocultará en la sombra,/ y aquel muro ya sólo será un muro.”
A Hugo lo perdimos, ganándolo. “¡Viejo, qué gusto verte!”, decía, con ese “viejo” (tratamiento entrañable) nos hacía sentir niños a todos. Es uno de nuestros mejores poetas, pero también uno de los más queridos, en un tiempo donde los poetas casi no quieren a nadie, pero desean todos que los quieran. En su caso, leerlo es quererlo. Afable y noble. Hugo casi sin ego. Adiós, Hugo, hasta siempre.
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