Reseña: Un misterio trivial
Por Alberto Chimal
Publicada en Nueva York por Simon & Schuster, la nueva biografía de J. D. Salinger —que acompaña a un documental de uno de sus coautores, Shane Salerno, y a una enorme campaña publicitaria— intenta escarbar en la leyenda del escritor: en el “silencio” que mantuvo durante los últimos 45 años de su vida hasta su muerte en 2010. El resultado es decepcionante, y no porque el libro no ofrezca algunas informaciones nuevas: más bien, como suele ocurrir, las revelaciones son anticlimáticas.
La fama de recluso de Salinger es engañosa, como ya se sabía y el libro confirma: salía de su casa, se relacionaba con amigos y parientes, tenía amoríos, veía cine y televisión, escribía cartas y visitaba iglesias (fue devoto de una variedad de la filosofía vedanta durante décadas). No era un Howard Hughes: solo evitaba la vida literaria, la exposición ante los medios y la publicación…, lo que bastó, claro, para convertirlo en un freak para una cultura global obsesionada con la fama y la atención. ¿Cómo podía no querer estar todo el tiempo bajo el reflector? Los momentos más embarazosos de Salinger son los que buscan responder esa pregunta como si fuera la única posible sobre J.D. Salinger: los que se dedican solamente a complacer el morbo de fanáticos y curiosos. Largos pasajes describen las relaciones que Salinger entabló con adolescentes para averiguar, dicen los autores, si éstas fueron la base de algunos de sus cuentos más famosos; largos pasajes describen los horrores sufridos por soldados estadunidenses en la Segunda Guerra Mundial, y de vez en cuando recuerdan que “a Salinger le pasó eso también, porque fue soldado”, presuntamente con el fin de indagar si el escritor fue víctima de lo que hoy llamamos síndrome de estrés postraumático, y si ese “trauma” explica el carácter de Holden Caulfield, el protagonista de su gran novela El guardián entre el centeno. Etcétera. Los testimonios de amigos, familiares, estudiosos, escritores y otros están estructurados para llegar a la conclusión sensacionalista que cabía esperar: tuvo que estar “enfermo” —que ser “anormal”— para escribir con ese genio.
Pero el misterio del “trauma” de Salinger es trivial. De una forma u otra el arte es, siempre, la expresión de alguna herida: el resultado de un choque con el mundo, sutil o violento, que al expresarse se remedia o por lo menos se articula. Lo que separa a Salinger de otros escritores no es esa violencia, ni sus detalles, sino sus consecuencias en los textos. Y, por lo tanto, se puede ver la obra disponible, autorizada por Salinger y sus herederos, así como en la otra: la que aún puede aparecer (Salinger anuncia, sin dar fuentes, cinco libros más que se preparan para publicación póstuma) y la que ha sido suprimida u oculta.
Tal vez incluso bastaría lo que sí se puede leer —la novela, las tres colecciones de cuentos, los escasos textos sueltos— para entender esa parte del pensamiento de su autor.Un ejemplo. En 1965, Salinger publicó por última vez en su vida: “Hapworth 16, 1924”, un cuento muy largo, casi unánimemente despreciado por “inverosímil” y “pedante”, es una carta atribuida a Seymour Glass, uno de sus personajes emblemáticos, que a los siete años da la impresión de ser una especie de sabio reencarnado, con recuerdos y conocimientos más allá de su edad en esta vida, una capacidad sobrehumana para leer y, quizá, el don de la profecía. Años antes, en 1948, Salinger se había convertido en una celebridad literaria con otro cuento: “Un día perfecto para el pez banana”, en el que Seymour es un hombre casado y veterano de guerra que se suicida de manera desconcertante. Más allá de toda otra consideración, “Hapworth 16, 1924” da antecedentes del personaje que ponen su muerte en perspectiva: el sufrimiento del mundo puede destruir no solo a un mero ser humano —lo que sería obvio— sino incluso a uno que ha tenido contacto con lo trascendente. Así de enorme es el peso de la vida, dice Salinger, con lo que resulta ser un precursor —uno no superado— de su nueva biografía.
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