Mirando escritores: The End of the Tour y el Bromista Infinito
Noviembre 17, 2015 | Tags:
Pocas cosas más aburridas –o menos interesantes—que mirar a un escritor siendo escritor. Ahí está: sentado o de pie, escribiendo, o pensando todo el tiempo en lo que acaba de leer o en lo que va a escribir o en lo que está leyendo o escribiendo. Poca cosa desde el punto de vista dramático. La práctica de la literatura –actividad sedentaria en lo físico pero tan nómada en lo mental—no cuenta con los atractivos dramático/gestuales de la puesta en marcha de cualquier otra disciplina literaria. En lo visual, la escritura es pura teoría y poca práctica. La literatura tiene mucho estilo pero tan poco gesto. Nada que ver con la música o la pintura o la escultura o la actuación o hasta la poesía; que permiten el salto y la pirueta y el martilleo y el salpicado y hasta el brazo extendido y la mirada a perderse y encontrarse en el infinito mientras se recita de pie sobre una mesa.
De ahí que muchos escritores se hayan visto obligados o seducidos por una representación pública de sí mismos que (Ernest Hemingway es el paciente cero de la especie; persona devenida en mal personaje de sí mismo con ínfulas de action hero) puede llegar a resultar ridícula o digna de nuestra compasión. Otros (como Charles Dickens y Mark Twain y Kurt Vonnegut y Jorge Luis Borges) supieron sacar provecho económico de la representación de su obra en público y en auditorios y en giras. Pero, por lo general, un buen escritor en carne y hueso resulta poco apetitoso: un platillo mal preparado, crudo, con demasiado condimento y servido frío o recalentado; lo que no impide el misterio imposible de resolver de que cada vez hayan más festivales literarios a los que acude gente que no lee a quienes allí se exhiben con diversos grados de felicidad y ego. Tal vez, se me ocurre ahora, vayan a contemplar escritores –como se atisba a animales de diversa peligrosidad en un zoológico—para convencerse de que no quieren ser eso, esos.
De ahí también que la representación de escritores reales o imaginados sea un problema a la hora de la gran y pequeña pantalla. No es asunto sencillo ya desde la génesis del vínculo: ahí está esa cómoda y funcional idea fija y fijada de que los escritores van a Hollywood a corromper su arte, a ser exprimidos y descartados, a volverse ricos y cínicos.
Verdadero o falso, lo cierto es que los escritores “actuados” difícilmente resultan verosímiles; porque es imposible representar la cabeza de un escritor, ese sitio más abstracto (ese magma informe y primal y no-ficción con el que se moldea lo más o menos figurativo de las ficciones) que es dónde y cómo un escritor se hace y se deshace.
Aún así, hay películas atendibles donde los narradores fueron bien narrados. Las primeras que se me ocurren –y seguro que se me escapa alguna—son Barton Fink de los hermanos Coen,Providence de Alain Resnais, La dolce vita de Federico Fellini,Julia de Fred Zinnemann, El amor en fuga de François Truffaut, Betty Blue de Jean-Jacques Beneix, Mrs. Parker and the Vicious Circle de Alan Rudolph, Smoke de Wayne Wang, Sylvia de Christine Jeffs, El tiempo recobrado de Raúl Ruiz, El secreto de Joe Gould de Stanley Tucci, 2046 de Wong Kar-Wai,The Door in the Floor de Tod Williams y The Squid and The Whale de Noah Baumbach. Y por estos días –por gentileza de la cadena de tv Showtime—tenemos a la serie The Affair con escritor al frente y estudiado desde todos los ángulos posible.
Y todas las anteriores tratándose y tratando a escritores verdaderos o no (Joseph Mitchell, Marcel Proust, las duplas de Sylvia Plath & Ted Hughes y de Dashiell Hammett y Lillian Hellman, ese pseudo William Faulkner curtido en alcohol ante el pasmo de Barton Fink o Dorothy Parker y la tribu de la edad de oro en The New Yorker) tienen algo en común que las hace verosímiles: en ellas los escritores son seres egoístas, solipsistas, bastante miserables en todo sentido, intratables y poco dispuestos a admitir que existe algo más allá que su valiente miedo a la página en blanco.
Lo que nos lleva a la reciente The End of the Tour de James Pondsolt, resuelta a moverse sobre la leyenda del suicida David Foster Wallace. Basada en el muy recomendable libro de conversaciones Altough Of Course You End Up Becoming Yourself (2010) de David Lipsky –resultante de un profilefrustrado para el mensuario Rolling Stone—The End of the Tour es un road-buddy movie. Es decir: muestra a un escritor moviéndose mucho e interactuando con otra persona que está allí como testigo presencial y evangelista instantáneo. Lo que cuenta The End of the Tour es el momento en el que David Foster Wallace –en 1996, presentando en el camino y a lo largo de varias ciudades su monumental La broma infinita—pasa de ser un agusanado “escritor de escritores” para mutar a mariposeante súper-héroe literario. El escritor alcanzando la categoría de pop star. A veces pasa y –una vez ahí arriba, habiendo llegado y habiéndolo conseguido—los escritores suelen darse el lujo de mostrarse incómodos, insatisfechos, desconfiados con los ritos de la fama. A su lado, graba y toma nota Lipsky, quien se sabe que no está a la altura del resplandeciente genio pero se siente importante recibiendo sus radiaciones. Un don por proximidad que, si hay suerte, lo transformará en un Sancho Panza, en un James Boswell, en un John H. Watson, en un Samwise Gamgee, en un Robin o en un Kato o en un Obelix. En la película, Lipsky es el siempre nervioso/enervante Jesse Eisenberg y Wallace es el comediante Jason Segel. Y, enseguida, la polémica y discusión en cuanto a si ese Wallace es un Wallace “verdadero” o “creíble” o “fiel” para con el modelo original.
Preocupación absurda –más interesante resultaría teorizar el por qué la HBO no se atreve con La broma infinita-- si pensamos en que en sendas biopics Francis Scott Fitzgerald supo tener la cara de Gregory Peck y de Richard Chamberlain, y no pasó nada, y el mundo sigue andando, y la gente leyendo o releyendo El gran Gatsby y Suave es la noche.
Pero, claro, el caso de Wallace es diferente: voz de su generación, depresivo exultante, gurú existencial, cronista diferente y cadáver joven y trágico. Wallace es casi una religión y, como todo tótem, tiene sus adoradores que por momento parecen odiarlo con tanto amor y sus odiadores que en más de una ocasión resultan seducidos por su memoria. Ejemplos representativos: familia y herederos se opusieron a la filmación del hombre; su colega/rival/cuasi viudo literaria Jonathan Franzen declaró que jamás verá el film de Ponsoldt porque ahí no está su amigo o algo así; mientras que su némesis Bret Easton Ellis (admirado y hasta un poquito plagiado por Wallace en su momento) criticó a la película como hagiográfica y simplista y reductiva y cómoda ironizando que “si Wallace la viese se suicidaría”. Y es cierto lo de Ellis: el Wallace turbio y desagradable y contradictorio en sus creencias y en sus comportamientos (por momentos el zen/sible descendiente del suicida Seymour Glass de J. D. Salinger, por otros una suerte de urso misógino y mitómano y reaccionario y traicionero de la confianza e intimidades de sus amigos y limitando peligrosamente con una versión culta de Homer Simpson que sale a la superficie en más de un tramo de biografías como Todas las historias de amor son historias de fantasmas de D. T. Max o memoirs como Lit de Mary Karr) no está en The End of the Tour. O –esa tensión modelo Kurt Cobain entre las ganas de ser una celebridad o no pero aún así…-- aparece apenas lo justo como angustia de luxe para hacer pensar al espectador en que eso de dedicarse a poner las cosas por escrito también puede llegar a ser una profesión algo riesgosa.
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