sábado, 18 de abril de 2015

EL GABO NUESTRO DE CADA DÍA, Guillermo vega Zaragoza (Primera Parte, de Dos)


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I. MIS DOS PADRES
Es muy feo que a uno se le muera el padre dos veces. A mí me acaba de suceder. Primero Constantino Vega Mendieta a los 89 años y después Gabriel García Márquez a los 87. Yo no sabía que el segundo también era mi padre hasta que vi una foto suya en la contraportada de un libro que encontré mientras husmeaba en el librero de unos de mis hermanos: vestía chamarra de cuadros negros y rojos, igualita a una que siempre usaba mi papá. El bigote, las cejas, el cabello, los ojos, todo igualito a mi papá. Se la enseñé a mi mamá.
—¿A quién se parece?
Casi se va para atrás de la impresión:
—¿Qué hace allí tu papá?
—No sé, aquí dice que se llama Gabriel García Márquez y que es colombiano.
—Válgame, a mí me dijo antes de casarnos que era argentino y luego que español y terminó siendo poblano.
En la noche, cuando mi papá regresó del trabajo, le enseñamos la foto.
—Ah, chingao. Ese cabrón se parece a mí —y se carcajeó.
Eso fue todo. Ninguna explicación ni nada.
Tiempo después vi otra foto de mi papá, ahora en el periódico. Traía sus lentes, esos grandotes de pasta que usaba para leer. Vestía un saco de cuadritos blancos y cafés, el único que tenía en el closet, el que se ponía en las ocasiones especiales, porque para usar a diario le gustaban más los chalecos de estambre y los suéteres, muy serio, en una conferencia de algo así muy importante. Ya no se la enseñé a mi mamá. ¿Para qué?
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García Márquez fotografiado por Sara Facio, 1967 
©Sara Facio.
Con el tiempo aprendí que mi papá, en las diferentes etapas de su vida, siempre se parecía a alguien más. En las fotos de su boda se parecía a Luis Aguilar, el cantante, el Gallo GIRO, que salía de motociclista de tránsito con Pedro Infante en A.T.M. A toda máquina y ¿Qué te ha dado esa mujer? Ya más grande, una de mis tías decía que era igualito a Anthony Quinn en Zorba el griego. Y en sus últimos años se terminó pareciendo a Saddam Hussein.
Pero siempre supe que era el Gabo. Incluso enseñaban la lengua de la misma forma cuando veían una cámara y les gustaba usar guayabera. Lo único que nunca entendí era cómo le hacía para escribir todos esos libros, si nunca lo vi ante una máquina de escribir, ni siquiera garabateando algo en un cuaderno, ni quién le contó todas esas historias que sucedían en Macondo, si él nació y vivió en Puebla, un rato en Ciudad Juárez y luego el resto de su vida en la Ciudad de México. 
Para mí que todo eso se lo inventó.
II. LA OBLIGACIÓN DE LA OBRA MAESTRA
En los párrafos iniciales de La tumba sin sosiego, el crítico inglés Cyril Connolly escribió: “Cuantos más libros leemos, mejor advertimos que la función genuina de un escritor es producir una obra maestra y que ninguna otra finalidad tiene la menor importancia… Todas las incursiones en el periodismo, la radio, la propaganda y el cine, por grandiosas que sean, están de antemano destinadas a la decepción. Poner lo mejor nuestro en estas formas es otra insensatez, pues con ello condenamos al olvido las buenas ideas lo mismo que las malas. En la naturaleza de tales trabajos está el no perdurar, así que nunca deberíamos emprenderlos”.
Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927-Ciudad de México, 2014) terminó por aprender todo esto durante su estancia en México, cuando renunció al periodismo y quemó sus naves para hacer carrera en el cine, pero al no encontrar lo que esperaba, mandó todo al demonio y se dedicó a escribir febrilmente durante 18 mesesCien años de soledad, que sería la obra con la que alcanzó fama mundial y, a la larga, le llevó a ganar el Premio Nobel de Literatura en 1982.
Ahora podemos ver que todos sus intentos literarios anteriores (el puñado de cuentos de Los funerales de la Mamá Grande y novelas como La hojarascaEl coronel no tiene quien le escriba, La mala hora) en realidad fueron preparativos para llegar a Cien años… Sin embargo, García Márquez no consideraba a esta su mejor obra sino a El amor en los tiempos del cólera. Llegó a decir que él aprendió a escribir para contar la historia de cómo se enamoraron sus padres. Y una vez que lo hubo hecho, no le quedó mucho más por decir. En efecto, siguieron apareciendo libros suyos (su última gran novela fue El general en su laberinto en 1989) y se dedicó a preparar sus memorias, de las que solo apareció el primer tomo en 2002. No sé sabe si en efecto terminó los dos volúmenes restantes que anunció entonces. Lo que sí se sabe ahora es que en 2007 le confesó a un amigo periodista colombiano que no volvería a escribir porque la memoria lo había abandonado. “No va a haber ni dos ni tres ni nada. Ya no me acuerdo de nada, y yo, como todos los escritores, vivo de la memoria, de lo que recuerdo, de los personajes y los hechos que tengo en la memoria. Y la memoria, Juan, ya me abandonó”, reveló Rafael Croda, en la revista Proceso del 20 de abril de 2014, que le dijo García Márquez a su amigo Juan Gossain.
Gabriel García Márquez tuvo la decencia (que otros no tuvieron) de, primero, asumir que ya había dado lo que tenía que dar, y que no iba a atentar contra su propio legado mandando a las prensas obras que no estaban a su altura (siempre fue evidente que Memoria de mis putas tristes fue un ejercicio —magistral, pero ejercicio a fin de cuentas— que se encontraron en algún cajón y decidieron publicar). Y segundo, él y su familia tuvieron el pudor y la prudencia de conservar en la privacidad su deterioro físico y mental, para evitar que ello se convirtiera en un circo mediático.

III. MI NO ENCUENTRO CON EL GABO
Muchas personas han escrito sus anécdotas acerca de los encuentros que tuvieron con el Gabo. Algunos aseguran que leyeron Cien años de soledad incluso antes de que se le ocurriera escribirla. Por eso he decidido contar aquí mi no encuentro con García Márquez.
Fue por ahí del año 2005. Estaba tomando un café, en el Sanborns de Insurgentes casi esquina con Félix Cuevas, con una amiga (ex alumna que me gustaba mucho y, pues, andaba yo haciendo mi luchita, que no es más que la verdad).
Un hombre, vestido todo de blanco, entró acompañado de dos jovencitas, casi veinteañeras. Se fueron a sentar a una de las mesas del fondo. De inmediato, el capitán, o como se le llame al jefe de los meseros, fue a atenderlos diligentemente. Dos meseras se le sumaron y muy amables les tomaron la orden.
—¿Ya viste quién llegó? —le dije a mi amiga, como si maldita la cosa, y le di un sorbo a mi café.
—No. ¿Quién? —dijo sorprendida.
—Fíjate, allá, al fondo —dije, señalando con la mirada.
Entonces ella se volvió y vio al hombre, platicando animadamente con las dos jovencitas.
—¿Quién es?
—Gabo —dije, como si me llevara de a cuartos con él desde los tiempos en que andaba descalzo jugando en las polvosas calles de Aracataca.
—¡Noooooooooooo! —exclamó, incrédula— ¿El de Cien años de soledad?
—¿Qué, hay otro?
—¿Y tú te quedas así, tan tranquilo? —me reclamó, como si el hecho de estar a unos pasos de un Premio Nobel fuera un pretexto perfecto para saltar y berrear de júbilo.
—¿Por qué no? ¿Qué tendría que hacer?
—No sé —dijo, tratando de encontrar algo en su bolso—. Pedirle su autógrafo. Entrevistarlo.
—¿Y yo por qué lo voy a entrevistar, si la que está estudiando para periodista eres tú?
—Tienes razón —dijo, sorprendida de haberse topado de nuevo con su profesión—. ¿Pero estás seguro que es él?
Miró de nuevo fijamente hacia el fondo del lugar. No había duda: tenía el bigote, los lentes y la cara de García Márquez.
—Claro —dije, muy seguro—. Si no me crees, pregúntale al capitán.
Llamó al tipo, que estaba muy entretenido platicando con la cajera y mirando en dirección al Gabo, igual que nosotros. Pero, en el lugar a medio llenar, nadie más parecía hacerle el menor caso a ese anciano que, a juzgar por las carcajadas, se la estaba pasando bomba con las que podrían ser sus nietas o sobrinas.

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