Leí a Charles Bukowski antes de los veinte años y me pareció un escritor genial. Me lo bebí entero, literalmente, imagen que el autor angelino hubiera celebrado. Iba de un lado a otro en busca de sus libros —carecía de poder adquisitivo para ir a la librería y comprarlos de golpe—, así que parte del magnetismo consistía en hallarlos en librerías de viejo y además hacerlo a buen precio. Más de una ocasión, por ejemplo, compré un ejemplar que se había mojado y tenía las hojas torcidas y pegadas, lo cual bajaba su valor.
No lo había vuelto a leer desde entonces. Lo recordaba con gratitud pues me había acercado a otros autores, en esas felices carambolas de tres bandas, en que descubres algún libro por una mención del autor que admiras. Me había atrapado su velocidad narrativa, aquel cinismo insuperable y esa destructiva afición por la bebida. Tenía miedo de releerlo y no encontrar la fuerza que me había alimentado años atrás. Perdí el gusto por su sentido del humor, que me parecía producto de un viejo loco y sociópata; su capacidad para atraer a las mujeres me pareció insostenible, al igual que su vocación por estar ebrio. Al final, es un modelo que puede funcionar en Estados Unidos, en donde abandonas tu empleo sin dificultades y a la semana siguiente te mudas de ciudad con cincuenta dólares en el bolsillo. Pero el modelo bukowskiano de sobrevivencia es inoperante en países subdesarrollados. Vivir en una pensión, borracho la mayor parte del tiempo, acosado por rencores, siendo un lector de olfato finísimo, rodeado de mujeres perdidas aunque hermosas; un modo utópico de vida.

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[Durante la filmación de Barfly]

Al lado de su narrativa, tan celebrada por punzante y pícara, hay una poesía que en sus mejores líneas se aparta de un modelo convencional. Es una verificación pesimista, la mayor parte del tiempo, que desconfía del ser humano si bien manifiesta la posibilidad de vislumbrar los pequeños placeres, tan fugaces. Esto es: si la imagen de amplio espectro es incapaz de salvar al hombre, al menos es posible hallar consuelo en una taza de café, las últimas gotas de una botella de vino o en abrir una ventana para que entre la brisa marina.
Parece natural el culto al escritor cínico, por otra parte. En un mundo de formas acartonadas, que alguien se atreva a romper la monotonía de los temerosos, nutre a un entorno con la energía suficiente para sonreírle a la adversidad, a través de la ridiculización de los poderosos. Pero, ¿necesitamos el cinismo? ¿Ayuda en algo gritarle al vecino que se calle o renunciar con escándalo a un trabajo? Cuando Bukowski abandona el set de Apostrophes, en medio de palabras incomprensibles, probó que su discurso era auténtico. Fue un desplante mayor, de proporciones bíblicas. Creyó en lo que escribía y lo llevó hasta sus últimas consecuencias.

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[Antes de abandonar el programa de Pivot]

No podría afirmar que fui bukowskiano, al final. La distancia me hizo sentir más afinidad por autores distintos. ¿Mejores/peores? Imposible saberlo. Cada búsqueda es un trayecto que no admite reemplazo. Las formas de la memoria son distintas para cada generación, que toma y desecha lo que considera pertinente. Sus libros se han salvado a lo largo de las mudanzas, que cada vez me llevan a un sitio más y más pequeño. El universo está en expansión salvo en los lugares para rentar en el Distrito Federal. Me siento incapaz de regalar sus libros porque en esas páginas reconozco al joven entusiasta que ya sólo es una memoria.
Ahora me siento más cómodo con el cinismo de Catulo, Céline o Cioran. En el de Boris Vian, incluso, que no puso resistencia a la tentación de publicar las novelas que escribió. Aún con todo, cada que un joven aspirante a escritor me pide una recomendación de lectura, le pregunto si ya leyó a Bukowski. No le digo que se lo “recomiendo” o me muestro enfático al mencionarlo. Si ya lo leyó, sabe de qué hablo. Si apenas lo conoce, tendrá la felicidad de abrir por primera vez esas páginas, traducidas tan horrible por el sello barcelonés. Quizá no sea un adiós del autor angelino sino un hasta pronto. Podría redescubrirlo frente a la hipotética chimenea, cuando no quede sino releer para recordar, utilizando los rayos finales de la tarde. Entonces brindaremos juntos.