Pintó a Juan Rulfo, a Gabriel García Márquez y a Carlos Fuentes,
entre otros.
Elena Poniatowska
Lucinda Urrusti, nacida en 1929, en Melilla, Marruecos, vino a México con sus padres a los diez años a raíz de la Guerra civil de España en 1939. Después de estudiar en La Esmeralda se hizo pintora y entre otros grandes retratos pintó el de Juan Rulfo, el de Gabriel García Márquez, el de su propia madre, doña Felisa y el de Carlos Fuentes, quien al verse por primera vez en el caballete en la casa de Lucinda en Xochimilco, exclamó: “¡Pero me has hecho como Dios!” Gabriel García Márquez, que lo acompañaba, intervino: “¿Qué no lo eres?” Deslumbrados, dijeron que el retrato de grandes proporciones impactaría no sólo al mundo intelectual sino al celestial. Fuentes, blanco y luminoso, es un espejo desenterrado (él, que tanto habló del espejo enterrado) que aparece en una tela que ilumina el espacio varios metros a la redonda.
Lucinda ofreció una comida en su casa floreada de Xochimilco para que Álvaro Mutis y su mujer, Carmen; Gabo y su mujer, Mercedes Barcha, y Carlos Fuentes y Silvia Lemus inauguraran el fantástico retrato de Fuentes.
“Los Fuentes llegaron tarde –cuenta Lucinda– porque Silvia toma dos o tres horas en arreglarse. Me llamaron que estaban perdidos y se presentaron enojados. Carlos le reclamó a Silvia: ‘Siempre me hace esperar, nunca llegamos puntuales a nada, hemos perdido aviones en varias ocasiones.’ Me consta la impuntualidad de Silvia porque alguna vez me citó a mediodía a comer en San Ángel Inn y llegó a las dos horas, cuando ya me iba yo.”
(Los retratos de Lucinda Urrusti son extraordinarios. Alí Chumacero habló de la poesía de los dos retratos de Felisa, madre de Lucinda. Octavio Paz, Ramón Xirau, Jaime García Terrés y Alfonso García Robles cuelgan en la galería de miembros de El Colegio Nacional. Los apuntes sobre Gabriel García Márquez también han causado sensación.)
En 1939, Lucinda, su padre Rafael, que era militar de carrera, su madre Felisa y su hermano, pasaron la frontera de la España republicana a Francia “con miles de familias republicanas que caminaban hacia los Pirineos y sufrieron grandes penalidades. Cientos de miles cargamos lo poco que pudimos salvar y tuvimos que lidiar con los gendarmes franceses que sólo nos decían: ‘Allez- y, allez- y…’ y nos desvalijaban”.
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“Creo que los franceses, al tratarnos tan mal, le apostaron a Hitler, lo hicieron por temor, para hacer méritos ante Hitler. Lamentablemente, Vichy y Pétain fueron colaboracionistas. Mi madre escondió un reloj Longines de oro que mi padre usaba en la bolsa de su chaleco y lo guardó en el momento en que nos enviaron con seiscientos ancianos y ancianas, madres de familia con sus hijos, al norte de Francia, a Pas de Calais, cerca ya de Inglaterra. Mi padre quedó en el peor campo de concentración imaginable, el de Argeles sur Mer, en la playa, a ras de la arena, en medio de ventiscas de arena y de agua, en el que murieron muchos de los que no tenían ni tienda de campaña y sólo podían protegerse con lo que traían puesto. Nosotros por lo menos tuvimos paja para recostarnos encima y mi madre juntó trapitos de no sé dónde para hacernos una colchoneta que rompió el carcelero porque ‘todo tiene que ser igual para todos’. A diferencia de los militares, el pueblo francés se portó de maravilla y nos hacía llegar chocolate, azúcar, pan. Mi madre por fin pudo recibir noticias de mi padre en Argeles sur Mer y gracias al general Cárdenas, ¡bendito para todos nosotros!, conseguimos viajar a México en los barcos que él fletó y llamó ‘Barcos de la Libertad’, fíjate qué bonito nombre. México nos abrió sus puertas y venimos en el Sinaia. Embarcamos en Set, cerca de Marsella. Reencontramos en el puerto a mi padre –esquelético y muy maltratado psicológicamente– y viajamos a México en pésimas condiciones en la cala, en una de las tres oscuras bodegas, hasta que a mi padre se le ocurrió subirnos a cubierta y meternos en una lancha salvavidas: ‘¡Qué genio de mi padre, qué rico se está acá!’, aunque a las cinco de la mañana nos tocó el regaderazo gratis de los marineros que lavan la cubierta. En las tardes, también en cubierta, Fernando y Susana Gamboa nos daban conferencias de cómo era México y eso nos animaba una barbaridad.
”En Veracruz, el acogimiento fue el más cálido y fervoroso que te puedas imaginar. Todo el puerto salió a recibirnos agitando banderitas y globos. Pero ¡qué maravilla! Leíamos distintas pancartas: ‘¡Queridos hermanos españoles, somos el sindicato tal y les damos la bienvenida!’ Levantaban hacia nosotros charolas de piñas y mangos. Recuerdo mucho los aguacates. ‘Oye ¿qué es, papá?’ ‘Es una mantequilla verde riquísima’, me explicaba mi padre, que había estado en África. Al ver desde cubierta una manta del ‘Sindicato de Tortilleras’, una amiga le comentó a mi madre: ‘¡Mira tú qué fenomenal, yo no sabía que comen tanta tortilla, hasta sindicato tienen!’ Creía que era la tortilla española, la de papas y huevos. Todos los veracruzanos nos invitaban a su casa a comer, a cenar y esa cordialidad nos emocionó sobre todo después de pasar tantas persecuciones, tanta humillación y tanta hambre.”
“¡Ay, la niña dibuja!”
“En México, mi padre (general de la República) fue nuestro primer maestro en matemáticas, álgebra, geometría, gramática, geografía, etcétera. Mi madre cosía primorosamente para El Palacio de Hierro y El Puerto de Liverpool y otras tiendas, y así nos mantuvimos. Tenía clientas que iban a la casa y un día me vieron inclinada sobre mi cuaderno blanco: ‘¡Ay, la niña dibuja!’ Me pi-dieron que les hiciera un retrato. Conocimos a Salvador Zubirán, el médico, que decidió llevar a su sobrina o a su hija para que yo le hiciera un retrato y me pagó una fortuna: 100 pesos. ¡Qué barbaridad! Con aquellos pesos mi hermano pudo comprarse su libro de anatomía.
Clases de pintura en La Esmeralda, circa 1958
Foto: Memoria de labores, 1954-1958/ fuente: www.discursovisual.net
“Pensé en elegir Arquitectura como carrera universitaria, pero me di cuenta de que mi vocación era pintar y en 1948 me metí a La Esmeralda, a la que asistían veteranos americanos, supongo que de la guerra de Vietnam (sic). El director era Antonio Rodríguez y conocí a un ser entrañable, el Corcito, gran pintor y dispuesto a ayudar en todo. Fue una época linda de mi vida. Mi maestro de dibujo era Jesús Guerrero Galván, Federico Cantú daba fresco, Agustín Lazo, óleo, y me di cuenta de que además de maestros estupendos eran pintores muy respetables que me dejaban en libertad. De los Tres Grandes, al que yo más admiraba era a Orozco y le llevé un dibujo a su andamio. Para mí era como conocer a Dios Padre. Orozco me elogió. También conocí años más tarde a Diego Rivera y me senté junto a él en la casa de Lupe su hija en la esquina de Calero, en San Ángel. Mis dos hijos –Juan David y Joaquín, el menor que falleció de cáncer– eran amigos de los hijos de Lupe Rivera y jugaban juntos en la calle, que no tenía tráfico. Lupe Rivera me sentó en una banca al lado de Diego, que también fue padrísima gente conmigo aunque yo tenía miedo de que me comiera.
”Empecé a tener éxito como retratista. Las señoras me pedían que les quitara la papada, que les mejorara la espalda, el mentón, el peinado, y había que darles gusto dándote de cabezazos, pero me pagaron muy bien y eso ayudó a la familia a salir adelante. Lo menos afortunado que hice en toda mi vida fue casarme con Archibaldo Burns, pero mis dos hijos son lo mejor.
–¿Y por qué te casaste, Lucinda?
–Me casé con Archibaldo Burns porque él era el galán de la época. Rico, guapo, inteligente, codiciado por todas las madres de familia, el mejor partido. Un cronista de sociales anunció en su columna en Excélsior que “el soltero más codiciado de México se casa con una gachupinita que dicen que para el tráfico”. En esa época yo era compañera de escuela de pintura de Lilia Carrillo, que falleció de cáncer. Ricardo Guerra, filósofo del grupo Hiperión, me pretendía. Cuando vio que yo no iba a hacerle caso, se hizo novio de Lilia Carrillo, a quien iba a buscar a la salida de clases. Muchas veces me he preguntado: ¿por qué me casé? Quizá toda esa aureola de rico, educado en Inglaterra, conocedor de muchos idiomas, culto, guapísimo, hombre de mundo, quizá todo me deslumbró, como deslumbraba a las jóvenes casaderas de México. ¡Y a las mamás de las casaderas! Archibaldo montaba a caballo, pertenecía a clubs hípicos, jugaba polo y tenía caballos únicos, casi pegasos o unicornios traídos del mundo entero, mejor dicho del más allá. En uno de esos juegos de polo se cayó y se fastidió varias vértebras y ya no pudo seguir montando. Fue entonces, ya muy tarde, cuando descubrió la cultura.
”Aunque Archibaldo creía que sabía todo, no había hecho estudios serios de nada. Descubrió la cultura ya de adultísimo, a partir de su caída del caballo jugando al polo, porque antes era un niño bien, enviado por sus padres a internados en Inglaterra, creo que en Eton o en Cambridge. Me contó que varios de sus compañeros podían tener su coche privado esperándolos en el estacionamiento del campus.
”Archibaldo Burns era hijo único; su madre Carmen Luján y sus tías habían sido dueñas de Torreón. Tenían fincas algodoneras y la tía Lola embelesaba a todos contándoles de la pizca y de la inmensidad de las tierras cubiertas de copos de algodón. Casi todo Torreón les pertenecía, como el estado de Chihuahua perteneció a la familia Terrazas. En una ocasión le preguntaron a un Terrazas si era de Chihuahua y respondió: ’No, Chihuahua es mío.’ Las Luján eran ricas, apostólicas, católicas. Archibaldo ya no era un jovenazo de veintitantos años y había tenido varias novias y otras tantas amantes. Con Dolores del Río tuvo una relación de un año y ella declaró que se había enamorado perdida de él. Como Archibaldo era hijo único, su madre, Carmen, ya quería nietos y me acogió bien aunque me examinó de pies a cabeza. Ella y las tías hicieron una comida sólo para interrogarme. En esa casa, en la calle de Francisco Sosa, conocí a Lolita Miranda, que era medio francesa y habría de casarse con René Creel. A ambas nos aceptaron las tías Luján, porque éramos blanquitas y europeas, por eso pasamos la prueba, si no nos mandan al diablo. A Lola Miranda –hija de divorciados– le pusieron algunos “peros”; a mí también porque a lo mejor era “roja”, pero salimos indemnes porque las dos éramos muy bonitas. ¡Estudié en el Luis Vives y me nacionalicé mexicana a los dieciocho años! ¡Ay, qué tiempos, señor don Simón! Tiempos como de Joaquín Pardavé.
”Después de la boda no me acuerdo ni dónde, porque no me quiero acordar, pasamos un año viajando por Europa, un año que disfruté muchísimo porque los museos fueron mi verdadera escuela. También Archibaldo lo disfrutó, si no jamás habría aceptado pasar horas y horas frente a un determinado cuadro. Yo era muy obsesiva y regresaba a ver en la tarde los cuadros contemplados en la mañana y él me seguía porque sí era un hombre a quien le interesó el arte. Creo que de joven y gracias a su dinero produjo con Chano Urueta La noche de los mayas, y creo que también dio dinero para montar La paloma de Amuy, de Anouilh.
José Clemente Orozco. Fuente: koreadaily.com |
”Cuando regresamos a México me encontré con que mi suegra nos había puesto casa en San Ángel Inn, una casa grande construida con materiales de demolición, herrería antigua muy especial, piedras notables y columnas del arquitecto Parra, que curiosamente insertaba en las paredes de las habitaciones un botellón de agua verde como tragaluz. Llena de escaleras, ventanucos y recovecos, la arquitectura de Caco Parra era cotizadísima. El comedor quedaba en el piso de arriba; la cocina hasta abajo, la sala a metros de distancia, nada cómodo, nada cómodo. Mi suegra la decoró como las de la gente bien de México y la llenó de antigüedades, cómodas, tapetes persas, porcelanas de la Compagnie des Indes, muebles de época, cuadros valiosísimos, taburetes, mesitas y esquineros, pero yo nunca la sentí mi casa, ni siquiera la recámara. Además, no había un solo espacio para que yo pintara.
“¿Por qué me casé con él?”
–¿No te enamoraste de Archie ni tantito, Lucinda?
–Pues algunas veces lo he pensado. Cuando me di cuenta de que no tenía ninguna afinidad con él me pregunté: “Entonces ¿por qué me casé con él?” Seguramente la imagen del niño bien amable, cortés, bien educado, rico y célebre caló en mí, pero después resultó que mi marido sólo era rico. Cuando me di cuenta, me pregunté: “¿Qué hice? ¡Qué barbaridad, esto es para toda la vida!” Como ya te lo dije, Archibaldo Burns era hijo único, no trabajaba, estaba en casa todo el día. Si estaba de buenas, pues bien, y si no, pasaba su mano encima de los muebles para ver si tenían polvo y se enojaba.
”Él no tenía que trabajar, yo tampoco y él se quejaba de todo; yo tampoco había cocinado nunca ni tenía necesidad, no sabía ser ama de casa porque antes de casarme nunca hice nada, había de todo, mozo, cocinera, recamarera. De joven soltera, lo único que hice fue dibujar.
”Tuve a mis dos hijos y él ahí en casa todo el santo día. Ni siquiera hacía siesta. Yo le dije: ‘Tú que tanto hablas de tu vida ¿por qué no la escribes?’ Se lo dije para que hiciera algo. Era inteligente y me pareció que podía tener dotes de escritor si se lo tomaba en serio, porque cuando se le acabó la época dorada de playboy, el polo y lo demás, se quedó sólo conmigo. Conoció a Edmundo O’Gorman y a Justino Fernández y con ellos descubrió el mundo de la cultura y eso lo empezó a vestir.
”Aunque él ni siquiera era buen lector, le repetí casi a diario: ‘Tienes dotes, muchas capacidades, cuenta tu vida, estás dotado para la literatura, escribe lo que has vivido, ya verás que puedes.’ Sin embargo, tengo que recordar que él –muy joven, antes de conocerme– produjo una película de Francisco de Paula Cabrera que se filmó en su casa de Paseo de la Reforma, que es ahora el Cine Diana: Refugiados en Madrid, y también que le fascinaba el teatro y fue alumno del japonés Seki Sano.
”Para esto, Ricardo Martínez y Zarina, que eran amigos y vecinos, me invitaron a compartir su estudio. Al no tener que ir a oficina alguna, Archibaldo salía en las mañanas a caminar en San Ángel y un día regresó acompañado de Ricardo Martínez, culto, leído, serio, quizá un poco pedantón. Vivía con Zarina y sus hijitos, que iban al mismo kínder que los míos. Mi marido le dijo a Ricardo: ‘Esta mujer ha perdido la vocación porque ya no hace nada.’ Me sentaba frente a la tela en blanco, intentaba yo hacer algo, pero mi marido se ponía detrás de mi hombro a dictarme el cuadro que yo tenía que pintar. En esa época yo era tímida y en vez de protestar y pedirle que me dejara hacer lo mío, me aguantaba por idiota, no le decía nada a mi marido, que seguía insistiéndole al pintor Ricardo Martínez: ‘Esta mujer tenía vocación y ya no hace nada.’ Ricardo, que era un hombre sensible, se dio cuenta de la situación y le explicó a mi marido: ‘Mira, si tu mujer no tiene un lugar donde encerrarse a pintar pues no lo va a hacer. Como vivimos cerca, yo tengo mi estudio en casa, Lucinda puede ir cuando quiera.’
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Joaquín Burns Urrusti, 1959, lápiz sobre papel |
”Empecé a ir a casa de Ricardo Martínez. Su estudio no era el gran estudio que después construyó al fondo del jardín, sino un cuarto de su casa, pero yo trabajé muy a gusto. Archibaldo me iba a dejar y me iba a recoger a mediodía, aunque Ricardo y Archibaldo eran como el agua y el aceite. Si hablaban de literatura acababan del chongo; si de política, peor. No coincidían en nada. Yo nunca intervenía en las discusiones, tampoco hubiera podido, ¿verdad?, pero ahora recuerdo que se me antojaba contradecirlos porque si uno era un pelma, el otro era un pedante y viceversa.
”Archibaldo se sentó a escribir sobre una mesa antigua. Más tarde, como comprenderás, nunca leí uno solo de sus libros, ni Botafumeiro, ni En presencia de nadie ni El cuerpo y el delito. Recuerdo que el grupo Hiperión se reunía en la casa para que él les leyera lo que había escrito durante la semana. Venían Luis Villoro –desde luego el mejor de todos–, Fausto Vega, una muy buena persona, muy inteligente; Joaquín Sánchez McGregor, Salvador Reyes Nevares; recuerdo que Leopoldo Zea vino una sola vez. Todos habían sido discípulos de José Gaos y se jactaban de conocer a fondo a José Ortega y Gasset, y mientras discutían se bebían todo el whisky de la casa. Uranga era como bichito, era el más brillante pero yo lo sentía como venenoso. Jorge Portilla, hijo de asturianos, tenía bonita voz y cantaba: ‘Soy un pobre venadito que habita en la serranía.’ Lo conocí antes, en La Esmeralda, creo que él fue quién me presentó a Archibaldo Burns. El que nunca me cayó nada bien fue Emilio Uranga.
”Todos los visitantes le echaban porras a mi marido hasta altas horas de la noche. Había una tienda de los alemanes en San Ángel y yo les hablaba por teléfono a esas horas para renovar las dotaciones de whisky y de jamón serrano, de patés y de quesos y de quién sabe qué tanto. Pensándolo más tarde, me di cuenta de que eran unos gorrones. Mi marido les creía todo. Los halagos a nadie le hacen daño. También yo le decía: ‘Estás dotado. Lo que has vivido, cuéntalo.’
”Mi marido comenzó a descubrir a la intelectualidad, a los filósofos del Hiperión que a mí no me interesaban, al contrario, me pesaban porque se eternizaban en la casa. Aunque hubo una cosa fantástica: una noche llegó Juan Rulfo, calladito, calladito –porque los otros no lo eran– y él sí me encantó y pensé: ‘Ojalá y él sí viniera seguido.’
”Otra noche también, ya muy tarde, apareció Elena Garro recién llegadita de Estados Unidos o de Francia y echó un discurso sobre la promiscuidad, que qué maravilla la promiscuidad. El oyente más entusiasta era su marido, Octavio Paz, quien exclamaba a cada frase: ‘¡Qué inteligente es Elena!, ¿no te parece? Qué inteligente, es inteligentísima ¿no te parece?’ A mí me sorprendió que él la aplaudiera en forma tan desmedida cuando su tema era el de las grandes ventajas de la promiscuidad. Pensé: ‘Pero ¿cómo? Si él es su marido.’ A lo mejor era yo muy provinciana frente a ella y a Octavio– esa pareja tan adelantada. Octavio ya tenía meses en México, ella llegó tiempos después con la hija de ambos que también se llamaba Helena. Recuerdo que todos anunciaban su llegada como un acontecimiento inusual: ‘¡Ya va a venir Elena, ya va a venir Elena, es brillante, apabullante!’
“Cuando llegó Elena, trastocó todo”
”Elena Garro se presentó en la casa con soberbia, con un argentino amigo de Borges, creo que Pepe Bianco o Adolfo Bioy Casares, no recuerdo; Pepe Bianco, seguramente. Apareció un sábado a la una de la mañana, yo ya había dado de cenar y cuando vio que ya no había ni cacahuates exclamó: ‘¡Es que hay que ver lo payo que son los mexicanos. Mucha casa y mucho todo pero después de las doce no se come! En cambio en París…’ Pensé qué descaro el suyo, porque la que llegó tardísimo y sin avisar fue ella.
Kiyoshi Takahashi, Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Gosei Abe, Muñoz Medina, Lilia Carrillo, Lucinda Urrusti, Albita Rojo, Waldemar Sjolander, Berta Cuevas,Rafael Anzures, Bambi, Antonio Segui, Enrique Echeverría, Héctor Xavier, Alberto Gironella, Pedro Coronel, José Luis Cuevas, Rafael Coronel, Jorge Dubón, Vlady y Tomás Parra, en la cervecería alemana La Palma, en los años sesenta |
”Muy al principio, Archibaldo y ella se aislaron y se sentaron muy campechanos en unos escalones disparejos del Caco Parra a comunicarse sus males, los de Elena y los de Archibaldo, que si la columna, que si las vértebras, que si la pierna, que si la cabeza, y enumeraban todo lo que padecían y yo decía qué bueno, que tenían mucho de qué hablar con tantas y tan frecuentes enfermedades. Creí que su consulta médica era muy inocente y me parecía mejor que Elena disertara sobre su gripa o sus migrañas a que criticara con saña las cursis cenas mexicanas, ‘nada que ver con las de París’. Ella era muy intelectual y muy por encima de todo. Al principio pensé yo qué bueno que mi marido y ella platiquen, pero después Elena lo convirtió en su enfermero.
”Cuando llegó Elena a San Ángel, trastocó todo. El teléfono sonaba a veces a las dos de la mañana y ella decía: ‘O vienes o yo me suicido’ y no sé qué. Archibaldo salía corriendo y dejaba abiertas las puertas del garaje. Te digo que apareció Elena Garro, que era de rompe y rasga y muy soberbia, muy pagada de sí misma. Su voz, a lo largo de cientos de llamadas, me resultó estridente. Elena gritaba, exigía, se encolerizaba. Cuando no llamaba a cualquier hora, le enviaba cartas amenazándolo con su suicidio y a mí la vida se me volvió un infierno.
”‘Yo me salgo con mis hijos’, pensé y decidí irme. Le pedí el divorcio a mi marido pero nunca hubo divorcio. Ricardo Martínez se dio cuenta de lo que estaba pasando: ‘Tienes problemas ¿Por qué no dices algo? Te podemos ayudar.’ En esa época yo era muy callada, aguantaba todo, creo que toda la vida he aguantado todo, hasta la muerte de mi hijo Joaquín, pero cuando él me propuso su ayuda, creo que solté todo: ‘Sí, ya no los aguanto. Cuando no llama, manda una carta amenazándolo. Yo me salgo de mi casa, yo agarro a mis hijos y allá ellos.”
–No, no hagas eso porque pierdes los derechos –me dijo Ricardo–, te acusarían de abandono de hogar, de secuestrar a tus hijos. Necesitas un abogado.
–Pero si no tengo dinero, ¿de dónde pago un abogado?
–No, no te preocupes, yo te voy a ayudar, tengo un amigo que es abogado.
–Pero ¿con qué le pago?
–Él y yo nos conocemos desde la primaria, José López Portillo. Cuando puedas le pagas.
“Efectivamente, en esa época, López Portillo todavía no estaba en la política ni en el partido; sólo tenía su bufete, era un hombre sencillo, apoyador. Le expliqué mi situación, le dije que quería el divorcio.
José López Portillo –muy buen consejero– me preguntó si yo quería casarme otra vez. Yo le dije que no, que para nada, mi experiencia con Archibaldo había sido muy mala y ya no quería otra igual. ‘Si esto es el matrimonio, ¿quién diablos lo quiere?’ En esa época eran íntimos amigos, López Portillo, Jorge Díaz Serrano y Luis Echeverría. López Portillo me aconsejó no salir de la casa. Muy tranquila y confiada le entregué mis papeles, pero al poco tiempo me llamó: ‘Venga a recoger sus documentos porque Luis Echeverría, mi amigo, me dice que me meta al partido, que ahí tengo mucho más que hacer que como abogado.’ Me devolvió el expediente y efectivamente, los tres amigos prosperaron en el partido, Echeverría y López Portillo como presidentes de la República y Jorge Díaz Serrano en Petróleos Mexicanos.
”Archibaldo no respondía a mi petición de divorcio, salía de viaje, regresaba a los cien años. Yo quería saber cuál era mi situación, soltera, divorciada… Un abogado me dijo: ‘Después de cinco años, en México usted es soltera’ o algo así. Soltera y con hijos, ¿te imaginas?
”Archibaldo se iba a vivir a París con Elena y con su hija… No sé en qué ministerio dejaba nuestra solicitud de divorcio, pero como él no seguía el proceso, se iba y no prosperaba. Para lograr el divorcio era necesaria la presencia de Archibaldo o la de su abogado.”
–Entonces, Lucinda, estallaste como una olla de presión.
Izquierda; Adolfo Bioy Casares, Elena Garro, Octavio Paz y Elenita,
hija del matrimonio |
–Mientras Elena Garro acababa con la fortuna de mi marido en Europa al grado de dejarlo en la miseria –él le compró la casa que fue de Molière en la rue de l’Ancienne Comédie en París–, me puse a trabajar. Nunca hubo divorcio, hasta la fecha. Yo estaba sola con los hijos, mi marido jamás le dio seguimiento a nada. Todo era para Elena Garro, ni un centavo me daba. A pesar de que lo dejaron en la calle, supe que ella y su hija lo criticaban: ‘El tacaño de Archie nos compró un departamento en París pero ni el salón de peinados nos quiere pagar.’
–¡Qué locura!
–Ella era una majareta perdida, como les dicen en España a las que están tocadas. Madre e hija se reían de él en todos lados; siguieron poniéndolo pinto y moro a pesar de que él perdió todo, y cuando te digo todo es todo. Mi marido vivió muy mal sus últimos años. Yo creo que la que pagó el pato siempre fue la hija, porque malvendieron el departamento de París. Todo se les iba de las manos, todo. A él lo dejaron en la calle. Al final, quien le llevaba de comer a mi marido de lunes a domingo era nuestro hijo Juan David.
–¡Qué historia!
–Cuando a Octavio Paz le dieron el Nobel y tenía que ir a Suecia a recibirlo, él y su mujer Marie Jo –con quien sí fue muy feliz– tenían pánico de que se presentaran las dos a boicotear el acto, aunque a lo mejor eso no habría sucedido porque parece que Elena le tenía muchísimo respeto a la realeza; era monárquica, además de quitamaridos.
“Tuve que dar clases particulares porque La Esmeralda me ofrecía ser maestra, pero de ese sueldo no se puede vivir. Entonces les enseñé a pintar a señoras que pagaban bien. Quizá yo por débil les cumplía sus antojos: ’Lucinda, ¿cómo enmarco esto? Por favor ayúdame’, ‘No, pues le pones así y asado y yo te acompaño’, hasta que me di cuenta de que yo no pintaba lo mío por andar de samaritana. Dejé las clases particulares pero, ¿de qué vamos a comer? Me lanzaba, me arrepentía, volvía a lanzarme, pero pasó algo divino en una época divina de México: empecé a vender. Éramos cuatro ciudadanos o gatos y los maestros y los alumnos universitarios organizaban ventas públicas, hacían una tanda, digamos de 50 pesos mensuales y cuando juntaban una equis cantidad acudían al estudio de algún pintor y compraban un cuadro. Pasaban cosas así, mágicas. ‘Lucinda, queremos algo tuyo.’ La gente tenía interés por el arte. Ahora no vives de la venta de tu obra como en aquella época. El primer premio que gané fue el de las Galerías Excélsior, un gran estímulo y además un premio en efectivo importante, no sé si mil o tres mil pesos. Empecé a poder vivir de la pintura y a hacer exposiciones en galerías y a participar en bienales y a viajar a Nueva York y a exponer en Bellas Artes y en colectivas con Lilia Carrillo, Alberto Gironella, Vicente Rojo, José Luis Cuevas, los hermanos Coronel y otros más, todos los de la generación de la ruptura. Los críticos se entusiasmaron con mi obra, desde los más viejos como Margarita Nelken y Jorge Juan Crespo de la Serna, hasta los más jóvenes como Alí Chumacero, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Alaíde Foppa. Trabajé muchísimo, desde el primer momento me comprometí a rechazar lo improvisado. Viví en Nueva York, ya cuando mis hijos estaban grandes y no me necesitaban. Allá trabajé como una obsesa. Había pensado ir a París, pero me quedé más cerca de ellos, sabiendo que ya tenían de qué vivir y todo eso. Su abuela Carmen Luján les heredó un edificio magnífico en la calle de Horacio, en Polanco, y lo vendieron en tres centavos, botaron el dinero en diez segundos. Si me hubieran avisado yo se lo compro, en vez de eso pusieron un restaurante con sus amigos en Valle de Bravo y fracasaron.
”La pintura para mí ha sido un salvavidas fantástico. Es maravilloso hacer lo que uno quiere y además que te elogien y ganar dinero. Fui amiga de García Ascot, Clement, Luna, Gaya, Souto, aunque él en seguida se fue a Galicia; Gaya creo que también. José López Portillo, presidente de la República, siguió siendo muy amable, se detenía a saludarme en todos los actos culturales de Bellas Artes, muy cordial, muy caballeroso. Por cierto, una vez me encontré a Octavio Paz en Bellas Artes del brazo de Marie Jo y me dijo una frase que se me ha quedado grabada: ‘Los dos salimos ganando.’
Elena Garro murió el 23 de agosto de 1998.
Octavio Paz el 19 de abril de 1998.
Archibaldo Burns Luján, el 24 de enero de 2011.
Lucinda Urrusti es ahora la única que puede contarnos la tormentosa historia que padeció.
Octavio Paz el 19 de abril de 1998.
Archibaldo Burns Luján, el 24 de enero de 2011.
Lucinda Urrusti es ahora la única que puede contarnos la tormentosa historia que padeció.
Fotos cortesía de la pintora
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