martes, 10 de septiembre de 2013

EL MEJOR VERSO DE SAN JUAN DE LA CRUZ, Luce López-Baralt

El mejor verso de
San Juan de la Cruz
Luce López-Baralt
A Hugo Gutiérrez Vega, celebrando su
altísima poesía y su solidaridad puertorriqueña.
Oh quanto è corto il dire, gemía Dante en la Comedia, sabiendo que le era imposible explicar el “Amor que mueve el Sol y las demás estrellas”. La tarea de comunicar el éxtasis místico, en efecto, siempre está condenada al fracaso, porque es imposible traducir un trance suprarracional y sin límites a través del instrumento limitante del lenguaje.
Pocos escritores han asumido la derrota verbal inherente a la comunicación de la experiencia extática con la lucidez de San Juan de la Cruz. Lo único que queda claro de la experiencia abisal –el misterioso aquello que le ocurrió en otro plano de conciencia– es su condición indecible: “del éxtasis yo no querría hablar, ni aún quiero; porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería que ello es menos si lo dijese”. La experiencia fruitiva de Dios desafía el frágil entendimiento humano: “Dios, a quien va el entendimiento, excede al [mismo] entendimiento, y así es incomprensible e inaccesible al entendimiento; y por tanto, cuando el entendimiento va entendiendo, no se va llegando a Dios, sino antes apartando.
Los sentidos tampoco pueden percibir ese secreto lenguaje de Dios, por lo que “no lo saben ni lo pueden decir, ni tienen gana, porque no ven cómo”. De ahí que San Juan aconseje el silencio como la manera más apropiada para celebrar lo que ha vivido más allá del espacio-tiempo: “no hay vocablos para aclarar cosas tan subidas de Dios […] de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo y gozarlo, y callarlo el que lo tiene”. Y callarlo el que lo tiene. Recordemos estas palabras, porque a respaldar su lapidario aserto dedico estas páginas.
Paradojalmente, en el título de este ensayo anuncio que habré de explorar un verso de San Juan de la Cruz. Y un verso siempre es un constructo verbal, por sublime que sea. El poeta ha advertido, como nos consta, el desvalimiento del lenguaje para testimoniar la vivencia mística. Pero, desoyéndolo respetuosamente, intentaré rastrear ese altísimo verso, el más sapiente de toda la poesía de San Juan, que se encuentra inscrito en el “Cántico espiritual”.
Muy en la línea del Cantar de los cantares, a lo largo del poema vamos acompañando a una enamorada que se lanza tras su Amado. La protagonista poética sobrevuela los espacios, que mira desde lo alto, sin realmente hollarlos. Después de evadir majadas, oteros, montes y riberas, y tras interrogar sin fortuna a los pastores y a los bosques por el paradero de su Amor, la Esposa se detiene de súbito ante una fuente de aguas plateadas. Expresa, exaltada, un extraño deseo:
¡Oh cristalina fuente!
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!
La luz plateada del agua delata el brillo de una tenue luz lunar: ha anochecido. También los sentidos de la protagonista se anochecen, porque las secretas transformaciones del alma se dan más allá del mundo corpóreo, que queda a ciegas.
La Esposa tiende su mirada en el manantial, y el intento de auscultar su persona en el azogue plateado podría, en principio, ser peligroso: ya sabemos del destino de Narciso frente a las aguas. Pero los prodigios se suceden: cuando la protagonista poética se mira en la fuente, se enfrenta a una sorpresa descomunal: ha perdido su rostro, porque las aguas no lo reflejan. La alfaguara encendida le devuelve en cambio unos ojos. Parecería que son suyos, pues los lleva dibujados en sus entrañas, pero a la vez son los del Amado, que desea recuperar al fin. Advirtamos que la Esposa habla con actitud desiderativa, usando el “si” condicional: “si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados... “Aún no posee esos ojos: los anhela. San Juan pinta de manera magistral la unión que está a punto de sobrevenirle a la enamorada: los ojos que le devuelve la fuente por anticipado son simultáneamente de él y de ella, ya que están grabados en las entrañas de la que se mira en el manantial, “grávida de una mirada”, como dejó dicho José Ángel Valente.
El ansioso “¿Adónde te escondiste, Amado?” que inaugura el poema se comienza a contestar. La respuesta es sobrecogedora: “En mí misma.” La Esposa, fons sellata, descubre que su Amado estaba todo el tiempo en su propio ser. Su narcisismo ante el espejo no era pues peligroso, pues lo trasciende para vivir el misterio sobrecogedor del unus ambo.
No es posible establecer diferencias entre ambas miradas que se autocontemplan: ha quedado sólo una mirada encendida flotando sobre las aguas. Al menos así lo anhela la esposa. El condicional “si” y el adjetivo “deseados”, como adelanté, nos dejan ver que la emisora de los versos intuye la unión, pero no ha llegado aún a ella. Estamos en la antesala misma de la unión transformante. San Juan no ha descrito el éxtasis: se ha limitado a comunicar el deseo del éxtasis.
Pero en la próxima lira la protagonista sale de su ensueño contemplativo y exclama, conmocionada: “¡Apártalos, Amado,/ que voy de vuelo!” Los ojos deseados se han salido de la fuente, cobrando vida propia. La línea divisoria que separa al alma de Dios es sutilísima, y acaba de romperse. La Esposa teme cegarse ante la Luz de estos ojos que ahora son brasa viva, pues hemos pasado del deseo a la certeza. Las nupcias ultramundanas del alma con la divinidad se acaban de cumplir. La Amada comprende ahora que nunca trazó camino, porque ir hacia el Amado no era otra cosa que ir hacia ella misma, que sumergirse en el hondón de su ser. La intuición del cese de la dualidad que había experimentado al inclinarse sobre la alfaguara ha fructificado.
El Amado reencontrado bautiza a su pareja con un nombre aéreo –paloma– pues ontológicamente es un ser nuevo dotado de la capacidad de vuelo: “Vuélvete paloma,/ que el ciervo vulnerado/ por el otero asoma/ al aire de tu vuelo/ y fresco toma.” “Volverse” significa semánticamente tanto “ir” como “venir”, por lo que hollamos un extraño camino anulado. El poeta sabe bien de estas sendas inexistentes: “Ya por aquí no hay camino.” Aquel que le huía a la Esposa como el ciervo, dejándola herida, en la lira inicial del “Cántico”– “como el ciervo huiste”– ahora le muestra su presencia viva. Ahora, el vulnerado es él: la herida era canjeable, pues es de los dos a la vez, y da igual quien la ostente, pues ya son Uno. La protagonista poética se ha transmutado en quien más ama.
Atrás quedó pues el deseo y el humilde si condicional que interponía la esposa al inclinarse sobre el espejo de la fuente buscando al Amado. Algo crucial sucede justamente entre las dos liras: en una se intuía la unión mística; en la otra, ésta se celebra con asombro. El éxtasis o salida de sí queda patente cuando la esposa pide clemencia: “¡Apártalos, Amado,/ que voy de vuelo!” Sabemos de cierto que el trance unitivo ocurre porque, al comienzo de esta nueva lira, atisbamos la presencia fulgurante del Esposo-ciervo, otrora fugitivo, que ahora toma la palabra en un plano trascendido de conciencia donde los espacios y los tiempos se anulan.
¿Pero cómo nos comunica San Juan el paso inimaginable del plano terrenal al plano eterno? ¿Cómo sugiere el momento en cúspide donde el alma pasa a compartir la esencia infinita de Dios? San Juan no puede decir nada de ese vuelo del espíritu. Ha quedado sin palabras. Es oportuno recordar su precaución solemne: “no hay vocablos para aclarar cosas tan subidas de Dios […], de las cuales el propio lenguaje es entenderlo para sí, y sentirlo y gozarlo, y callarlo el que lo tiene”. Fiel a su magisterio, el poeta calla. Elude articular palabra alguna sobre las particularidades del trance místico. Lo pasa en silencio y lo coloca, eso sí, en el intersticio reverente que separa ambas estrofas. En el espacio de ese impronunciableallí es donde se ha rasgado la tela del encuentro. Entre la súplica desiderativa –“si […] formases de repente/ los ojos deseados/que tengo en mis entrañas dibujados”– y el hallazgo descomunal –“¡Apártalos Amado,/ que voy de vuelo!”– hay un instante al blanco vivo que contiene, en el espacio amoroso de su oquedad invisible, el mismísimo éxtasis infinito que todo el “Cántico” celebra. Imposible decirlo: el que lo sabe, no lo dice; y el que lo dice, es porque no lo sabe. Lo único que nos es dado percibir es el preñado silencio que separa las dos liras del poema. El más total, el más respetuoso, el más sapiencial de todos los silencios posibles.
“Del éxtasis yo no querría hablar, ni aún quiero.” San Juan sabe que no debe hablar, y calla, rehusando encomendar a unos pocos signos verbales –por hermosos que pudieran ser– el Misterio último. Nos veda pues el acceso a sus bodas ultramundanas, y sólo nos permite intuirlas de lejos. Nunca mejor dicho: que nadie lo miraba. El Doctor de las Nadas labra con aire la escena secreta y acalla la melodía del verso, componiendo su más alta música callada. Deja su palabra poética inviolable, como su unión con Dios. No quiere profanarla urdiendo a su alrededor ritmos e imágenes poéticas inútiles que desdigan la vivencia que ha experimentado. Estamos ante el mejor verso de San Juan de la Cruz: el verso que inscribió en el silencio, que esculpió en el viento, que supo proteger de la tosca envoltura de la palabra, el que sustrajo de la cadencia rítmica, al que le negó imagen. El que se las arregló para esconder, cual tesoro palpitante, en el intersticio invisible de las liras culminantes del “Cántico”. El mismo verso que surge centelleante, a salvo de las palabras desvalidas, para convocarnos a aprender de su silencio grávido de infinito.

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