lunes, 5 de octubre de 2015

LAS DUALIDADES FRUCTUOSAS *, Marco Antonio Campos

 
Las dualidades fructuosas*
Marco Antonio Campos
Foto: Archivo La Jornada
Salvo su primer libro,Buscado amor, la poesía de HGV se lee como una larga conversación que ha sostenido con las personas que conoció en sus numerosos viajes y numerosas estadías por las cuatro orientaciones de la tierra, hasta delinear y colorear en el corazón, como querían los mexicanos antiguos, un libro de pinturas. Una conversación donde abundan, o tal vez sobreabundan, las referencias literarias, y en segundo término, las teatrales y cinematográficas.

Y precisamente aquí surge una de las varias dualidades en su obra, que siempre, de una u otra manera, tenue o intensamente, se acaban reconciliando: el poeta libresco y el poeta desparpajado. Por una parte, el poeta que deja correr el oleaje de sus muchas lecturas, y que, quizá con Eduardo Lizalde, es el poeta mexicano contemporáneo que más referencias librescas tiene en sus libros: en títulos, en epígrafes, como citas directas o indirectas, como desarrollo de poemas, y por la otra, una poesía que reivindica el no tomarse en serio, y donde caben, por qué no, el desmadre, el cotorreo, la chacota, no excluyendo la burla hacia sí mismo. Por una parte, homenajes a los artistas admirados, entre otros –entre muchos–, Rafael Alberti, a quien hace una visita en Roma, o Malcolm Lowry, a quien recuerda melancólicamente en una de sus últimas fotografías bajo la ventana, o Wordsworth, en momentos cuando parecía muerto o ya lo estaba, o Pier Paolo Pasolini, de quien visita la playa donde fue asesinado, o el brasileño Manuel Bandeira, a quien recuerda en su enfermedad y en la palabra de sueño de sus poemas, y luego, Yeats y Darío y González León y López Velarde y García Lorca y Cernuda y Pavese y Genet y Brecht,  y  por la otra parte,  la intención de desolemnizar a la poesía, de bajarse de las nubes de la gran cultura, y hacer citas, demasiado en la tierra, por ejemplo del Chamaco Domínguez, bolerista, y de José Alfredo Jiménez, gran compositor y  cantante popular; o titular, atreverse a titular un libro Poemas para el perro de la carnicería, o escribir un poema –imitando el lenguaje de la historieta– a la familia Burrón, o recordar las melcochadas y torpezas de una tarde en el cine con una muchacha mientras oían la voz de Doris Day y agotaban las palomitas.

Está asimismo la dualidad del poeta que se encanta, por un lado, con el teatro y el cine, que actúa a veces como actor secundario en modestos escenarios, y actúa también, con otros maquillajes y una variación de voces, en el vasto escenario del mundo, quien ríe y llora con el cine mudo, y da saltos chaplinescos y pone su cara de niño regañado a lo Stan Laurel y su cara de perplejidad triste a lo Buster Keaton, pero que de pronto descubre que detrás de la gansada hay un drama insospechado hasta entonces. Sin embargo, en la otra parte, está su reverso figurado: el hombre de formas, que ha ejercido la diplomacia por cerca de cinco lustros, el que sabe comportarse a la altura del protocolo en una recepción ante el rey de España o sostener una conversación con el patriarca de la Iglesia ortodoxa, aquel que goza los detalles de fililí y ribete de las fiestas de gran gala y que acepta con gusto las membresías de las Academias, de los Ateneos y los Seminarios, todo lo cual, si se ve bien (lo diría el mismo Gutiérrez Vega), es otra obra de teatro, y como en las obras de teatro, el gesto a veces se petrifica, el parlamento nos traiciona, y de pronto el hombre queda desnudo ante el público en su desprotección y fragilidad. ¿Cómo no recordar sobre esto líneas de su poema a la memoria del joven amigo José Carlos Becerra, muerto en la carretera a Brindisi a los treinta y tres años de su edad?: “No exagero, poeta. No hago tu elogio fúnebre. La oratoria te daba desconfianza, bien lo sé. Digo todo esto dando una cabriola de cine mudo, saludándote con mi vieja corbata.” Y el lector que lee esto o el espectador que lo oye comprenden que el llanto comienza a descorrer el maquillaje.

Pero está asimismo la dualidad del poeta que, por una parte, ve los hechos y las cosas del mundo con el asombro y el deslumbramiento de un niño, y por la otra, el poeta que observa con  tristeza y desencanto el paso de los años en los objetos, en los elementos de la naturaleza, en las personas y en él mismo y quien sabe que la experiencia sólo enseña a que nos resignemos ante nuestros nuevos errores y la repetición de nuestras acciones negativas. Por un lado, el poeta que tiene la seguridad de que “todo es pasmo” y de que hay “magia en todo” y de que si dos amantes se besan “la vida se apunta una nueva victoria”, pero también, del otro lado, está la visión del poeta del todo consciente de que el río de los años corre incesante, de que disminuyen las “mañas y ligereza y la fuerza corporal de juventud” , de que mientras los hijos crecen nuestros cuerpos se afean y desmedran, de que son cada vez más inanes las palpitaciones del corazón en los asuntos amorosos, de que las generaciones nuevas aprenden lo que no aprendimos y nosotros olvidamos lo que mal aprendimos, de que “burla burlando el tiempo nos amansa”, y el placer, que el poeta anunciaba (sabía) de su terminación, en efecto, acaba en devaneo, y las cosas, que dieron tanto disfrute, son ya solamente verdura de las eras y rocío de los prados.

Pero está asimismo la dualidad del poeta emblemáticamente sedentario y la del poeta numerosamente viajero. El que dejó sus huellas en las calles del mundo y el que en el fondo nunca salió de la casa del pueblo donde vivió en años de la infancia y al que regresó numerosas veces en los meses de vacaciones. Hay dos poemas célebres de Kavafis que tal vez ilustren la experiencia en la tierra de Hugo Gutiérrez Vega: “La ciudad” e “Ítaca”, los cuales, pese a diferencias menores, envían el mismo recado. El primero versa sobre un hombre que anhela irse de su ciudad, donde está condenado de antemano y donde ha malgastado su vida, pero una voz admonitoria, una suerte de sombría conciencia moral, le señala que el viaje será inútil, porque adonde vaya andará por calles y barrios de su ciudad y su vida la echará a perder de la misma manera. El segundo trata sobre un hombre que escucha también una voz admonitaria –tal vez la misma–, la cual le recomienda abandonar la isla y viajar y sortear miles de peligros y vivir toda suerte de experiencias y buscar que el viaje sea lo más prolongado posible: al final comprenderá que Ítaca le dio el viaje, es decir, sin la isla natal no habría emprendido ni comprendido el viaje.

Me parece que en ambos poemas, como en un espejo, Gutiérrez Vega vería su rostro. En entrevistas ha declarado que en el fondo no ha salido de la casa de la abuela en el ultramontano pueblo de Lagos de Moreno, Jalisco, y que, pese a todos los viajes, se ha sentido, para utilizar una expresión con sabor antiguo, maceta en el corredor de esa casa, la cual el poeta ha querido ver –no la natal Guadalajara– como su pequeña y verde Ítaca. No en balde la preferencia, o más aún, la devoción acendrada de hgv por los poetas mexicanos del cambio de siglo, el laguense Francisco González León y el jerezano López Velarde, o mucho más cerca, el zapotlanense Juan José Arreola deLa feria, que labraron sus piezas líricas y sus poemas en prosa en deslumbrante marquetería y  dejaron instantes inolvidables, con su “majestad mínima”, de la vida diaria de sus solares nativos.

* Fragmento del prólogo a Peregrinaciones, Hugo Gutiérrez Vega, FCE, México, 2002*

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