lunes, 5 de octubre de 2015

EL MUNDO RARO DE UN POETA, Gustavo Ogarrio


Gustavo Ogarrio
para Lucinda, para Luis
“El poeta no es ni mucho menos un místico o un ser especial, sino una persona que canta lo que a todos pertenece”, solía decir Hugo Gutiérrez Vega, con la devoción de un poeta cuyo peregrinaje por las grandes tradiciones literarias del mundo también se refugia en una humildad no pedante, en la reivindicación de la poesía como un oficio sin privilegios cultos, que articula su herencia letrada con el canto popular del bolerista. A su voz grave, modulada, de actor consumado, le debemos una de las lecturas en voz alta más bellas de la canción “Un mundo raro”, de José Alfredo Jiménez. Sin duda, Gutiérez Vega buscaba ese canto de lo que a todas y todos pertenece más allá de la poesía, y lo encontró también en José Alfredo, consignado en el poema “Cuántas luces dejaste encendidas”: “La cantina y su rincón oscuro,/ las palabras cansadas de rogarle,/el círculo dejado por la copa,/la pedida canción, el abandono…”.

Poeta figurativo sin desbordamientos, transparente, la obra de Gutiérrez Vega siempre estuvo marcada por una particular apropiación de la entonación popular. Admirador incansable de José Rubén Romero, de su geografía lingüística y de esa expresión popular que abrevó de los pueblos de Michoacán, el tono de conversación de la poesía de Gutiérrez Vega es “una sola corriente” modulada por el eterno retorno a la infancia, a los territorios de la provincia, a Lagos de Moreno, a Guadalajara, que se articulan a su experiencia cosmopolita como diplomático: “He viajado mucho y vivido en diversos países por razones profesionales, pero la casa de la infancia sigue siendo el tema central”, le dijo en una entrevista a Marco Antonio Campos.


Retrato del poeta, realizado por José Hierro Fotos: Archivo La Jornada
Gutiérrez Vega será un poeta definitivo en un mundo de tendencias totalitarias, en el gran teatro de máscaras que es la vida y la poesía. Su muerte cumplirá cabalmente con ese juego de máscaras al que tanto le gustaba aludir, el pacto secreto entre poesía y teatro: el lento camino hacia la desaparición también va forjando nuestra verdadera máscara, la definitiva, para dejar en el pasado las máscaras que hemos sido. Esta definitividad debe ser entendida también como el nacimiento del lector futuro de su obra: el otro pacto secreto en el que la poesía de Gutiérrez Vega es lanzada al abismo del futuro, al lector no nacido que buscará el pasado en las huellas de una intimidad en la que sólo puede penetrar la poesía. Me refiero a poemas como “Análisis de una situación doméstica”, en el que los hábitos y la vida diaria dejan ver ese enroscamiento temporal, casi imperceptible, entre vida y muerte: “Como si no supieras que la noche/ toca ya en los antiguos ventanales,/ como ignorando al astro que destruye/ las risas de la tarde,/ suavemente/ persistes en la feliz tarea/ de remendar las cosas, ocultar deterioros/ y presentar las almas de la casa/ ‘rotitas, pero limpias’, preparadas/ para la prueba de los buenos días./ Tejes el entramado de este clima/ donde crecen los seres. Nunca notas/ que esta bella y terrible serpiente de las horas/ se va enroscando al fondo del pasillo./ Me dices con razón que es más bien bella/ (nuestro miedo está al fondo del segundo adjetivo)./ Pasan los días, se cierran los caminos/ y nuestra condición construye puentes./ Corre el río, la tarde se diluye,/ el crepúsculo invade las ventanas,/ los bellos adjetivos reconstruyen/ los cambios de la luz, se multiplican/ los signos de la paz y tú sonríes/ –esa sonrisa nos levanta el alma–/ cuando la tarde oculta sus miradas./ Y como nada pasa, izamos velas/ para cruzar el golfo de la noche”.

Quiero evocar a Hugo Gutiérrez Vega como un poeta de cierta intimidad doliente, “de la muerte”, “del tiempo”, pero también irónica; sí como un “peregrino del deseo”, con toda la resonancia religiosa de belleza secularizada y vuelta indómita en los territorios del pecado festivo, pero también como un poeta cuya generosidad con los jóvenes creció paralela a su poesía. Un poeta cuyo verdadero rostro es el de un viejo sabio y socarrón que se confundirá para siempre con los gestos de ese niño que todavía mira con asombro el teatro irónico de la abuela devota en Lagos de Moreno, desde una provincia llamada mundo.

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