“El árbol de la literatura”: Juan Goytisolo |
No pudiendo eludir una vez más la obligación de referirme a mi trabajo de escritor a pesar de la arraigada convicción, tantas veces expuesta, de que, si el esfuerzo generador de una obra incumbe al autor, el resultado de ella pertenece a todo el mundo con excepción del mismo, voy a centrarme aquí no en mi quehacer novelesco (personas mucho más capacitadas que yo se han ocupado ya en el tema), sino en la exigencia ética que lo vertebra: el código de honor personal propio de todo autor que se estime y decida poner su vida entera al servicio de lo que juzga más importante de ella, esto es, su labor creativa.
Este código personal varía, como es natural, de un autor a otro e incluye o no valores humanos de bondad, honradez, generosidad y criterios de ética social y cívica; como nos enseña la experiencia, el creador riguroso consigo mismo puede muy bien carecer de estos últimos, ser un sujeto arribista, insensible, utilitario o cínico y mantener en cambio la indispensable exigencia respecto a su empresa artística en la singladura de su arriesgada navegación: naufragar como persona desde el punto de una ética social embebida de valores progresistas y triunfar, no obstante, en su difícil empeño de creador.
La historia reciente nos procura algunos ejemplos de ello: de autores censurables conforme a criterios avalados por la opinión común y evolución histórica, pero merecedores como artistas de nuestra rendida admiración.
Dicha contradicción chocante ha originado un interminable y a mi entender estéril debate entre quienes al condenar al hombre condenan al artista y los que al salvar al artista se muestran indulgentes con los errores y defectos del hombre; sí, a decir verdad, la antinomia entre moral y estética revela la vieja ambigüedad de las relaciones existentes entre la sociedad y el creador, en tanto y en cuanto que la primera juzga al segundo con criterios ajenos a los que articulan su particular aventura artística.
Quien adopta una postura o participa en una acción política y moralmente reprobable desde el punto de vista de un consenso ético-social, ¿puede producir una obra literaria válida?, se preguntan confusos los buenos ciudadanos; o, en otros términos, el logro artístico de aquella, ¿tiene la increíble facultad de suspender nuestro juicio moral acerca de quien la engendró?
Plantear la cuestión en estos términos nos mantiene en un terreno propicio a toda suerte de trampas y equívocos, y vamos a tratar de salir de él. Por un lado, conviene recordar que, en virtud de su carácter evolutivo y maleable, la opinión común está sujeta a opiniones y cambios que, aun entre quienes se sitúan en el ámbito de una ética social abierta a los valores de la libertad, democracia y progreso, su fidelidad ciega a los mismos puede conducirles, como hoy sabemos, a abrazar y sostener errores incluso horrores.
Por otro, habrá que tener bien presente, a la hora de formular juicios negativos o aprobatorios, que la relación del poeta, dramaturgo o autor de ficciones con la sociedad en que vive y a cuyo encargo social responde es, en cualquier caso, menos importante que la que le une al corpus literario de su lengua y, a partir de éste, al patrimonio literario universal.
Sólo abandonando la concepción tradicional de ese compromiso con las fuerzas que encarnan la dinámica social de su país y su tiempo por otras respecto al tronco arborescente y frondoso dela literatura de la que es vástago, podremos ver las cosas más claras y establecer un código de honor personal del creador gracias al cual la antítesis a la que antes nos referíamos perderá su razón de ser: si, como sostengo desde hace años, el deber primordial del escritor es devolver a la comunidad cultural y lingüística a la que pertenece un idioma nuevo, distinto y más rico del que recibió de ella en el momento de emprender su tarea, la formulación ética dela exigencia se sitúa en un campo distinto del que evocaba al comienzo de este texto.
Pues el escritor que toma su trabajo a pecho se enfrenta ab initio a la existencia de un árbol cuya vida aspira a prolongar y, sobre todo, enriquecer, y cuanto más alto, copudo, espeso y ramificante sea aquél mayores serán sus posibilidades de juego y aventura, su campo de maniobras de artista dentro del cual emprenderá sus rastreos y andanzas. Mientras podemos identificar fácilmente al escritor de segunda fila por su reductivismo imitador –su adscripción a un determinado modelo canon-, el escritor que aspire a dejar una huella, a crear un ramal o bifurcación en su ´árbol, no estará sujeto a influencia particular alguna porque su voracidad literaria le vedará detenerse en un autor concreto, en un molde único: como Cervantes o Borges, ambicionará saquearla totalidad del acervo cultural de su tiempo.
El maravilloso diálogo del autor con el árbol se llevará a cabo sin tener en cuenta los gustos y criterios dela época, abarcara el pasado como el presente, descubrirá las semillas de la modernidad en los mal llamados siglos oscuros, ahondará en las raíces del tronco y su conexión con diversas culturas. Empresa exaltadora y demencial que, como demuestra el ejemplo de Cervantes, transmuta sutilmente la locura del personaje chiflado por sus lecturas caballerescas en la locura del autor trastornado a la postre por el poder vertiginoso de la literatura.
El escritor consciente de sus privilegiadas relaciones con el árbol entablará diálogo con todos y cada uno de los componentes que lo integran, de los brotes más novales y tiernos a las raíces secundarias de donde brotan a veces los esquejes y plantas adventicias. A medida que ahonde en los sustratos en los que aquél crece y descubre su enlace soterrado con los demás árboles, arbustos y plantas del bosque portentoso dela escritura, asumirá la tesitura libre y abierta de nuestros antiguos y auténticos modernistas; su obra será así crítica y creación, literatura y discurso sobre la literatura.
Un árbol vasto, complejo y frondoso como el de las letras castellanas es un verdadero festín para el creador comprometido a fondo con su quehacer solitario: la multiplicidad de raíces grecolatinas, hebreas y árabes, sus mestizajes fecundos, trasvases, metamorfosis, opacidades, misterios le brindan una posibilidad excepcional de expandir su propia creación, de extender sin cesar a nuevas y enjundiosas áreas las reglas de su juego.
Mi interés delos últimos años por autores prerrenacentistas –Juan Ruíz, Rojas, Delicado- y posmudéjares –San Juan dela Cruz, Cervantes- se debe ante todo a que la composición y estructura de sus obras no obedecen, como en el caso de los primeros, a la aplicación de un modelo o canon, sino que son fruto, se diría, de un desarrollo puramente orgánico o, tratándose del reformador carmelita, de una onírica y casi indescifrable lógica interna, emparentada de un lado con el irracionalismo verbal de la vanguardia artística de nuestro siglo y del otro la sutil y multívoca expresión sufí.
La relectura de Cevantes por Borges y de Góngora por Lezama Lima han impulsado en el ámbito de nuestro idioma una poderosa corriente novelística, fundada precisamente en un compromiso total del narrador con ese árbol nutricio, cuyas hojas son libros, códices, manuscritos, cartas, poemas: obras como Don Julián, Juan sin tierra oMakbara no son novelas a secas, sino textos elaborados en correspondencia y polígonocon Góngora, Cervantes y el Arcipreste de Hita, producto de un merodeo obsesivo por el árbol y su proliferante ramaje.
Vislumbrar las señas inequívocas de la modernidad en la tesitura receptiva y abierta del arte medieval y su prolongación mudéjar; volver una y otra vez a la locura de Cervantes, admirables dislates de San Juan dela Cruz, genialidad incandescente de Góngora es la delidad que se le debe exigir al creador: su empeño apasionado, absoluto, absorbente con el árbol que le alimenta y al que, con humildad y amor, agregará algún día, si puede, sus propios y modestos frutos.
Juan Goytisolo© Revista Vuelta Número 128/Julio de 1987
*Tomado del blog de Juan Zapato.
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