El huracán mítico dePalés Matos
Mercedes López-Baralt
En memoria de Ana Mercedes, hija del poeta.
Al final de Cien años de soledad, Melquíades nos contaba que “Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico”. ¿Por qué es tan poderosa la metáfora del viento, que llega a convertirse en símbolo dominante de nuestro Quijote hispanoamericano? Al intentar contestarme la pregunta en Una visita a Macondo: manual para leer un mito, encontré en la famosa entrevista que Plinio Apuleyo Mendoza le hiciera a García Márquez una anécdota deliciosa que explica la razón biográfica de la importancia del viento para nuestro Nobel. Digámoslo de una vez: le tiene terror. El Gabo le cuenta a su amigo que no volverá nunca a Cadaqués, el pueblo catalán donde Lorca se enamoró apasionadamente, para su mal, de Salvador Dalí. Porque un día, dice, “estábamos alojados en un hotel, cuando empezó a soplar la tramontana, ese viento terrible que destroza los nervios. Duramos Mercedes y yo tres días encerrados en el cuarto sin poder salir. Tuve entonces, sin ninguna duda, la impresión de estar afrontando un riesgo mortal. Supe que si salía vivo de Cadaqués, no podría volver nunca”.
Como escribo desde el mismo Caribe del Gabo, me viene a la mente otra razón, esta vez climatológica, para este terror ya literario. Y es que una de las amenazas naturales más grandes que enfrenta el trópico es la del viento llevado a su enésima potencia: el huracán. La palabra, por cierto, viene del Popol Vuh, una de cuyas deidades lleva su nombre. Llámese Huracán, Eolo, Ehécatl (Quetzalcóatl como Señor del Viento), el temido fenómeno natural también ha sido elevado a rango mítico por un puertorriqueño: Luis Palés Matos.
Nuestro poeta mayor tiene el enorme mérito de estrenar en las Antillas hispánicas, junto a Nicolás Guillén, Claude McKay y Aimé Césaire, y desde el Tuntún de pasa y grifería (1937), una concepción poética que constituye nuestra primera respuesta a la búsqueda de la especificidad caribeña, a la vez que el primer movimiento literario antillano en internacionalizarse: la negritud. Pero su etapa final ‒los poemas del amor y de la muerte, inspirados en la musa Filí-Melé‒ culmina su obra a partir de 1949 con una honda autorreferencialidad que se convierte en motivo obsesivo, al plantearse el poeta la posibilidad misma de la poesía. Y es en ella cuando Palés eleva a categoría mítica ‒por su intensidad, sus transformaciones vertiginosas, y sus personificaciones ‒ la metáfora del huracán.
Antes de lograrlo, el poeta había aludido al fenómeno tropical con humor típicamente caribeño: relajo, bayoya, bayú, chacota o guachafita. En el Tuntún, presenta a las Antillas Menores bailando a su son: “Las antillas barloventeras/ pasan tremendas desazones,/ espantándose los ciclones/ con matamoscas de palmeras” (“Preludio en boricua”); “Las antillitas menores,/ titís inocentes, bailan,/ sobre el ovillo de un viento/ que el ancho golfo huracana.//Aquí está San Kitts el nene,/ el bobo de la comarca./ Pescando tiernos ciclones/ entretiene su ignorancia./ Los purga con sal de fruta,/ los ceba con cocos de agua,/ y adultos ya,/ los remite,/ c.o.d. a sus hermanas,/ para que se desayunen/ con tormenta rebozada” (“Canción festiva para ser llorada.”)
Pero el huracán no se torna mítico hasta que aparece ligado a la gran aportación palesiana al emblema de la antillanía: el arquetipo de la mulata danzante, sensual y libertaria, que en evolución caleidoscópica asume diversos nombres: Tembandumba, Lepromonida, Mulata-Antilla, Filí-Melé). Validando con sus continuos cambios ‒mujer-árbol, mujer-isla, mujer-velero, mujer-templo, mujer-poesía‒ lo que el más grande de los mitólogos, Ovidio, nombró como la esencia del mito: la metamorfosis. Y ofreciendo la versión caribeña tanto de las deidades clásicas (Venus, Galatea, Dafne, Eurídice, Medusa) como de la diosa yoruba del amor: Ochún. El poeta mismo, en “La búsqueda asesina”, de su etapa final, reconoce el perpetuo movimiento como seña de identidad de Filí-Melé: “Cambio de forma en tránsito constante,/ habida y transfugada a sueño, a bruma…/ Agua-luz lagrimándose en diamante,/ diamante sollozándose en espuma.”
En un poema decididamente antiimperialista, “Plena del menéalo”, de 1952, la Mulata-Antilla desafía al ciclón colonial, convirtiéndose ella misma en huracán danzante: “En el raudo movimiento/ se despliega tu faldón/ como una vela en el viento;/ tus nalgas son el timón/ y tu pecho el tajamar;/ vamos, velera del mar,/ a correr este ciclón,/ que de tu diestro marear/ depende tu salvación./ ¡A bailar!/[...] Dale a la popa, mulata,/ proyecta en la eternidad/ ese tumbo de caderas/ que es ráfaga de huracán,/ y menéalo, menéalo,/de aquí payá, de ayá pacá,/ menéalo, menéalo,/ ¡para que rabie el Tío Sam!”
Pero no es la primera vez que Ella, la musa palesiana, deviene en huracán. Ya lo había personificado en el primer poema negrista de Palés, “Danzarina africana”, de 1917, en el que la hembra ejerce su poderosa seducción bailando: “¡Oh negra densa y bárbara! Tu seno/ esconde el salomónico veneno./ Y desatas terribles espirales,/ cuando alrededor del macho resistente/ te revuelves, porosa y absorbente,/ como la arena de tus arenales.”
En el poema “Boceto”, que inicia el ciclo de Filí-Melé, la musa mulata emerge danzando, convertida en una de las manifestaciones más temibles del huracán:
Eres como el aire detenido
en lámina de música ondulante,
te mueves, vuelo hacia país flotante,
por alígero numen concebido.A cada movimiento del movido
volar de tu pisar, arco radiante
trémulo irradia de tu pie volante
en eje luminoso convertido.Una, dos, tres pisadas armoniosas,
cuatro, cinco, seis ruedas luminosas
con tu planta por mágico sustento.Pienso, al mirar lo que tu ser despide,
que en la cadencia de tu andar reside
el don creador de luz y movimiento.
Visualicemos por un momento la imagen de un tornado: la amada se sostiene en un pie para girar, para danzar, dibujando el inicio suave de las espirales de viento de un torbellino que tocará tierra con esa misma planta que lo sustenta. La danza de la musa esboza la silueta del huracán que se va cuajando en el pecho del poeta en “La búsqueda asesina”, el poema que arranca con uno de los versos más poderosos de Palés: “Yo te maté, Filí-Melé.” El poeta ya sabe que ha perdido a su amada: “¿Qué trompa de huracán hace más ruido/ que este calmazo atroz que me rodea/ y me tiene sin aire y sin sentido,/ sordo de verbo y lóbrego de idea,/ y que se anuda a mí con cerco fiero/ en yelo ardiente y negro congelado/ al detrito de acoso y desespero/ por mi íntima tensión centrifugado?” El huracán representa aquí su desesperación, su tormenta (y tormento) interior. Este aire pesado, peligrosamente quieto, del calmazo atroz del ojo del huracán, cuando todo se aquieta antes de que vuelva a estallar su furia, está en él y se le enrosca en el alma para ahogarlo. No es otra cosa que la evolución del viento que fue su amor por la musa, que también la ahogaba cual serpiente apretada en torno a su cuerpo: “mi amor ya no fue amor para quererte,/ era viento de sangre para ahogarte,/ red de oscura pasión para envolverte”.
Palés creyó perder a su musa; lo admite en un poema sin nombre: “Filí-Melé vino del sueño/ y al sueño retornó.../ Era un humo delgado, era un aire pequeño,/ que por alguna grieta del alma penetró,/ y como ni del humo ni del aire se es dueño/ un día, inesperadamente, huyó.” Pero el poeta se ha de fundir con ella en la mejor tradición del intercambio neoplatónico de las almas de los enamorados. Ambos se convierten en aire, pero en aire en movimiento, que no es otra cosa que la danza. La amada danzaba en “Boceto” cual tornado; él lo hará también, dirigido por ella, cual trompo que dibuja interminables espirales en “La búsqueda asesina”. La relación entre ambos ya es vertical: la diosa ‒al modo de las Parcas‒ maneja a su capricho a su rendido amante:
Zumbel tú, yo peonza. Vuelva el tiro,
aquel leve tirar sobre el quebranto
que a masa inerte dábale pie y giro
haciéndola cantar en risa y llanto
y en sonrisa y suspiro…
¡Vuelva, zumbel, el tiro,
que mientras tires tú me dura el canto!
Canto duradero que logra atrapar a la fugitiva musa para lanzarla a la inmortalidad. Ya lo había advertido el poeta en “Puerta al tiempo en tres voces”, al llamarla “Perdida y ya por siempre conquistada,/ fiel fugada Filí-Melé abolida”
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